GQ Latinoamerica

EL NIÑO GUERRERO

Cuando su padre fue asesinado, Wasil Ahmad juró cobrar venganza. Apenas tenía la edad suficiente como para sostener un rifle, pero aun así, se sometía a entrenamie­ntos para combatir a los talibanes. Finalmente, cuando los insurgente­s regresaron, Wasil tuv

- Por Joshua Hammer

Wasil Ahmad juró cobrar venganza por el asesinato de su padre a manos de los talibanes. Esta es la trágica historia del pequeño que, a muy temprana edad, se convirtió en un guerrero.

Todas las guerras engendran sus propios héroes, pero algunos adoptan las formas más inesperada­s. Wasil Ahmad ha sido uno de los menos predecible­s. Tenía tan sólo ocho años cuando la guerra en Afganistán –que ya era un asunto que su familia tomaba personal– lo orilló a emprender la ruta de la venganza.

Una mañana, a una distancia de alrededor de una hora a pie del conjunto de casas donde vivía la familia de Wasil, su padre y tres de sus tíos montaban guardia en un puesto de control policial de reciente construcci­ón. Durante años, mientras los talibanes y el gobierno afgano trataban de arrebatars­e el control de esta franja del sur del país, la familia de Wasil se había visto obligada a estar unas veces de un lado, otras veces del otro. Ahora, sin embargo, a medida que el ejército estadounid­ense empezaba a retirar a sus tropas, los hombres de la familia vislumbrar­on una oportunida­d –y nuevas posibilida­des de trabajo– como líderes de una fuerza policial apoyada por los Estados Unidos. Juraron combatir al movimiento Talibán y defender de los insurgente­s el valle donde se levantaba su hogar.

Se prepararon para la batalla, la cual se volvió una realidad aquella mañana de verano de 2012, cuando las fuerzas talibanas descendier­on por las colinas de la provincia de Uruzgan y atacaron el nuevo puesto de control de la Policía Local Afgana. En pocos minutos, las explosione­s de armas de fuego se extendiero­n por todo el valle de Nawa Sultan Mohammad, y la lucha se extendió hacia los campos circundant­es. La policía, al frente de la cual se encontraba Samad, uno de los tíos de Wasil, combatió a los insurgente­s toda aquella tarde y hasta que cayó la noche, y lograron aniquilar a 10 talibanes, tras lo cual los atacantes fueron finalmente reprimidos. Des afortunada­mente, tres de los suyos también habían caído abatidos por las balas; uno de ellos era Hamidullah, el padre de Wasil.

Esa noche, las tinieblas cayeron sobre los tres pisos del edificio de ladrillos de adobe donde habitaba la familia. Los tíos de Wasil llevaron el cuerpo ensangrent­ado de Hamidullah al interior de la construcci­ón, y el niño se mantuvo cerca de él, con las mejillas bañadas en llanto. Aún con la escasa luz que había, podía ver la sangre que empapaba la ropa de su padre. Sí, era apenas un niño, pero conocía su mundo lo suficiente como para darse cuenta, sin necesidad de preguntar, quién era responsabl­e de la muerte de su progenitor, y sabía también lo que eso signficaba para él.

A lo largo de las siguientes semanas, la rabia de Wasil se endureció hasta transforma­r se en una ambición sombría y brutal, algo que lo elevaría ala fama y después lo haría precipitar­se al abismo .“Enséñame ad ispa- rar”, le pidió Wasil a su tío Samad cuando tomó la decisión de emparejar las cuentas. “Quiero matar a quien terminó con lavida de mi padre”.

Al principio, la familia de Wasil se las arregló para distraer al niño de esa misión autoasumid­a por cobrar venganza. “Lo convencimo­s de seguir yendo a la escuela”, me dijo Merwais Ahmad, otro de los tíos de Wasil. Pero a medida que crecía, el pequeño se negaba a olvidar. A diferencia de mucho de lo que sucede en Afganistán, el odio que Wasil sentía por los talibanes era algo simple. Y también inquebrant­able, lo que es otra rareza en esta parte del país donde los talibanes no siempre son el enemigo.

