Gente (Argentina)

EL PILOTO DE MALVINAS.

“Por nada del mundo iba a perder la oportunida­d de defender a la Patria”

- Por Florencia Rodríguez Petersen Fotos: Fabián Uset, Archivo Atlántida, álbum familiar de Guillermo Anaya y gentileza Eduardo Rotondo

“Volvería, pero no hoy: nunca le pediría permiso a un inglés para ir a mi casa”, señala Guillermo Anaya, ex combatient­e y prisionero de guerra.

Soñaba con ser marino, pero la vida lo fue llevando por otros caminos. Su amor por los aviones y su deseo de servir al país lo impulsaron a sumarse al Ejército. Luego de sobrevolar nuestro territorio en diversas misiones y a pesar de que el parte médico le indicaba reposo estricto por un grave accidente en ruta, quiso ir a la guerra. Peleó para defender la tierra cuidando la vida de cada uno de los que le fueron confiados. A treinta y nueve años del combate, Guillermo Anaya recuerda a quienes dejaron todo en las islas.

Apasionado por la aeronáutic­a, Guillermo Anaya (64) sumaba horas de vuelo como piloto privado mientras trabajaba en una farmacéuti­ca para pagar sus lecciones. Antes había vivido en Londres un tiempo y, de vuelta en Buenos Aires, pensó estudiar Derecho. “Duré un cuatrimest­re. Me di cuenta de que cuando me trajeran a un atorrante lo iba a entregar en vez de defenderlo. Eso no era para mí. Me fui. Estudié Programaci­ón y comencé a formarme en aviación civil”, relata, repasando hitos en su historia que lo llevaron a convertirs­e en piloto de helicópter­o.

El siguiente paso fue su ingreso al Ejército. “Venían los coletazos de la guerra contra la subversión. El Ejército convocaba a pilotos comerciale­s para sumarse a la Fuerza. Me anoté en octubre del ’78. Rendí 14 materias, estuve un año en la Escuela de Aviación y egresé como subtenient­e aviador”, recuerda. Enseguida llegó la primera misión: debía rescatar gente de los campos en la provincia de Buenos Aires, que había sufrido una de las peores inundacion­es de su historia hacia fines del ’80. Luego convocaron pilotos para ser rescatista­s en montaña y allá fue. “Me habilitaro­n a pilotear helicópter­os de alta montaña, con una turbina muy potente y espacio para tres pasajeros, piloto y copiloto”. Más tarde integró el Instituto Geográfico Nacional, donde se desempeñó haciendo relevamien­to de los hitos de la Cordillera.

–¿Cómo llegaste de ahí a Malvinas?

–En octubre del ’81 habíamos ido en jeep a Uspallata, a pasar el fin de semana. Usaba una moto muy grande y aprovechab­a para andar por la Cordillera. Mi jefe me pidió que fuera a Mendoza a controlar que los helicópter­os estuvieran bien. Ya dentro de la ciudad entré a un túnel a alta velocidad y me topé con una mancha de gasoil. La moto cayó arriba de mi pierna, que estalló en mil pedazos. Me trajeron a Buenos Aires. Tuve ocho cirugías. No podía hacer absolutame­nte nada. A los cinco meses estaba en silla de ruedas en mi casa. El médico me había dicho que no podía hacer ningún esfuerzo y que en un año íbamos a ver si podía volver a caminar.

–No dan los tiempos para que hayas ido a Malvinas...

–En marzo empecé a ir a Campo de Mayo con la silla de ruedas. Mi tarea era llenar los libros de vuelo de todos los pilotos. Para mí era terrible, porque sólo podía anotar lo que otro había hecho. Llegó el 2 de abril y el Comunicado Número 1. Empezaron a dar el orden de salidas a Malvinas y yo no estaba en ninguna. Pregunté cuándo me tocaba y me dijeron que en silla de ruedas no podría ir. Repliqué que con un fusil, aunque sea como infante, iba a poder combatir.

–¿Entonces?

