GQ Latinoamerica

Cabalgar de nuevo

La Argentina en la que Nicholas Shakespear­e vivió durante su adolescenc­ia era una tierra llena de vida, de poetas, gauchos y políticos apasionado­s. A su regreso, décadas más tarde, ¿reconocerí­a el país en el que creció?

- Matt Wilson

Mi Buenos Aires querido. Prácticame­nte ninguna otra ciudad en el mundo evoca una nostalgia y un solipsismo tan complejos. “Uno tendía a ver esta ciudad no como en realidad era”, escribió alguna vez el novelista Gordon Meyer –cuya obra nunca se ha valorado lo suficiente–, refiriéndo­se a esta urbe ribereña, capital de Argentina, “sino como uno mismo era”. Para Andrew Graham-yooll, reportero estrella del Bue

nos Aires Herald en los años 70, esta urbe laberíntic­a, más cerca de Beijing que de Londres, era “una invitación a serle infiel a todos los amores que uno hubiera declarado, a romper cualquier regla que alguna vez se hubiera impuesto…”.

Para mí, escuchar el tango “Mi Buenos Aires querido”, que Carlos Gardel entonaba en 1934, y dejarme conmover por los acordes del bandoneón, significa viajar al pasado, a mi adolescenc­ia, y los años que cargo encima se desprenden y caen como pedazos de lodo seco. Vuelvo a ser aquel muchacho inglés de largos cabellos que trataba de encontrar su lugar en medio de la atmósfera supercarga­da en la que había quedado sumergido el país luego de la muerte de Juan Perón y de que su viuda, Isabelita, una ex bailarina de cabaret, asumiera la presidenci­a y decretara que el 90% de la música transmitid­a por la radio nacional debía ser tango. Un amigo mío decía: “Si vos ibas al río con tu novia y querías oír a Neil Diamond, tenías que conformart­e con tango. Eso generaba una reacción”.

Era 1974, al principio del periodo conocido como la Guerra Sucia. Por toda la ciudad, entre las jacarandas, circulaban autos Ford Falcon de color verde, sin placas, en cuyo interior viajaban tipos de lentes oscuros que llevaban armas automática­s en busca de estudiante­s de largos cabellos que tal vez formaban parte de los Montoneros, las guerrillas urbanas. Mi familia llevaba un año viviendo aquí.

La disfuncion­al –aunque al menos democrátic­a– ciudad de nuestros días está representa­da a través de un tulipán gigante de acero inoxidable, de 22 metros de alto y 18 toneladas de peso. El mensaje que intenta transmitir esta extraña, pero indudablem­ente llamativa escultura de Eduardo Catalano, erigida en 2002 en la Plaza de las Naciones Unidas, es que los argentinos deben reflexiona­r acerca de su país y valorar lo que tienen… en otras palabras, dejar atrás el periodo brutal de Isabelita y la dictadura militar que la derrocó; olvidar los secuestros, las torturas, las desaparici­ones y, más recienteme­nte, las décadas en las que la corrupción y el chanchullo alcanzaron niveles inverosími­les. A fin de reforzar el mensaje, en el interior de la escultura se instaló un mecanismo que se suponía debía “abrir” los seis pétalos metálicos al amanecer y volver a “cerrarlos” cuando anochecía; sin embargo, dicho mecanismo se averió casi de inmediato después de que la flor se instalara y, en consecuenc­ia, la luz del sol que rebota en su brillante superficie va a dar directamen­te a los ventanales de la Biblioteca Nacional, que queda justo enfrente, e impide la lectura de quienes ahí se encuentran. Muy argentino, dirían aquí.

Uno de los más ilustres directores de la Biblioteca Nacional –antes de que Perón lo degradara al cargo de Inspector de Mercados de Aves de Corral– fue el escritor y sabio invidente Jorge Luis Borges. Igual que muchos otros, yo en algún tiempo tuve la oportunida­d de ir al pequeño y oscuro apartament­o de Maipú 944 a leerle a “Borges”, como todos lo llamábamos, incluso su esposa. Lo que no recuerdo es si fue ahí o en Londres que el Homero de Argentina me dejó estupefact­o con una parábola acerca de un viajero que se embarca en una misión para descubrir el mundo. El viajero en cuestión se pasa la vida reuniendo imágenes de reinos lejanos, montañas, bahías, barcos, caballos, gente… Poco antes de morir, dibuja un mapa de sus andanzas sólo para darse cuenta de que “el intrincado laberinto de líneas que pacienteme­nte había trazado esbozaba su propio retrato”.

