EL NIÑO GUERRERO
Cuando su padre fue asesinado, Wasil Ahmad juró cobrar venganza. Apenas tenía la edad suficiente como para sostener un rifle, pero aun así, se sometía a entrenamientos para combatir a los talibanes. Finalmente, cuando los insurgentes regresaron, Wasil tuv
Wasil Ahmad juró cobrar venganza por el asesinato de su padre a manos de los talibanes. Esta es la trágica historia del pequeño que, a muy temprana edad, se convirtió en un guerrero.
Todas las guerras engendran sus propios héroes, pero algunos adoptan las formas más inesperadas. Wasil Ahmad ha sido uno de los menos predecibles. Tenía tan sólo ocho años cuando la guerra en Afganistán –que ya era un asunto que su familia tomaba personal– lo orilló a emprender la ruta de la venganza.
Una mañana, a una distancia de alrededor de una hora a pie del conjunto de casas donde vivía la familia de Wasil, su padre y tres de sus tíos montaban guardia en un puesto de control policial de reciente construcción. Durante años, mientras los talibanes y el gobierno afgano trataban de arrebatarse el control de esta franja del sur del país, la familia de Wasil se había visto obligada a estar unas veces de un lado, otras veces del otro. Ahora, sin embargo, a medida que el ejército estadounidense empezaba a retirar a sus tropas, los hombres de la familia vislumbraron una oportunidad –y nuevas posibilidades de trabajo– como líderes de una fuerza policial apoyada por los Estados Unidos. Juraron combatir al movimiento Talibán y defender de los insurgentes el valle donde se levantaba su hogar.
Se prepararon para la batalla, la cual se volvió una realidad aquella mañana de verano de 2012, cuando las fuerzas talibanas descendieron por las colinas de la provincia de Uruzgan y atacaron el nuevo puesto de control de la Policía Local Afgana. En pocos minutos, las explosiones de armas de fuego se extendieron por todo el valle de Nawa Sultan Mohammad, y la lucha se extendió hacia los campos circundantes. La policía, al frente de la cual se encontraba Samad, uno de los tíos de Wasil, combatió a los insurgentes toda aquella tarde y hasta que cayó la noche, y lograron aniquilar a 10 talibanes, tras lo cual los atacantes fueron finalmente reprimidos. Des afortunadamente, tres de los suyos también habían caído abatidos por las balas; uno de ellos era Hamidullah, el padre de Wasil.
Esa noche, las tinieblas cayeron sobre los tres pisos del edificio de ladrillos de adobe donde habitaba la familia. Los tíos de Wasil llevaron el cuerpo ensangrentado de Hamidullah al interior de la construcción, y el niño se mantuvo cerca de él, con las mejillas bañadas en llanto. Aún con la escasa luz que había, podía ver la sangre que empapaba la ropa de su padre. Sí, era apenas un niño, pero conocía su mundo lo suficiente como para darse cuenta, sin necesidad de preguntar, quién era responsable de la muerte de su progenitor, y sabía también lo que eso signficaba para él.
A lo largo de las siguientes semanas, la rabia de Wasil se endureció hasta transformar se en una ambición sombría y brutal, algo que lo elevaría ala fama y después lo haría precipitarse al abismo .“Enséñame ad ispa- rar”, le pidió Wasil a su tío Samad cuando tomó la decisión de emparejar las cuentas. “Quiero matar a quien terminó con lavida de mi padre”.
Al principio, la familia de Wasil se las arregló para distraer al niño de esa misión autoasumida por cobrar venganza. “Lo convencimos de seguir yendo a la escuela”, me dijo Merwais Ahmad, otro de los tíos de Wasil. Pero a medida que crecía, el pequeño se negaba a olvidar. A diferencia de mucho de lo que sucede en Afganistán, el odio que Wasil sentía por los talibanes era algo simple. Y también inquebrantable, lo que es otra rareza en esta parte del país donde los talibanes no siempre son el enemigo.
La complicada relación de la familia de Wasil con el movimiento Talibán se remonta algunos años atrás, a los días previos al 9/11, cuando este grupo se hizo con el poder y el tío Samad empezó a escalar posiciones en la estructura de poder local. La motivación de Samad no era la devoción religiosa, sino sus propios intereses: al igual que muchos, quería ver qué tanto podía sacarle a los talibanes. “En aquel tiempo,yo no sabíaqué estababienyqué estaba mal”, me dijo Samad. “A todo el mundo le gusta tener autos, ejercer un poco de poder y estar del lado del gobierno, y el Talibán nos prometía una vida mejor; eso nos animaba”.