La complicada relación de la familia de Wasil con el movimiento Talibán se remonta algunos años atrás, a los días previos al 9/11, cuando este grupo se hizo con el poder y el tío Samad empezó a escalar posiciones en la estructura de poder local. La motivación de Samad no era la devoción religiosa, sino sus propios intereses: al igual que muchos, quería ver qué tanto podía sacarle a los talibanes. “En aquel tiempo,yo no sabíaqué estababien­yqué estaba mal”, me dijo Samad. “A todo el mundo le gusta tener autos, ejercer un poco de poder y estar del lado del gobierno, y el Talibán nos prometía una vida mejor; eso nos animaba”.

Cuando las tropas estadounid­enses llegaron a Afganistán, tres años antes de que Wasil naciera, Samad estuvo entre los combatient­es que trataron de repelerlos. Ya antes había combatido invasores, cuando en los años 80 luchó contra los soviéticos, entonces como combatient­e muyahidín. Ahora que colaboraba con el Talibán, Samad enterraba artefactos explosivos en las carreteras y bajo los puentes, y ayudaba a diseñar chalecos explosivos para ataques suicidas. Cuando Wasil nació, Samad había alcanzado el grado de comandante con las fuerzas talibanas, y a medida que iba creciendo, al chico le embelesaba escuchar las historias de coraje y valor que contaba su tío.

Pero para cuando Wasil cumplió ocho años, Samad había empezado a albergar dudas. En 2012, gracias a los esfuerzos de las autoridade­s afganas y estadounid­enses por ganarse la lealtad de combatient­es como él, Samad se separó de las filas talibanas y, junto con 13 de sus hombres, juró lealtad al gobierno afgano apoyado por EE.UU.

Independie­ntemente de que Wasil comprendie­ra o no la complejida­d inherente al hecho de mudar de lealtad, su familia experiment­aba ciertos cambios de fortuna. Samad, que ahora era enemigo jurado de los talibanes, pronto fue designado como encargado de la operación de una unidad de la Policía Local Afgana, la única fuerza de seguridad en aquella región. Contrató a Hamidullah, padre de Wasil, que era granjero y conductor de taxi, y también a sus otros dos hermanos, a 30 ex-combatient­es talibanes y a 40 residentes locales. Juntos levantaron cinco puestos reforzados de control y empezaron a montar guardias.

Tan sólo era cuestión de tiempo para que las fuerzas talibanas, ansiosos porvengars­e de quienes, como Samad y sus hombres, habían desertado de sus filas, descendier­on con gran clamor desde las montañas, una mañana, y obligaron a un nuevo huérfano a pensar que él mismo debería hacerles pagar a quienes habían matado a su padre.

Durante los meses siguientes, Wasil suplicó que lo dejaran formar parte de la unidad de policía que dirigía su tío, y para cuando cumplió 10 años, sus constantes ruegos se volvieron un agobio. Merwais me dijo que Samad había terminado por ceder. “Procuraba man- tenerlo contento, así que empezó por decirle: ‘Muy bien, esto es una pistola, tienes que dispararla así…’, y pronto empezó a enseñarle”.

Y de esta manera comenzó el entrenamie­nto de un niño soldado con un talento único.

Cuando Wasil no estaba en la escuela, él y su tío –algunas veces acompañado­s por otros miembros de la policía de la unidad– solían tomarsenda­s pistolas e irse caminando alas colinas. “Empezamos con pistolas, pero luego le di un AK-47”, recuerda Samad. “Y se volvió muy bueno, tenía una excelente puntería a gran distancia”.

Los hombres de Samad estaban impresiona­dos, el chico era un tirador natural y a medida que iba adiestránd­ose en el manejo de armas más poderosas, menos afectado parecía por el culatazo de las pistolas. No pasó mucho tiempo antes de que Wasil comenzara a manejar lanzagrana­das él solo. “Eso lo emocionaba mucho”, recuerda Samad. “Gritaba, reía y, en general, se la pasaba muy bien”. Luego vino el mortero, que se montaba en un soporte de tres patas. Wasil le pidió a su madre que le confeccion­ara un uniforme de policía, que él se ponía orgullosam­ente para ir prácticame­nte a cualquier lado. “No percibía un salario, no era un policía legalmente hablando, pero entrenaba con nosotros”, dice Samad.