Es así como ahora, que tengo 60 años, la memoria me ha llevado de vuelta a cuando tenía 17, y me encuentro de nuevo con aquel jovenzuelo que fui, aquel que vivía en este lugar en el que entonces ser joven era un crimen, aquel que esperaba añadir una línea a su propio retrato y, al mismo tiempo, contribuir a dibujar el eternament­e cambiante rostro de Argentina.

El café La Biela, en el barrio de Recoleta, me parece un buen lugar para empezar. A Borges le encantaba todo lo anglosajón porque Fanny, su abuela, era originaria de Northumber­land, pero eso no le impedía ser un gran conocedor de los cafés de la ciudad. Cerca de la entrada, una estatua suya de tamaño natural parece dar la bienvenida a los visitantes, con las manos apoyadas en el bastón, y así es como lo recuerdo: sentado ante una de las mesas y sus ojos ciegos perdidos en el vacío. Su efigie aquí más parece algo que veríamos en Madame Tussauds, en lugar de honrar la memoria de uno de los próceres de Buenos Aires; “esta vana madeja/de calles que repiten los pretéritos nombres/de mi sangre”, como él mismo la describió.

Andrew Graham-yooll se hallaba en este espacioso café, que fuera blanco de las bombas en 1975, el día que los Montoneros, por orden de su líder, Mario Firmenich, y previo pago de un rescate de 60 millones de dólares, liberaron al empresario Jorge Born, a quien

habían secuestrad­o. Fue en este interior atemporal, rodeado de empresario­s que también llevaban el pelo largo e iban acompañado­s por mujeres altas, distantes y eleganteme­nte vestidas, que años más tarde intenté concertar una entrevista con Firmenich (pero él pretendía que por eso se le pagaran 5 mil dólares). La víspera de mi regreso, Graham-yooll me recuerda que fue su testimonio acerca de cómo Firmenich finalmente liberó a Born, en una casa cerca de la que nosotros habitábamo­s, en Acassuso, lo que permitió que Firmenich fuera encarcelad­o en 1984.

Justo enfrente de La Biela está el cementerio de la Recoleta, en donde Borges esperaba ser enterrado, junto a sus padres y abuelos. Sin embargo, el lugar de su postrer reposo se ubica en Ginebra, igual que Graham Greene, una de cuyas novelas –una de las que él mismo prefería, de entre toda su obra–, El cónsul honorario, está situada en la Argentina de aquellos años. Igual que Buenos Aires es una parodia de sus orígenes europeos (que presumía de tiendas Harrods y Claridge’s, un Hurlingham Club y una espantosa torre con un reloj que pretende ser un segundo “Big Ben”), la Recoleta también es, en palabras de V.S. Naipaul, “un barrio de imitación”.

Una nación espléndida y herida que plagia sueños ajenos, tratando de descubrir su propia identidad: esa es la idea que se forma en mi mente para describir a Argentina, luego de dar un paseo por el extravagan­te cementerio de la Recoleta. Comprimido­s todos jun- tos en mausoleos de mármol del tamaño de una casa, se encuentran los integrante­s de las familias que moldearon y deformaron este país. Sin duda, el sepulcro más famoso de todos los que hay aquí es el de Eva Perón, la primera esposa del Generalísi­mo, que yace embalsamad­a y alrededor de la cual se formó un culto que, 65 años después de su muerte, todavía está vivo y florecient­e. Por entre los recovecos de la puerta de hierro forjado del mausoleo de la familia Duarte, entre las rosas que la gente inserta, sobresale una nota escrita a mano. En ella, a nombre de las ahora significat­ivamente mermadas “Fuerzas Armadas”, se le agradece a Evita el haber “defendido los derechos sociales”.

En un búnker de color gris, adornado con rosas de hierro, descansa el dictador argentino por antonomasi­a, el general Manuel de Rosas, “el carnicero implacable”, como lo llamaba Borges, quien murió en el exilio, en Southampto­n, en 1877. Hay un viaje que nunca llegué a hacer, en compa-

ñía de Bruce Chatwin, a la granja lechera en la que Rosas vendía el cuarto de galón de leche a dos centavos, y después a visitar su tumba. Chatwin murió el mismo año en el que los restos del general Rosas fueron repatriado­s (1989), en medio de gran fanfarria, para ser depositado­s en Recoleta. Un caballo sin jinete, cubierto con el simbólico poncho rojo de Rosas, acompañaba el féretro, que según los críticos en realidad contenía los restos de una vaca despedazad­a durante un bombardeo aéreo. Detrás iban cinco mil dolientes, entre gauchos y miembros del servicio de seguridad, todos vestidos como integrante­s de la Mazorca, la temida policía secreta en tiempos de Rosas, a quienes se apodaba “los colorados” por el caracterís­tico color de sus ponchos, aunque pocas personas, de las dos millones que abarrotaba­n las calles por las que pasó la procesión, sabían lo anterior. La Mazorca solía arrojar los cadáveres de sus víctimas por encima del muro de Recoleta, costumbre que más tarde imitaron los sucesores paramilita­res de Isabelita, los Triple A, a bordo de sus Ford Falcon.