Cuando las tropas estadounidenses llegaron a Afganistán, tres años antes de que Wasil naciera, Samad estuvo entre los combatientes que trataron de repelerlos. Ya antes había combatido invasores, cuando en los años 80 luchó contra los soviéticos, entonces como combatiente muyahidín. Ahora que colaboraba con el Talibán, Samad enterraba artefactos explosivos en las carreteras y bajo los puentes, y ayudaba a diseñar chalecos explosivos para ataques suicidas. Cuando Wasil nació, Samad había alcanzado el grado de comandante con las fuerzas talibanas, y a medida que iba creciendo, al chico le embelesaba escuchar las historias de coraje y valor que contaba su tío.
Pero para cuando Wasil cumplió ocho años, Samad había empezado a albergar dudas. En 2012, gracias a los esfuerzos de las autoridades afganas y estadounidenses por ganarse la lealtad de combatientes como él, Samad se separó de las filas talibanas y, junto con 13 de sus hombres, juró lealtad al gobierno afgano apoyado por EE.UU.
Independientemente de que Wasil comprendiera o no la complejidad inherente al hecho de mudar de lealtad, su familia experimentaba ciertos cambios de fortuna. Samad, que ahora era enemigo jurado de los talibanes, pronto fue designado como encargado de la operación de una unidad de la Policía Local Afgana, la única fuerza de seguridad en aquella región. Contrató a Hamidullah, padre de Wasil, que era granjero y conductor de taxi, y también a sus otros dos hermanos, a 30 ex-combatientes talibanes y a 40 residentes locales. Juntos levantaron cinco puestos reforzados de control y empezaron a montar guardias.
Tan sólo era cuestión de tiempo para que las fuerzas talibanas, ansiosos porvengarse de quienes, como Samad y sus hombres, habían desertado de sus filas, descendieron con gran clamor desde las montañas, una mañana, y obligaron a un nuevo huérfano a pensar que él mismo debería hacerles pagar a quienes habían matado a su padre.
Durante los meses siguientes, Wasil suplicó que lo dejaran formar parte de la unidad de policía que dirigía su tío, y para cuando cumplió 10 años, sus constantes ruegos se volvieron un agobio. Merwais me dijo que Samad había terminado por ceder. “Procuraba man- tenerlo contento, así que empezó por decirle: ‘Muy bien, esto es una pistola, tienes que dispararla así…’, y pronto empezó a enseñarle”.
Y de esta manera comenzó el entrenamiento de un niño soldado con un talento único.
Cuando Wasil no estaba en la escuela, él y su tío –algunas veces acompañados por otros miembros de la policía de la unidad– solían tomarsendas pistolas e irse caminando alas colinas. “Empezamos con pistolas, pero luego le di un AK-47”, recuerda Samad. “Y se volvió muy bueno, tenía una excelente puntería a gran distancia”.
Los hombres de Samad estaban impresionados, el chico era un tirador natural y a medida que iba adiestrándose en el manejo de armas más poderosas, menos afectado parecía por el culatazo de las pistolas. No pasó mucho tiempo antes de que Wasil comenzara a manejar lanzagranadas él solo. “Eso lo emocionaba mucho”, recuerda Samad. “Gritaba, reía y, en general, se la pasaba muy bien”. Luego vino el mortero, que se montaba en un soporte de tres patas. Wasil le pidió a su madre que le confeccionara un uniforme de policía, que él se ponía orgullosamente para ir prácticamente a cualquier lado. “No percibía un salario, no era un policía legalmente hablando, pero entrenaba con nosotros”, dice Samad.
En ciertos aspectos, Wasil no era un caso aparte. En Afganistán, se conjuga una serie de factores –la pobreza inextricable, la importancia de salvaguardar el honor de la familia, la alta tasa de deserción y bajas en las fuerzas armadas– que a menudo llevan a una gran cantidad de menores de edad a unirse a la guerra. El año pasado, de acuerdo con investigaciones de la organización Child Soldiers International, la mitad de los puestos de control policial en la provincia de Uruzgan estaban integrados por oficiales que aún no cumplían 18 años de edad.