En ciertos aspectos, Wasil no era un caso aparte. En Afganistán, se conjuga una serie de factores –la pobreza inextricab­le, la importanci­a de salvaguard­ar el honor de la familia, la alta tasa de deserción y bajas en las fuerzas armadas– que a menudo llevan a una gran cantidad de menores de edad a unirse a la guerra. El año pasado, de acuerdo con investigac­iones de la organizaci­ón Child Soldiers Internatio­nal, la mitad de los puestos de control policial en la provincia de Uruzgan estaban integrados por oficiales que aún no cumplían 18 años de edad.

Las fuerzas talibanas, que han recuperado el control por la vía de la violencia en años recientes en todo el país, han estado usando cada vez más niños combatient­es en números que superan los del gobierno. En el norte, en la provincia de Kunduz, donde los talibanes capturaron la capital durante un breve periodo el año pasado, los insurgente­s utilizaban las escuelas como campos de entrenamie­nto de niños soldados destinados a servir como carne de cañón en el frente de batalla: los enseñaban a fabricar y sembrar artefactos explosivos y

“EN SÉÑA ME A DISPARAR”, LE PIDIÓ WA SIL A SU TÍO. “QUIERO MATAR A QUIEN TERMINÓCON LAVIDADE MIPADRE”.

a detonar sus propios chalecos en los puestos de control policial. “La estrategia de las fuerzas talibanas de enviar a cada vez más niños a la guerra es cínica, cruel e ilegal”, dice Patricia Gossman, investigad­ora senior en Human Rights Watch.

De septiembre de 2010, a diciembre de 2014, 20 menores de 18 años perpetraro­n ataques suicidas, de acuerdo con un reporte de las Naciones Unidas. En uno de estos incidentes, se adosó un artefacto explosivo a una bicicleta que uno de estos chicos llevó pedaleando en dirección a un vehículo de Ejército Nacional Afgano. La explosión mató a ocho civiles y, desde luego, al propio muchacho.

Aun así, a medida que se preparaba para unirse a las hordas de niños que atienden el llamado de las armas, Wasil seguía siendo distinto: demostraba un nivel de compromiso y una serenidad muy poco usual en alguien de su edad, y estaba ansioso por participar en la lucha. Y a diferencia de los demás niños soldados en esta guerra, a Wasil pronto se le pidió que asumiera una posición de liderazgo.

Aprincipio­s de 2015, Samad encontró nuevas razones para permitirle a su joven sobrino acercarse un poco más al frente de batalla: necesitaba poder contar con sus hombres porque las fuerzas talibanas se estaban reagrupand­o en todo el territorio afgano y representa­ban una amenaza inminente. Incluso algunos miembros de la policía que dirigía Samad, de pronto, adquiriero­n conciencia de su propio poder y se mostraban rehacios a reconocer su autoridad, y empezaron a tratar de convencer a los residentes locales de que el regreso de los talibanes no sería tan malo. Varios de sus hombres se habían visto implicados en asaltos y robos. En un intento por mejorar la seguridad, los demás policías a menudo recurrían a tácticas muy duras: reunían por la fuerza a los hombres de mayor edad en alguna comunidad y les cortaban las barbas en castigo por cooperar con el Talibán, u obligaban a los residentes a dejar abiertas las puertas de sus casas por la noche, en caso de que la policía quisiera entrar a registrar.

A tan sólo 32 kilómetros de los edificios donde vivía la familia de Wasil, un grupo de unos 2 mil envalenton­ados insurgente­s habían dejado sus refugios en las montañas para asediar los cuarteles generales de distrito de la Policía Local Afgana en Khas Uruzgan. Desde ahí, los talibanes pusieron la mira en la unidad de Samad y en el valle del que él los habíaechad­o tres años antes.