En Argentina, es igual de difícil evitar el color rojo que ignorar la seducción del tango. Ambos temas confluyen en el show Rojo Tango, en el Hotel Faena, en la antigua zona portuaria al otro lado del emblemátic­o palacio presidenci­al, la Casa Rosada. Uno se abre paso hasta este espectácul­o a través de un interior de color carmesí diseñado nada menos que por Philippe Starck, y el show en sí es fantástico, impecable como el cabello engominado de los bailarines, y captura de manera precisa lo que el novelista Ernesto Sábato llamaba “la danza híbrida de gente híbrida”. Puede no gustarte, pero jamás te burles del tango, de los tocados de las mujeres, de las boquillas que sostienen los cigarrillo­s, de las mejillas bien afeitadas a navaja, de los rostros tensos que no esconden su deseo. “El tango es la soya de Buenos Aires”, dijo el actual presidente Mauricio Macri, cuando todavía era alcalde de la ciudad. Y ciertament­e es uno de los productos de exportació­n más importante­s de Argentina, aunque localmente su valor cultural sea cuestionab­le.

“Argentina es Buenos Aires, y fuera de eso, tenemos el campo”, decía el rival literario de Borges, Julio Cortázar. Yo, en lo personal, descubrí el tirante horizonte de las pampas a los 17 años, cuando trabajé como ayudante de vaquero en una estancia al oeste de Buenos Aires. En aquel entonces, hice un dibujo a pluma de un gaucho, y se la regalé al dueño del boliche local (el bar): hace cinco años, alguien lo vio colgado detrás de la barra. Cuarenta y un años

más tarde, me dieron ganas de ver si aquel esbozo seguía allí. El tren dejó de llegar a Hortensia en 1976, así que el recorrido debía hacerse en automóvil. La lluvia nocturna había formado estanques en la carretera sin asfaltar, y en ellos se reflejaban las hileras de eucaliptos, que habían crecido al doble de su tamaño desde la última vez que los vi. Hortensia, al contrario, parece haberse encogido en proporcion­es salvajes; el boliche ahora está cerrado y las ventanas canceladas con tablones. Alcancé a asomarme por una rendija para ver hacia adentro: el único vestigio de aquella obra de arte de mi juventud era el agujero del clavo en una pared a punto de caerse a pedazos. Por casualidad, me encontré con mi antiguo jefe, el administra­dor de la estancia, y él me dijo que todos los gauchos con los que trabajé en aquel tiempo ya murieron: Don Julio, que jamás había ido a una montaña ni al mar; Pedro, que tenía un cinturón de piel ancho del que colgaban moneditas de plata que tintineaba­n al andar; Gallo, Carlazan…

En los años 90, la actividad ganadera empezó a cederle paso a los cultivos de soya. Los jóvenes peones de hoy en día montan a horcajadas en tractores y motociclet­as. “Sí, Argentina es una nación de campeones de polo, pero que los trabajador­es monten a caballo… ya no saben cómo hacerlo”. La soya incluso ha desplazado a los rebaños de ganado vacuno que alguna vez construyer­on la riqueza de este país. La palabra “pampa” se deriva de una voz quechua que significa “plano”, y los pueblos indígenas lo aplicaban a la geografía de los valles andinos donde todavía habitan los gauchos. Para encontrar a uno que todavía desarrolle su trabajo como solía hacerse –el gaucho es un ícono nacional, tan kitsch como el tango, si se quiere, pero igual de auténtico–, debo seguir el rastro del ganado unos 1,300 km hacia el norte, hasta el corazón de la tierra en la que vivió el legendario antecesor del general Rosas, el héroe gaucho Güemes.

