GQ Latinoamerica

TODO PASA, TODO QUEDA…

- Por Adriana Amezcua

Hace tres años, miraba el cielo en busca de mi madre. Habían pasado unos días de su muerte y yo intentaba ubicarme, sin ella, en la vida. Han pasado tres años y me parece que, tras marcharse entre nubes de un atardecer de primavera, hoy ella mira, a través de mí, el cielo, la vida. O, al menos, es la forma que encuentro para expresar que, de algún modo, uno va hallando maneras de coexistir con sus ausencias presentes. Las fundamenta­les.

Reparo en ello esta primavera en la que dos amigos lidian con las muertes de sus padres.

Humberto y Mauricio se acompañan desde la adolescenc­ia —esa etapa entre la infancia y la adultez cuando la vida explota, mayormente, plena y gozosa—. Los chicos, de humor excelso, se conocieron a los años en el salón ºe de la Secundaria Diurna No. žŸž. Ahí comenzaron a hilvanar sus historias iniciales: las primeras competenci­as deportivas, el primer viaje solos a Guadalajar­a; la primera cerveza sentados sobre un puente peatonal; la primera boda en Cuernavaca (del hermano mayor de Mau, cuando terminaron jugando tenis en una cancha que daba al bungaló del recién casado que salió a corretearl­os, en plena madrugada, “para que lo dejaran tranquilo”, rememora, entre risas, Humberto).

Al paso del tiempo, sus historias se han multiplica­do; al punto de que para Humberto y Mauricio, ya no es posible mirar los últimos £† años sin la presencia del otro. Así como sin la de sus otros amigos torales: Raúl, Víctor y Gilberto. Los cinco amigos, que conozco desde hace más de dos décadas, han vivido juntos toda suerte de aventuras.

Hace unos días, Humberto le habló a Mauricio a Hidalgo, donde ahora vive. Le contó que veía muy mal a su papá —lo acababan de internar de emergencia en el hospital—. No pudo decir más; el llanto le bloqueó la garganta. Su amigo le recomendó: “Dile cuánto lo quieres; no dejes ningún tema pendiente”. Tras días de veloz deterioro, el padre de Humberto falleció. La entereza, nobleza y solidarida­d de su madre y hermanos mostrada durante esos días para él supusieron un vasto aprendizaj­e. Su papá, a quien define como “un gran hombre, de carácter fuerte, pero muy chistoso” y como un “fanático de su esposa y sus cuatro hijos”, se fue arropado por el infinito cariño de su familia y escuchando cantar a su esposa con la que, en junio, cumpliría † años de casados.

Tres días habían pasado y Humberto aún no se internaba en el laberinto al que llamamos duelo, cuando lo improbable sucedió: sobrevino la muerte del padre de Mauricio. No lo podía creer: había llegado a la CDMX a dar el pésame a su amigo y terminaron dándoselo a él también. Sereno, me comenta: “La verdad es que sabía que esto iba a suceder”. Meses atrás, había aceptado el hecho de que el fin del antaño roble erguido, que le había prodigado la vida a él y sus tres hermanos, estaba próximo. Hacía tiempo que había dejado de ser quien solía ser. La vejez le había caído encima, pero, a su paso, el invierno no sólo había dejado ramas secas y campos desolados. Por el contrario, reveló parajes arbolados donde Mauricio descubrió a un padre tierno y afable.

Veinte años atrás, el joven ya había sufrido la partida de su madre y aprendió que, en vida, hay que hablar, abrazar, besar. Por ello, pese a la profunda tristeza que le provoca la partida de su padre, Mauricio dice sentirse en paz. Y de la misma forma se siente Humberto. Ambos reconocen que están profundame­nte agradecido­s por poder compartir esta experienci­a tan contundent­e juntos. Ambos agradecen que ese amigo que tienen tenga tan buen humor y juntos puedan reír, bromear y desacraliz­ar hasta los momentos más oscuros de la existencia. Así lo dijo el escritor Eduardo Galeano una vez en una entrevista: “El humor tiene la capacidad de devolverte la certeza de que la vida vale la pena. Y uno se salva, a veces, por el chiste, por el mágico sonido de la risa, que puede no ser tu risa; por la escondida capacidad de tomarte el pelo, de verte desde afuera y reírte de vos mismo. Creo que eso es lo que me ha salvado a mí, y que tiene su expresión perfecta en el consejo que una vez me dio un amigo brasileño, que me dijo que no me tomara en serio nada que no me hiciera reír”.

En estos momentos que mis amigos lidian con este suceso definitivo llamado muerte, juntos y en compañía de sus seres indispensa­bles, confirmo lo nodal que es estar, acompañar y dejar ser cada momento.

Al final, si aún tenemos la oportunida­d de voltear a ver el cielo, y todo lo que en él acontece, uno puede percatarse de que, en un solo día, están presentes todos los matices de la existencia —incluidos los que se descubren a partir de que comienza a fluir el tiempo de las ausencias presentes.

Todo cambia, todo queda. Lo nuestro es no olvidar dar gracias, mirar los cielos del cielo y, pese a todo, seguir sonriendo.

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