Las fuerzas talibanas, que han recuperado el control por la vía de la violencia en años recientes en todo el país, han estado usando cada vez más niños combatientes en números que superan los del gobierno. En el norte, en la provincia de Kunduz, donde los talibanes capturaron la capital durante un breve periodo el año pasado, los insurgentes utilizaban las escuelas como campos de entrenamiento de niños soldados destinados a servir como carne de cañón en el frente de batalla: los enseñaban a fabricar y sembrar artefactos explosivos y
“EN SÉÑA ME A DISPARAR”, LE PIDIÓ WA SIL A SU TÍO. “QUIERO MATAR A QUIEN TERMINÓCON LAVIDADE MIPADRE”.
a detonar sus propios chalecos en los puestos de control policial. “La estrategia de las fuerzas talibanas de enviar a cada vez más niños a la guerra es cínica, cruel e ilegal”, dice Patricia Gossman, investigadora senior en Human Rights Watch.
De septiembre de 2010, a diciembre de 2014, 20 menores de 18 años perpetraron ataques suicidas, de acuerdo con un reporte de las Naciones Unidas. En uno de estos incidentes, se adosó un artefacto explosivo a una bicicleta que uno de estos chicos llevó pedaleando en dirección a un vehículo de Ejército Nacional Afgano. La explosión mató a ocho civiles y, desde luego, al propio muchacho.
Aun así, a medida que se preparaba para unirse a las hordas de niños que atienden el llamado de las armas, Wasil seguía siendo distinto: demostraba un nivel de compromiso y una serenidad muy poco usual en alguien de su edad, y estaba ansioso por participar en la lucha. Y a diferencia de los demás niños soldados en esta guerra, a Wasil pronto se le pidió que asumiera una posición de liderazgo.
Aprincipios de 2015, Samad encontró nuevas razones para permitirle a su joven sobrino acercarse un poco más al frente de batalla: necesitaba poder contar con sus hombres porque las fuerzas talibanas se estaban reagrupando en todo el territorio afgano y representaban una amenaza inminente. Incluso algunos miembros de la policía que dirigía Samad, de pronto, adquirieron conciencia de su propio poder y se mostraban rehacios a reconocer su autoridad, y empezaron a tratar de convencer a los residentes locales de que el regreso de los talibanes no sería tan malo. Varios de sus hombres se habían visto implicados en asaltos y robos. En un intento por mejorar la seguridad, los demás policías a menudo recurrían a tácticas muy duras: reunían por la fuerza a los hombres de mayor edad en alguna comunidad y les cortaban las barbas en castigo por cooperar con el Talibán, u obligaban a los residentes a dejar abiertas las puertas de sus casas por la noche, en caso de que la policía quisiera entrar a registrar.
A tan sólo 32 kilómetros de los edificios donde vivía la familia de Wasil, un grupo de unos 2 mil envalentonados insurgentes habían dejado sus refugios en las montañas para asediar los cuarteles generales de distrito de la Policía Local Afgana en Khas Uruzgan. Desde ahí, los talibanes pusieron la mira en la unidad de Samad y en el valle del que él los habíaechado tres años antes.
Para finales de mayo, los talibanes habían iniciado sus ataques en contra de puestos de control policial, obligando alos combatientes de Samad aretirarse cadavez más lejos. En julio, los miembros de las fuerzas policiales reunieron a sus seres queridosyplanearon su últimaretirada: habían ido perdiendo terreno hastaque lo único que pudieron hacerfue refugiarse en el conjunto de edificios donde vivía la familia de Wasil, que por entonces ya se escondía allí. Ahí esperarían a ser rescatados… o lucharían su últimabatalla.
Wasil estaba preparado para lo que pudiera venir. Llevaba puesto el uniforme de policía que su madre le había hecho. Tenía 11 años de edad. Se había vuelto muy bueno en el manejo del rifle, pero todavía no había disparado ni un solo tiro en una batalla real; aún le faltaba experimentar la descarga de adrenalinay el terror durante el combate. Pero esto era para lo que había estado entrenando.
Amedida que los policías y sus familias se acercaban al conjunto habitacional, un grupo de francotiradores talibanes abrieron fuego contra ellos. Dos policías cayeron muertos y Samad quedó inhabilitado al recibir dos impactos de bala, uno de ellos en la pierna.