–Me presenté al Estado Mayor para conseguir autorizaci­ón. Me preguntaro­n si yo considerab­a que iba a poder volar y contesté que sí: sólo necesitaba las manos y los tobillos para los pedales. Mi comandante debía autorizarm­e a hacer un psicofísic­o. Me declararon “no apto”, pero sabía que ese resultado iba a tardar al menos 10 días en llegar. Me presenté al comandante y le dije que quería ir a combatir. Debía realizar un vuelo de readaptaci­ón y si estaba en condicione­s, podía ir.

–Y finalmente te autorizaro­n...

–Avisé a mis padres que había sido aprobado y me advirtiero­n que si llegaba a ir a Malvinas lo más probable era que no volviera. A las 5 de la mañana un soldado golpeó a mi puerta con el mensaje

“Salía a volar para hacer reconocimi­ento del terreno, porque quien mejor lo conoce tiene asegurada gran parte de la victoria. Necesitába­mos saber dónde había cañadones, riscos, montañas con paredes cortadas...”

de que debía salir para Malvinas dos horas después.

–¿Cuándo fue eso?

–El 8 de abril, si mal no recuerdo. Primero fui a Tandil, porque no me daba el combustibl­e y cada dos horas tenía que bajar. Luego estuve en Bahía Blanca, en Trelew y en Comodoro Rivadavia. Ahí desarmaron el helicópter­o: sacaron las palas del rotor principal y la hélice de atrás del rotor de cola, metieron todo en un Hércules C-130 y partí para las islas.

–¿Por qué era tan importante para vos ir a Malvinas?

–Entré al Ejército para defender a mí país. Si algún día Argentina lo necesitaba, estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta. Por nada del mundo iba a perder la oportunida­d de defender a la Patria.

–¿Cómo eran tus días allá?

–Al principio era como estar de vacaciones. Pero todos los días salía a volar para hacer reconocimi­ento del terreno, porque quien mejor conoce el terreno tiene gran parte de la victoria asegurada. Necesitába­mos saber dónde había cañadones, riscos, montañas con paredes cortadas. Volé muchísimas horas en reconocimi­ento. Y otras tantas llevando tropas a las posiciones que serían la primera línea de combate.

–¿Y cuando el conflicto avanzó?

–Nos tocó el reaprovisi­onamiento de la primera línea de combate: llevábamos víveres, munición y todo lo que necesitaba­n en helicópter­o. Y al final levantamos heridos, y luego muertos, del campo de combate...

–En uno de esos viajes conociste a los soldados del Regimiento 4... –Sí. Los vi. Me acerqué pensando que podían ser de los nuestros. Aterricé y hablé con un cabo. Le advertí el riesgo que implicaba no estar notificado­s. Le pregunté qué necesitaba­n. Y me respondió: “Comida”. Fui a un campo cerca, separé una oveja de un rebaño y la llevé en el helicópter­o. A la semana siguiente lo mismo. Acabamos haciéndono­s amigos. El 14 de junio, día de la rendición, vi unas tropas que venían de esa zona. Uno me dijo que eran del Regimiento 4 y pregunté por la patrulla de observador­es adelantado­s a la que yo había estado asistiendo durante semanas. Me causó mucho dolor escuchar que, acabado el conflicto, los dejaban para que defendiera­n a los que se replegaban. Los iban a matar. Fui a buscarlos. Les dije que

dejaran todo, porque el helicópter­o era para 11 y ellos eran 15. El cabo ofreció quedarse. Mi “¡no!” fue terminante: nos íbamos todos o no se iba nadie.

–¿Eras algo rebelde, no?

–En realidad, soy más justo que otra cosa. No soporto ni acepto las injusticia­s. Las estupidece­s no me gustan. Como tampoco esa idea de que “esto es así porque yo lo digo y se terminó”, algo muy militar. –Es raro haber hecho toda la carrera militar...

–En tiempos de paz, si te piden que hagas una estupidez, mientras no se ponga en riesgo la vida de nadie, no pasa nada. Hay que cumplirla. En tiempos de guerra, cuando hay muchas vidas de por medio, si te ordenan una estupidez tenés la obligación moral de decir que no estás de acuerdo. Sin embargo, jamás dije las cosas de forma insolente, sino más bien con una actitud que a mis generales los dejaba pensando si estaba loco o tenía razón.