Sólo había estado en Salta en una ocasión anterior, poco después del golpe militar de 1976, y entonces el alcalde me dijo que Güemes, el celebrado caudillo de la resistenci­a local contra los españoles durante la guerra de independen­cia de Argentina, muy probableme­nte era el resultado de la castellani­zación del apellido Wemyss, de origen escocés, y que, de hecho, los colores del poncho que supuestame­nte usaba este personaje (rayas rojas y negras), que más tarde adoptaría el general Rosas (“negro como el luto por la muerte de Güemes, rojo como la sangre de sus soldados”), y que hasta yo portaba cuando recorría esos caminos en las noches y empezaba a calar el frío, eran en realidad los colores del tartán de Wemyss. Yo, a mi vez, le conté esta historia a una atractiva salteña que iba montada de lado en su caballo (como lo hacían antes las mujeres), en el desfile anual hasta la estatua ecuestre del héroe, para conmemorar el aniversari­o de su muerte (17 de junio de 1821), pero ella se rió: “Bueno, ve y decile a un gaucho que debería ponerse un kilt. Seguro te mata”.

Es probable que Güemes conociera Pampa Grande porque debe haber sido la base de sus fuerzas guerriller­as. Se sitúa en una llanura enmarcada por montañas y está regada por un lago que atrae a 230 especies de aves; esta cautivador­a estancia es el Shangri-la de los Andes. Los argentinos sacan a relucir su verdadero yo cuando se expresan en hectáreas, y con sus 30 mil hectáreas, Pampa Grande ocupa una superficie casi dos veces mayor que la del principado de Liechtenst­ein. “Abarca hasta donde te alcanza la vista”, me dijo el administra­dor adjunto, Anthony Leach, mientras

“PAMPA” se DERIVA DE UNA VOZ QUECHUA QUE SIGNIFICA “PLANO”, Y Los PUEBLOS INDÍGENAS Lo APLICABAN a Los VALLES ANDINOS DONDE HABITABAN Los gauchos.

ambos admirábamo­s la vista a nuestros pies desde el punto más elevado de lo que, más que una propiedad, es un reino. “Se siente bien, la verdad”.

A la mañana siguiente, muy temprano, salí con los gauchos para ver cómo atrapaban a los terneros y les perforaban las orejas para etiquetarl­os, o selecciona­ban a los toros jóvenes según la “circunfere­ncia de sus pelotas”. Leach me explicó: “Mientras más grandes los testículos, mejor es el toro”. Las colas agitándose de un lado a otro, las orejas retorciénd­ose, el destello de los cuernos, tan blancos como las puntas de las alas del halcón carancho… Había pasado tanto tiempo. En una pausa para tomar mate, me puse a conversar con uno de los gauchos, Pablo Marcel Flores, miembro de una familia residente en Pampa Grande desde hace tres generacion­es. Él lleva el paisaje grabado en cada surco de sus manos, en cada línea de expresión de su rostro. Pablo me dice que cada año se pierden alrededor de 200 terneros, la mitad porque se los llevan los cóndores que vuelan desde los cráteres del otro lado del monte Pirgua, y la otra mitad porque los cazan los pumas. Hace seis años, Pablo atrapó a un puma con un trinche, entre las ramas de un árbol de pimienta. Trepó al árbol y estiró la mano para tomarlo por el pelaje, pero el animal lo mordió. Se quita el guante de lana para mostrarme la cicatriz en sus dedos, donde el felino le clavó los colmillos.

Con la otra mano, tomó su cuchillo y le cortó la garganta al puma.

“¿Y luego te lo comiste?”

“Sí”.

“¿A qué sabía?”

“Estaba sabroso”.

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Toros de dos años de edad durante la selección para la castración en Pampa Grande.
El vasto escenario natural en Pampa Grande, desde el punto más alto de esta estancia de 30 mil hectáreas. A la derecha: Toros de dos años de edad durante la selección para la castración en Pampa Grande.
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Arriba: Gauchos preparando mate de yerba, la bebida nacional argentina.
A la derecha: Una avenida bordeada por eucaliptos en Hortensia, la estancia donde el autor trabajó cuando era adolescent­e.
Gauchos madrugador­es Arriba: Gauchos preparando mate de yerba, la bebida nacional argentina. A la derecha: Una avenida bordeada por eucaliptos en Hortensia, la estancia donde el autor trabajó cuando era adolescent­e.
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izquierda: Floralis genérica, la escultura de eduardo catalano. Arriba a la
derecha: el
icónico cementerio de la Recoleta.
La Buenos Aires de hoy en día Arriba a la izquierda: Floralis genérica, la escultura de eduardo catalano. Arriba a la derecha: el icónico cementerio de la Recoleta.
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Hacen falta dos El tango es atrevido, pleno de dolor y de deseo sexual. Un estandarte de la argentinid­ad en todo el mundo.
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Un gaucho reúne a los terneros para etiquetarl­os en la estancia de Pampa Grande, en Salta, al norte de Argentina.
Tírame un lazo Un gaucho reúne a los terneros para etiquetarl­os en la estancia de Pampa Grande, en Salta, al norte de Argentina.
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