Wasil estaba en la azotea de un edificio y desde allí, podía ver por encima de los muros que protegían el conjunto. Vio a su tío caído ahí, entre el polvo, posiblemente en trance de muerte mientras los talibanes se iban acercando. Merwais, el otro tío de Wasil, recuerda
“WA SIL ERA UN JOVEN INTELIGENTE, VALIENTE Y CAPAZ DE MANTENER LA CALMA BAJO FUEGO; ADEMÁS, TENÍA MUY BUEN ENTRENAMIENTO”, RECUERDA SU TÍO S AMA D ... PUEDE QUE APENAS FUERA UN NIÑO, PERO W ASILEN C AR NABA AL LÍDER MILITAR EN EL QUE HABÍA ESPERADO CONVERTIRSE.
vívidamente lo que sucedió a continuación. Vio cómo Wasil, que estaba agachado detrás de unos sacos de arena, apuntó cuidadosamente su ametralladora de fabricación rusa. El chico apretó el gatillo y empezó a repeler él mismo a los talibanes, lo que les dio a los hombres que estaban ya dentro del conjunto de edificios suficiente tiempo como para correr hasta donde estaban los heridos y los muertos, y llevarlos adentro.
Samad, malherido, fue llevado hasta un dormitorio de un segundo piso, donde nombró a su sobrino comandante suplente. En ese momento, la unidad de policía apenas contaba con 26 hombres, y Samad pensó que poner a un niño a cargo, a medida que empezaba la verdadera batalla, tenía todo el sentido del mundo. “Era inteligente, valiente y capaz de conservar la calma bajo fuego; además, tenía muy buen entrenamiento”.
El chico asumió sus deberes con gran energía y se dedicó a liderar esa fortaleza improvisada que era su último recurso. Afuera, los talibanes no tardaron en rodear el conjunto, y cientos de ellos disparaban contra su objetivo, desde las montañas y desde el valle, día y noche, a lo largo de lo que al cabo se convirtió en un asedio de tres semanas. Wasil montaba guardia desde su posición en la azotea, y les señalaba las posiciones talibanas a sus compañeros para que abrieran fuego. “Les decía a los soldados que fueran a tal o cual lugar, les daba municiones y disparaba la pesada ametralladora”, me contó Merwais. Puede que apenas fuera un niño, pero Wasil encarnaba al líder militar en el que había esperado convertirse.
Aprincipios de agosto, mientraswasil estaba en la azotea, un artillero talibán disparó una granada autopropulsada contra la gruesa pared de ladrillos de adobe del segundo piso del conjunto de edificios. Los colchones y los muebles de madera de una de las habitaciones de la esquina se empezaron a incendiar y comenzó a salir humo, pero lo más aterrador eran los gritos de dos niños que habían quedado atrapados dentro. La confusión hizo presa de todos en el conjunto, pero Wasil mantuvo la calma. Tomó un receptor de señal de radio y se dirigió a gritos al oficial talibán que lo escuchaba en el otro extremo.
“¡Queremos un cese al fuego!”, gritó; su voz aguda se escuchaba con interferenciay chasquidos en la radio. “Hay dos niños en esa habitación y necesitamos sacarlos”.
Se escucharon más disparos provenientes de las fuerzas talibanas. “¡Sus soldados no se están portando como hombres!”, vociferó Wasil al aparato. “Sólo denos un poco de tiempo para sacar a los niños”. Había algo en el tono insistente de Wasil que traslucía confianza aun en medio del peligro, y eso le resultó admirable al comandante talibán. Dio una orden y las balas enemigas enmudecieron. Wasil hizo que rescataran a los niños de la habitación en llamas.
La tregua fue muy breve. Las adversidades se les iban acumulando. Se estaban quedando sin comida; de hecho, los hombres dewasil habían tenido que empezar a comer pasto hervido para hacer una especie de potaje. Durante todo el mes de agosto, en vista de que el asedio continuaba, Wasil y Samad hablaron en varias ocasiones con comandantes de las fuerzas armadas y con oficiales del gobierno para que fueran a rescatarlos, pero los talibanes tenían el control de las carreteras.
Algo que no imaginaban quienes se habían refugiado en el conjunto habitacional era que los ingenieros talibanes habían estado cavando un túnel para llegar hasta ellos desde el subsuelo. El 21 de agosto, colocaron 3.3 toneladas de explosivos en ese túnel, justo debajo de la muralla alrededor de los edificios. De pronto, una explosión ensordecedora le hizo un gran agujero a uno de los muros de adobe; dos policías resultaron muertos en el acto. En medio de la confusión, Wasil logró ponerse en contacto, a través de la radio, con el jefe de la policía en Tirin Kot. “Acaban de derribar el muro. Vienen por nosotros. Necesitamos un helicóptero”, suplicó.