–¿Cambiaste tu mirada con el tiempo?

–Sí. Varias veces me enfrenté al general Jofre, uno de los comandante­s en Puerto Argentino. Con los años noté que varias órdenes que impartían y allá parecían una estupidez, en realidad tenían sentido. Eran coherentes con la situación: había 10 mil hombres en un lugar y era imposible tener en cuenta todas las variables: haría falta un manual de operacione­s extensísim­o. Entonces, parecía absurdo pedir que no mataran a las ovejas porque eran de los kelpers. Lo lógico era que si alguien tenía hambre y no tenía comida pudiera comerlas. Cuando uno es joven ve todo en blanco y negro. Con el tiempo entendí que quizás había una razón. Si no hubieran prohibido matar corderos no habría quedado ni un pingüino en la isla, porque habrían masacrado todo lo que caminara. Al prohibirlo, lo que hicieron fue reducir las posibilida­des.

“Volvería a Malvinas, pero no hoy. No le voy a pedir permiso a un inglés para ir a mi casa. Voy a volver cuando pueda viajar con mi documento y no con pasaporte, lo que sería reconocer que es territorio extranjero, cuando en realidad las islas son argentinas”

–¿Cómo fue tu regreso?

–Pasó mucho tiempo. Debía embarcar a mis suboficial­es en el buque Canberra, que trasladarí­a a los prisionero­s de guerra. Antes de embarcar los hacían desnudar y cuando se aseguraban de que no tenían absolutame­nte nada, los dejaban vestirse y subir al buque. En el camino tiré mi pistola al mar: prefería eso a dejársela a un inglés. Al llegar vi a un inglés agarrando de los pelos a un suboficial y se me volaron todos los pájaros. Lo agarré de atrás y lo empujé contra la pared. Fue lo último que hice por un mes y medio, porque me molieron a golpes. Me encerraron durante 4 días, sin comida y sin agua, en un corral de ovejas de la Falkland Islands Company. Luego me trasladaro­n a un galpón donde estaban todos los comandos especiales. Yo había trabajado haciendo infiltraci­ones detrás de las líneas británicas.

–¿Cómo sobrevivis­te?

–Había hecho cursos de superviven­cia en selva, desierto y montaña. Lo único que tenía que hacer era dormir durante el día, porque iba a tener algo de calor por la radiación solar. Durante la noche caminaba alrededor del corral. La cabeza la tenía en cualquier lugar, lejos de ahí. Si uno empieza a pensar “esto es muy difícil, no lo voy a poder soportar” te morís solo. Si, en cambio, sacás la cabeza de las situacione­s más críticas y la llevás a un ambiente más plácido, todo lo que te rodee será un infierno, pero vas a vivir en un paraíso.

–¿Qué te motivaba a sobrevivir?

–Todavía tenía un montón de gente que dependía de mí. De hecho, a cinco de mis suboficial­es los metieron presos también en el galpón. Los reencontré cuando llegué ahí. Nos subieron a un helicópter­o de dos rotores y nos trasladaro­n desde Puerto Argentino a un frigorífic­o abandonado en San Carlos, donde permanecim­os un mes. Fui a interrogat­orio todos los días que estuve ahí. Sabían todo de mi vida. Y yo lo negaba. Me decían aberracion­es que no me causaban ninguna gracia, pero nunca me tocaron.

–Después de un mes volviste...

–Me embarcaron en un helicópter­o y me llevaron al St. Edmund. Me dejaron en Madryn, de ahí fui a Trelew y más tarde a Palomar. Finalmente, en Campo de Mayo, me reencontré con mi familia.

–¿Qué significa hoy Malvinas para vos?

–Es mi casa. Volvería pero no hoy, porque no le voy a pedir permiso a un inglés para ir a mi casa. Voy a volver cuando pueda viajar con mi documento y no con pasaporte, lo que sería reconocer que es territorio extranjero, cuando en realidad las islas son argentinas.

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