Para finales de mayo, los talibanes habían iniciado sus ataques en contra de puestos de control policial, obligando alos combatient­es de Samad aretirarse cadavez más lejos. En julio, los miembros de las fuerzas policiales reunieron a sus seres queridosyp­lanearon su últimareti­rada: habían ido perdiendo terreno hastaque lo único que pudieron hacerfue refugiarse en el conjunto de edificios donde vivía la familia de Wasil, que por entonces ya se escondía allí. Ahí esperarían a ser rescatados… o lucharían su últimabata­lla.

Wasil estaba preparado para lo que pudiera venir. Llevaba puesto el uniforme de policía que su madre le había hecho. Tenía 11 años de edad. Se había vuelto muy bueno en el manejo del rifle, pero todavía no había disparado ni un solo tiro en una batalla real; aún le faltaba experiment­ar la descarga de adrenalina­y el terror durante el combate. Pero esto era para lo que había estado entrenando.

Amedida que los policías y sus familias se acercaban al conjunto habitacion­al, un grupo de francotira­dores talibanes abrieron fuego contra ellos. Dos policías cayeron muertos y Samad quedó inhabilita­do al recibir dos impactos de bala, uno de ellos en la pierna.

Wasil estaba en la azotea de un edificio y desde allí, podía ver por encima de los muros que protegían el conjunto. Vio a su tío caído ahí, entre el polvo, posiblemen­te en trance de muerte mientras los talibanes se iban acercando. Merwais, el otro tío de Wasil, recuerda

“WA SIL ERA UN JOVEN INTELIGENT­E, VALIENTE Y CAPAZ DE MANTENER LA CALMA BAJO FUEGO; ADEMÁS, TENÍA MUY BUEN ENTRENAMIE­NTO”, RECUERDA SU TÍO S AMA D ... PUEDE QUE APENAS FUERA UN NIÑO, PERO W ASILEN C AR NABA AL LÍDER MILITAR EN EL QUE HABÍA ESPERADO CONVERTIRS­E.

vívidament­e lo que sucedió a continuaci­ón. Vio cómo Wasil, que estaba agachado detrás de unos sacos de arena, apuntó cuidadosam­ente su ametrallad­ora de fabricació­n rusa. El chico apretó el gatillo y empezó a repeler él mismo a los talibanes, lo que les dio a los hombres que estaban ya dentro del conjunto de edificios suficiente tiempo como para correr hasta donde estaban los heridos y los muertos, y llevarlos adentro.

Samad, malherido, fue llevado hasta un dormitorio de un segundo piso, donde nombró a su sobrino comandante suplente. En ese momento, la unidad de policía apenas contaba con 26 hombres, y Samad pensó que poner a un niño a cargo, a medida que empezaba la verdadera batalla, tenía todo el sentido del mundo. “Era inteligent­e, valiente y capaz de conservar la calma bajo fuego; además, tenía muy buen entrenamie­nto”.

El chico asumió sus deberes con gran energía y se dedicó a liderar esa fortaleza improvisad­a que era su último recurso. Afuera, los talibanes no tardaron en rodear el conjunto, y cientos de ellos disparaban contra su objetivo, desde las montañas y desde el valle, día y noche, a lo largo de lo que al cabo se convirtió en un asedio de tres semanas. Wasil montaba guardia desde su posición en la azotea, y les señalaba las posiciones talibanas a sus compañeros para que abrieran fuego. “Les decía a los soldados que fueran a tal o cual lugar, les daba municiones y disparaba la pesada ametrallad­ora”, me contó Merwais. Puede que apenas fuera un niño, pero Wasil encarnaba al líder militar en el que había esperado convertirs­e.

Aprincipio­s de agosto, mientraswa­sil estaba en la azotea, un artillero talibán disparó una granada autopropul­sada contra la gruesa pared de ladrillos de adobe del segundo piso del conjunto de edificios. Los colchones y los muebles de madera de una de las habitacion­es de la esquina se empezaron a incendiar y comenzó a salir humo, pero lo más aterrador eran los gritos de dos niños que habían quedado atrapados dentro. La confusión hizo presa de todos en el conjunto, pero Wasil mantuvo la calma. Tomó un receptor de señal de radio y se dirigió a gritos al oficial talibán que lo escuchaba en el otro extremo.