Veinticuatro horas más tarde, cuatro helicópteros rusos Mi-17, repletos de fuerzas especiales afganas despegaron de Tirin Kot en dirección al conjunto habitacional. Un helicóptero de ataque de EE.UU que iba con ellos, fue el que hizo llover metralla sobre las fuerzas talibanas, haciéndolas huir para protegerse. Los cuatro Mi-17 aterrizaron frente a la fortaleza de adobe y los soldados afganos corrieron hacia el interior. Samad, Merwais, otros 15 combatientes, las dos esposas de Samad, Wasil, su madre, sus tres hermanos y tres primos salieron corriendo agachados en medio de la polvareda que provocaban las hélices en movimiento, y subieron a los aparatos. Poco después, según el gobernador de distrito, los talibanes entraron como un enjambre y quemaron los edificios hasta que de ellos no quedó más que escombros.
Los talibanes se habían apoderado de ese último refugio y del resto del valle, pero las historias ya habían empezado a contarse: una narrativa épica que cautivaría al país entero. Se decía que Wasil había disparado 120 rondas de mortero en un solo día, que manejó un rifle Kalashnikov el tiempo suficiente y lo bastante bien como para aniquilar a seis combatientes talibanes, y que había coordinado la entrega aérea de comida y municiones para salvar las vidas de sus hombres. Se contaban historias de cómo había negociado el cese al fuego momentáneo para rescatar a esos dos niños y de cómo logró concertar el arriesgado rescate con helicópteros. “Luchó con el coraje de 100 hombres”, decía el gobernador de distrito. Fue aclamado como “un león” y hasta los talibanes se referían a él con cierto respeto. Sin embargo, era demasiado pronto entonces para saber lo que esa fama en ebullición ocasionaría a la larga.
Wasil mantenía la mirada fija en el horizonte, mientras el helicóptero avanzabavelozmente por encima de los verdes valles, en dirección hacia Tirin Kot. “Ya estamos fuera de peligro, podemos descansar”, le dijo a su hermano menor, Rabbani, de nueve años. Y una vez que hubo reconfortado así al chico, se volvió hacia los hombres que los acababan de rescatar, y que lo miraban incrédulos: eran miembros de las fuerzas especiales afganas que querían saber si en verdad este muchachito había liderado la defensa del conjunto habitacional durante tres desgarradoras semanas.
Nada más pasar las puertas de Tirin Kot, el helicóptero cruzó zumbando sobre los muros con infinitas huellas de metralla de la meticulosamente fortificada base del Ejército Nacional Afgano y a continuación tocó tierra. Rahimullah Khan, entonces jefe suplente de la policía de la provincia de Uruzgan, los esperaba en la zona de aterrizaje. El chico bajó del aparato con su uniforme cubierto de polvo y un arma de mano colgando de la cintura. Estrechó la mano de Khan y después corrió a ocupar el asiento del copiloto en un automóvil de la policía. “Estaba exhausto y feliz de ya no estar en guerra”, me dijo Khan.
Tirin Kot es una pequeña localidad de casas con paredes de adobe, y entonces, como ahora, era también una ciudad sitiada. El control del gobierno de Afganistán se extiende hasta unos cuantos kilómetros fuera de los muros de este lugar donde habitan 70 mil almas, alrededor del cual hay puestos de control y bolsas de arena a manera de protección, pero aun así hay integrantes de las fuerzas talibanas que han logrado infiltrarse y que de vez en cuando llevan a cabo ataques con aparatos explosivos que “siembran” en las calles.
Para ayudarle awasil avolver a la normalidad, el jefe suplente de lapolicíaalojó alafamilia en su bien resguardada casa de huéspedes, les asignó un estipendio mensual, e hizo los arreglos pertinentes para quewasil pudiera asistir a una escuela cercana. Khan también se aseguró de retirarle a Wasil el arma que portaba. “Las pistolas son nuestros enemigos”, me explicó, “porque cuando portas un arma, te conviertes en un objetivo, ya que eres un combatiente”.
Parawasil no fue fácil aceptar que su participación en la lucha había terminado. Los miembros de su familia y otros que habían sobrevivido al asedio lo trataban como si fuera un guerrero legendario. Samad, en particular, estaba muy orgulloso de la fama de su sobrino y quería honrarlo como el héroe que ante sus ojos era. De inmediato rechazaba a cualquiera que intentara minimizar los logros de su muchacho. “Le hicimos frente al Talibán durante muchos, muchos días; éramos nosotros contra 500 soldados”, me contó. “¡Deberían habernos dado medallas!”.
Sin embargo, a Khan le preocupaba este tipo de biografía épica que se estaba construyendo en torno a Wasil, y, de hecho, le alarmaba que su familia compartiera sus “proezas heroicas” en redes sociales. “Decían: ‘Ah, Wasil hizo esto, Wasil hizo esto otro’, y presumían cómo el chico había matado a éste o a aquél”, me dijo. El jefe suplente de la policía instó a los familiares a ser más discretos al respecto de las hazañas del chico, pues temía que el estatus que se le estaba dando de héroe popular lo pusiera en la mira de los talibanes. Le suplicó a Samad que protegiera a su sobrino, pero Samad era demasiado ambicioso y optó por hacer oídos sordos a esas advertencias. “La familia no aceptó mi ayuda”, me dijo Khan. “Y tomaron el camino equivocado”.
Un par de meses más adelante, la familia de Wasil se mudó de la casa de huéspedes de Khan, argumentando que necesitaban más espacio. Samad estaba muy interesado en seguir construyendo la mitología alrededor de su sobrino y empezó a inculcarle al chico la creencia de que para él no aplicaban las mismas reglas que para los demás. Por ejemplo, le permitía a este pre-adolescente de 11 años conducir por la ciudad en una camioneta pick-up Ford Ranger de la policía. En opinión de Khan, la camioneta era una mala idea, pues darle a un chico un vehículo de la policía difícilmente lo iba a motivar a comportarse como un chico. “Yo estaba tratando de conseguir que admitieran awasil en una escuela en Kabul para que continuara su educación”, me dijo Khan, “pero su familia lo hacía pensar de otra manera”.
A Wasil lo estaban jalando desde direcciones opuestas. “Jugaba futbol y críquet, pero no se comportaba como un niño”, le dijo a la prensa uno de sus compañeros de escuela. “Era más como un adulto, siempre estaba serio”.
Casi todas las mañanas, después del desayuno, Wasil, junto con sus hermanos y sus primos, tomaban tres horas de clase con un maestro que les enseñaba inglés, persa y química. Y se notaba que Wasil progresaba en sus estudios, a pesar de su obsesión por su vida pasada como soldado. “Era un chico inteligente con una mente muy abierta, aprendía rápidamente”, me comentó Mahmoud Khan, el maestro de Wasil. “Pero siempre estaba pensando en armas y hablando de ellas. Le dije que tenía que dejar eso atrás y concentrarse en el aprendizaje”.
A principios de febrero de 2016, seis meses después del sitio del conjunto habitacional, unavez que terminaron sus oraciones de mediodía, Wasil y dos de sus primos salieron del fraccionamiento cerrado porque querían comprar fruta. Normalmente, la familia evitaba que salieran a las calles sin guardaespaldas, pero había un puesto de frutas y verduras justo enfrente, y tan sólo era cosa de atravesar la carretera, a 30 segundos de las murallas protectoras.
Wasil cruzó la carretera, mientras que sus primos decidieron inspeccionar mejor otro puesto. El chico estaba supervisando las naranjas, plátanos y manzanas, y charlaba un poco con el vendedor cuando dos tipos a bordo de una motocicleta se acercaron a él por detrás.
Se escucharon dos disparos de pistola y Wasil dio dos pasos hacia atrás, tambaleándose. “Después del primer disparo, lo único que alcanzó a decir fue: ‘Me dieron’. Y entonces vino el segundo tiro, que lo impactó en la cabeza, y cayó”, contó un testigo. “Las manzanas que acababa de comprar estaban cubiertas de sangre”. Los asesinos se alejaron de ahí en la motocicleta, a toda velocidad, y desaparecieron.
Samad estaba durmiendo la siesta, pero se levantó al oír los alaridos de sus sobrinos. “¡Le dispararon awasil!”, gritaban. El tío salió corriendo y encontró al chico tirado en un charco de sangre, inconsciente. Llegó una ambulancia y lo llevaron a toda prisa al hospital, y de ahí lo trasladaron a Kandahar por vía aérea, pero Wasil falleció en el trayecto.