“¡Queremos un cese al fuego!”, gritó; su voz aguda se escuchaba con interferen­ciay chasquidos en la radio. “Hay dos niños en esa habitación y necesitamo­s sacarlos”.

Se escucharon más disparos provenient­es de las fuerzas talibanas. “¡Sus soldados no se están portando como hombres!”, vociferó Wasil al aparato. “Sólo denos un poco de tiempo para sacar a los niños”. Había algo en el tono insistente de Wasil que traslucía confianza aun en medio del peligro, y eso le resultó admirable al comandante talibán. Dio una orden y las balas enemigas enmudecier­on. Wasil hizo que rescataran a los niños de la habitación en llamas.

La tregua fue muy breve. Las adversidad­es se les iban acumulando. Se estaban quedando sin comida; de hecho, los hombres dewasil habían tenido que empezar a comer pasto hervido para hacer una especie de potaje. Durante todo el mes de agosto, en vista de que el asedio continuaba, Wasil y Samad hablaron en varias ocasiones con comandante­s de las fuerzas armadas y con oficiales del gobierno para que fueran a rescatarlo­s, pero los talibanes tenían el control de las carreteras.

Algo que no imaginaban quienes se habían refugiado en el conjunto habitacion­al era que los ingenieros talibanes habían estado cavando un túnel para llegar hasta ellos desde el subsuelo. El 21 de agosto, colocaron 3.3 toneladas de explosivos en ese túnel, justo debajo de la muralla alrededor de los edificios. De pronto, una explosión ensordeced­ora le hizo un gran agujero a uno de los muros de adobe; dos policías resultaron muertos en el acto. En medio de la confusión, Wasil logró ponerse en contacto, a través de la radio, con el jefe de la policía en Tirin Kot. “Acaban de derribar el muro. Vienen por nosotros. Necesitamo­s un helicópter­o”, suplicó.

Veinticuat­ro horas más tarde, cuatro helicópter­os rusos Mi-17, repletos de fuerzas especiales afganas despegaron de Tirin Kot en dirección al conjunto habitacion­al. Un helicópter­o de ataque de EE.UU que iba con ellos, fue el que hizo llover metralla sobre las fuerzas talibanas, haciéndola­s huir para protegerse. Los cuatro Mi-17 aterrizaro­n frente a la fortaleza de adobe y los soldados afganos corrieron hacia el interior. Samad, Merwais, otros 15 combatient­es, las dos esposas de Samad, Wasil, su madre, sus tres hermanos y tres primos salieron corriendo agachados en medio de la polvareda que provocaban las hélices en movimiento, y subieron a los aparatos. Poco después, según el gobernador de distrito, los talibanes entraron como un enjambre y quemaron los edificios hasta que de ellos no quedó más que escombros.

Los talibanes se habían apoderado de ese último refugio y del resto del valle, pero las historias ya habían empezado a contarse: una narrativa épica que cautivaría al país entero. Se decía que Wasil había disparado 120 rondas de mortero en un solo día, que manejó un rifle Kalashniko­v el tiempo suficiente y lo bastante bien como para aniquilar a seis combatient­es talibanes, y que había coordinado la entrega aérea de comida y municiones para salvar las vidas de sus hombres. Se contaban historias de cómo había negociado el cese al fuego momentáneo para rescatar a esos dos niños y de cómo logró concertar el arriesgado rescate con helicópter­os. “Luchó con el coraje de 100 hombres”, decía el gobernador de distrito. Fue aclamado como “un león” y hasta los talibanes se referían a él con cierto respeto. Sin embargo, era demasiado pronto entonces para saber lo que esa fama en ebullición ocasionarí­a a la larga.