Al día siguiente, su familia envolvió el cuerpo en un sudario de tela blanca y lo llevaron al cementerio en su Ford Ranger. 600 personas asistieron al funeral; la vista del pequeño cadáver conmovió a muchos hasta las lágrimas. “Era apenas un niño”, me dijo el periodista Najeeb Latif, quien estaba presente ese día. Samad también estaba llorando. Lattif me comentó que entre sollozos, decía que le habían matado a su mano derecha.
Seis semanas después del asesinato de Wasil, fui a visitar su tumba junto con su hermano menor, Rabbani, y su tío Merwais. Samad se había mudado a Khas Uruzgan para empezar un periodo de tres meses a prueba como jefe de la policía de distrito. El nuevo gobernador de Uruzgan, Wazeer Khararoti, me dijo de él: “Es un buen combatiente, sabe cómo luchar contra los talibanes, pero uno tiene que jalarle las riendas, como a los caballos, y no dejarlo ir demasiado lejos”.
Nos subimos todos a un vehículo 4x4 blindado y nos dirigimos en convoy hacia el cementerio (íbamos resguardados por una Land Cruiser negra y una Humvee, ambas repletas de policías, al menos una docena). Llegamos hasta las faldas de una colina yerma, cubierta de marcas que señalan dónde hay una tumba: unas simples ramitas adornadas con banderas. La policía adoptó sus posiciones y yo seguí al tío y al hermano hasta la tumba de Wasil, señalada apenas con algunas piedras, trozos de cemento y dos ramas de sauce de las que colgaban pedazos de tela de colores. “Esto es sólo temporal”, me dijo Merwais, “porque nos lo vamos a llevar a casa tan pronto como Nawa Sultan Mohammed deje de estar en manos de los talibanes”.
En los días siguientes a la muerte de Wasil, mientras las alabanzas a su valentía inundaban las redes sociales, los talibanes se adjudicaron la responsabilidad por su asesinato, de acuerdo con The Independent. Sin embargo, cuando por fin me respondió un vocero de los insurgentes al teléfono, dio marcha atrás y sólo aceptó que “era posible” que el Talibán lo hubiera asesinado. Le reprochó a la policía afgana el haber impulsado al chico a unirse a la guerra y por elevarlo a la estatura de héroe.
Esa sensación –la de que tanto celebrar las hazañas de Wasil contribuyeron a su muerte demasiado temprana– es algo que el gobernador de esta región, Wazeer Khararoti, también comparte. “Era sólo un niño y no tenemos derecho a convertirlo en héroe”, argumentó. “Si hay otros niños que ven esto, ¿qué idea se formarán? Querrán dejar la escuela y se dirán a sí mismos: ‘Yo también quiero ser un héroe’”.
Sin embargo, este punto de vista del gobernador no es popular, en general, entre los duros combatientes que luchan y mueren en las zona rurales de Afganistán, que han caído presas de la violencia. Ellos aceptan, no sin rencor, los sombríos ciclos que la guerra tiende a perpetuar.
Cuando estuve en Kabul, tuve la oportunidad de entrevistar a un viejo soldado muyahidín –un amigo leal de Samad–, quien ahora es funcionario del Parlamento. Su nombre es Haji Obaidullah Barakzai, y hace cinco años un soldado talibán asesinó a su hijo de 27 años, al tiempo que el hijo de éste –nieto de Barakzai– veía todo desde un automóvil cerca de ahí. El incidente fue escalofriantemente parecido al que había orillado a Wasil a querer cobrar venganza, y, de hecho, inspiró la misma respuesta en ese chico. Ahora tiene ocho años y hay un pensamiento recurrente que lo consume: “Quiero matar al talibán que mató a mi padre”, me dijo, con un dejo de timidez.
Barakzai todavía no lo había llevado al campo de prácticas de tiro, pero él mismo me confirmó que lo más probable es que ese día no estuviera muy lejos. “Yo suelo comprarle pistolas de plástico a mi nieto”, señaló, “para que esté preparado”.
“WA SIL ERA UN CHICO INTELIGENTE CON UNA MENTE A BIERTA, PERO SIEMPRE ESTABA PENSANDO EN ARMAS O HABLANDO DE ELLA S”.