Wasil mantenía la mirada fija en el horizonte, mientras el helicópter­o avanzabave­lozmente por encima de los verdes valles, en dirección hacia Tirin Kot. “Ya estamos fuera de peligro, podemos descansar”, le dijo a su hermano menor, Rabbani, de nueve años. Y una vez que hubo reconforta­do así al chico, se volvió hacia los hombres que los acababan de rescatar, y que lo miraban incrédulos: eran miembros de las fuerzas especiales afganas que querían saber si en verdad este muchachito había liderado la defensa del conjunto habitacion­al durante tres desgarrado­ras semanas.

Nada más pasar las puertas de Tirin Kot, el helicópter­o cruzó zumbando sobre los muros con infinitas huellas de metralla de la meticulosa­mente fortificad­a base del Ejército Nacional Afgano y a continuaci­ón tocó tierra. Rahimullah Khan, entonces jefe suplente de la policía de la provincia de Uruzgan, los esperaba en la zona de aterrizaje. El chico bajó del aparato con su uniforme cubierto de polvo y un arma de mano colgando de la cintura. Estrechó la mano de Khan y después corrió a ocupar el asiento del copiloto en un automóvil de la policía. “Estaba exhausto y feliz de ya no estar en guerra”, me dijo Khan.

Tirin Kot es una pequeña localidad de casas con paredes de adobe, y entonces, como ahora, era también una ciudad sitiada. El control del gobierno de Afganistán se extiende hasta unos cuantos kilómetros fuera de los muros de este lugar donde habitan 70 mil almas, alrededor del cual hay puestos de control y bolsas de arena a manera de protección, pero aun así hay integrante­s de las fuerzas talibanas que han logrado infiltrars­e y que de vez en cuando llevan a cabo ataques con aparatos explosivos que “siembran” en las calles.

Para ayudarle awasil avolver a la normalidad, el jefe suplente de lapolicíaa­lojó alafamilia en su bien resguardad­a casa de huéspedes, les asignó un estipendio mensual, e hizo los arreglos pertinente­s para quewasil pudiera asistir a una escuela cercana. Khan también se aseguró de retirarle a Wasil el arma que portaba. “Las pistolas son nuestros enemigos”, me explicó, “porque cuando portas un arma, te conviertes en un objetivo, ya que eres un combatient­e”.

Parawasil no fue fácil aceptar que su participac­ión en la lucha había terminado. Los miembros de su familia y otros que habían sobrevivid­o al asedio lo trataban como si fuera un guerrero legendario. Samad, en particular, estaba muy orgulloso de la fama de su sobrino y quería honrarlo como el héroe que ante sus ojos era. De inmediato rechazaba a cualquiera que intentara minimizar los logros de su muchacho. “Le hicimos frente al Talibán durante muchos, muchos días; éramos nosotros contra 500 soldados”, me contó. “¡Deberían habernos dado medallas!”.

Sin embargo, a Khan le preocupaba este tipo de biografía épica que se estaba construyen­do en torno a Wasil, y, de hecho, le alarmaba que su familia compartier­a sus “proezas heroicas” en redes sociales. “Decían: ‘Ah, Wasil hizo esto, Wasil hizo esto otro’, y presumían cómo el chico había matado a éste o a aquél”, me dijo. El jefe suplente de la policía instó a los familiares a ser más discretos al respecto de las hazañas del chico, pues temía que el estatus que se le estaba dando de héroe popular lo pusiera en la mira de los talibanes. Le suplicó a Samad que protegiera a su sobrino, pero Samad era demasiado ambicioso y optó por hacer oídos sordos a esas advertenci­as. “La familia no aceptó mi ayuda”, me dijo Khan. “Y tomaron el camino equivocado”.

Un par de meses más adelante, la familia de Wasil se mudó de la casa de huéspedes de Khan, argumentan­do que necesitaba­n más espacio. Samad estaba muy interesado en seguir construyen­do la mitología alrededor de su sobrino y empezó a inculcarle al chico la creencia de que para él no aplicaban las mismas reglas que para los demás. Por ejemplo, le permitía a este pre-adolescent­e de 11 años conducir por la ciudad en una camioneta pick-up Ford Ranger de la policía. En opinión de Khan, la camioneta era una mala idea, pues darle a un chico un vehículo de la policía difícilmen­te lo iba a motivar a comportars­e como un chico. “Yo estaba tratando de conseguir que admitieran awasil en una escuela en Kabul para que continuara su educación”, me dijo Khan, “pero su familia lo hacía pensar de otra manera”.

A Wasil lo estaban jalando desde direccione­s opuestas. “Jugaba futbol y críquet, pero no se comportaba como un niño”, le dijo a la prensa uno de sus compañeros de escuela. “Era más como un adulto, siempre estaba serio”.

Casi todas las mañanas, después del desayuno, Wasil, junto con sus hermanos y sus primos, tomaban tres horas de clase con un maestro que les enseñaba inglés, persa y química. Y se notaba que Wasil progresaba en sus estudios, a pesar de su obsesión por su vida pasada como soldado. “Era un chico inteligent­e con una mente muy abierta, aprendía rápidament­e”, me comentó Mahmoud Khan, el maestro de Wasil. “Pero siempre estaba pensando en armas y hablando de ellas. Le dije que tenía que dejar eso atrás y concentrar­se en el aprendizaj­e”.

A principios de febrero de 2016, seis meses después del sitio del conjunto habitacion­al, unavez que terminaron sus oraciones de mediodía, Wasil y dos de sus primos salieron del fraccionam­iento cerrado porque querían comprar fruta. Normalment­e, la familia evitaba que salieran a las calles sin guardaespa­ldas, pero había un puesto de frutas y verduras justo enfrente, y tan sólo era cosa de atravesar la carretera, a 30 segundos de las murallas protectora­s.

Wasil cruzó la carretera, mientras que sus primos decidieron inspeccion­ar mejor otro puesto. El chico estaba supervisan­do las naranjas, plátanos y manzanas, y charlaba un poco con el vendedor cuando dos tipos a bordo de una motociclet­a se acercaron a él por detrás.

Se escucharon dos disparos de pistola y Wasil dio dos pasos hacia atrás, tambaleánd­ose. “Después del primer disparo, lo único que alcanzó a decir fue: ‘Me dieron’. Y entonces vino el segundo tiro, que lo impactó en la cabeza, y cayó”, contó un testigo. “Las manzanas que acababa de comprar estaban cubiertas de sangre”. Los asesinos se alejaron de ahí en la motociclet­a, a toda velocidad, y desapareci­eron.

Samad estaba durmiendo la siesta, pero se levantó al oír los alaridos de sus sobrinos. “¡Le dispararon awasil!”, gritaban. El tío salió corriendo y encontró al chico tirado en un charco de sangre, inconscien­te. Llegó una ambulancia y lo llevaron a toda prisa al hospital, y de ahí lo trasladaro­n a Kandahar por vía aérea, pero Wasil falleció en el trayecto.

Al día siguiente, su familia envolvió el cuerpo en un sudario de tela blanca y lo llevaron al cementerio en su Ford Ranger. 600 personas asistieron al funeral; la vista del pequeño cadáver conmovió a muchos hasta las lágrimas. “Era apenas un niño”, me dijo el periodista Najeeb Latif, quien estaba presente ese día. Samad también estaba llorando. Lattif me comentó que entre sollozos, decía que le habían matado a su mano derecha.

Seis semanas después del asesinato de Wasil, fui a visitar su tumba junto con su hermano menor, Rabbani, y su tío Merwais. Samad se había mudado a Khas Uruzgan para empezar un periodo de tres meses a prueba como jefe de la policía de distrito. El nuevo gobernador de Uruzgan, Wazeer Khararoti, me dijo de él: “Es un buen combatient­e, sabe cómo luchar contra los talibanes, pero uno tiene que jalarle las riendas, como a los caballos, y no dejarlo ir demasiado lejos”.

Nos subimos todos a un vehículo 4x4 blindado y nos dirigimos en convoy hacia el cementerio (íbamos resguardad­os por una Land Cruiser negra y una Humvee, ambas repletas de policías, al menos una docena). Llegamos hasta las faldas de una colina yerma, cubierta de marcas que señalan dónde hay una tumba: unas simples ramitas adornadas con banderas. La policía adoptó sus posiciones y yo seguí al tío y al hermano hasta la tumba de Wasil, señalada apenas con algunas piedras, trozos de cemento y dos ramas de sauce de las que colgaban pedazos de tela de colores. “Esto es sólo temporal”, me dijo Merwais, “porque nos lo vamos a llevar a casa tan pronto como Nawa Sultan Mohammed deje de estar en manos de los talibanes”.

En los días siguientes a la muerte de Wasil, mientras las alabanzas a su valentía inundaban las redes sociales, los talibanes se adjudicaro­n la responsabi­lidad por su asesinato, de acuerdo con The Independen­t. Sin embargo, cuando por fin me respondió un vocero de los insurgente­s al teléfono, dio marcha atrás y sólo aceptó que “era posible” que el Talibán lo hubiera asesinado. Le reprochó a la policía afgana el haber impulsado al chico a unirse a la guerra y por elevarlo a la estatura de héroe.

Esa sensación –la de que tanto celebrar las hazañas de Wasil contribuye­ron a su muerte demasiado temprana– es algo que el gobernador de esta región, Wazeer Khararoti, también comparte. “Era sólo un niño y no tenemos derecho a convertirl­o en héroe”, argumentó. “Si hay otros niños que ven esto, ¿qué idea se formarán? Querrán dejar la escuela y se dirán a sí mismos: ‘Yo también quiero ser un héroe’”.

Sin embargo, este punto de vista del gobernador no es popular, en general, entre los duros combatient­es que luchan y mueren en las zona rurales de Afganistán, que han caído presas de la violencia. Ellos aceptan, no sin rencor, los sombríos ciclos que la guerra tiende a perpetuar.

Cuando estuve en Kabul, tuve la oportunida­d de entrevista­r a un viejo soldado muyahidín –un amigo leal de Samad–, quien ahora es funcionari­o del Parlamento. Su nombre es Haji Obaidullah Barakzai, y hace cinco años un soldado talibán asesinó a su hijo de 27 años, al tiempo que el hijo de éste –nieto de Barakzai– veía todo desde un automóvil cerca de ahí. El incidente fue escalofria­ntemente parecido al que había orillado a Wasil a querer cobrar venganza, y, de hecho, inspiró la misma respuesta en ese chico. Ahora tiene ocho años y hay un pensamient­o recurrente que lo consume: “Quiero matar al talibán que mató a mi padre”, me dijo, con un dejo de timidez.

Barakzai todavía no lo había llevado al campo de prácticas de tiro, pero él mismo me confirmó que lo más probable es que ese día no estuviera muy lejos. “Yo suelo comprarle pistolas de plástico a mi nieto”, señaló, “para que esté preparado”.

“WA SIL ERA UN CHICO INTELIGENT­E CON UNA MENTE A BIERTA, PERO SIEMPRE ESTABA PENSANDO EN ARMAS O HABLANDO DE ELLA S”.

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Según sus amigos, Wasin no se comportaba como un niño de su edad, sino como un adulto; siempre estaba serio.
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Arriba: La policía afgana, respaldada por los Estados Unidos, le declaró la guerra a los insurgente­s talibanes.
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A la izquierda: El pequeño Wasil Ahmad con el uniforme de policía que su madre le confeccion­ó a petición suya.
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Arriba: A medida que los Estados Unidos empezaron a retirar a sus fuerzas de Afganistán, las unidades policiales –como la de Wasil– recibieron la estafeta de la lucha contra los talibanes.
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Arriba: Retrato de Wasil Ahmad, un niño que tras la muerte de su padre, juró cobrar venganza y luchar contra los talibanes.
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Según Rahimullah Khan, entonces jefe suplente de la policía de Uruzgan, las armas son un peligro porque portarlas te convierte en objetivo.

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