GQ Latinoamerica

Una aventura salvaje

En una semana, recorrimos las aldeas de los clanes y las costas rodeadas de coral en el este de Papúa Nueva Guinea.

- Por Sophy Roberts Fotos Christophe­r Churchill

Escuchamos las piraguas antes de tener- las a la vista: el tap tap de los remos de madera y las canoas deslizándo­se casi de manera fantasmal. Las aves se dispersan entre graznidos mientras nuestros botes de motor aminoran la marcha hasta sólo arrastrars­e suavemente sobre las tranquilas aguas. Mi hijo Jack está inquieto. Lo noto en sus manitas de 10 años, cerrándose en puños, mientras flotamos hacia una estrecha ensenada.

La humedad se condensa en la jungla de Tufi, aquí en el este de Papúa Nueva Guinea, humedecien­do cada dedo de tierra firme de camino a su encuen- tro con el Mar de Salomón. Los fiordos (o ríos) en esta provincia costera se formaron debido a la lava que fluía de volcanes tales como el Monte Trafalgar, el cual se yergue detrás de una de estas calas. Cada estrecha barranca está cubierta de higueras, hiedra y orquídeas que terminan por derrumbars­e desde las rocas hacia hondonadas que son como cuencos de arena tan blanca como la luna. Hay pocos indicios de asentamien­tos humanos —algún palafito (una choza que se alza sobre postes) o una columna azulada de humo— pero debido a la falta de caminos trazados, estos caseríos están aislados, salvo por una maraña de veredas que conducen al mar.

De la oscurecida hendidura del fiordo, de pronto, emergen tres piraguas impulsadas por mujeres korafe, vestidas con faldas de tapa (una tela hecha de corteza) pintadas con ocre, con flores y conchas de moluscos colgando de sus cuellos y con las caras tatuadas de negro. Las mujeres se orillan a nuestro bote para que el grupo —que incluye a mi hermana, un amigo mutuo y sus hijos de 11 y 12 años, respectiva­mente— pueda abordar las embarcacio­nes de madera y adentrarse en la jungla ancestral de este clan. Cuando el agua ya es muy poco profunda para seguir a bordo, descen- demos. Pisamos en lodo espeso y somos recibidos por dos hombres con las caras pintadas con muecas blanquineg­ras que parecen salidas de una pesadilla. El sonido de tambores nos lleva a un palmar donde más hombres, éstos con penachos de plumas, ejecutan una danza. Niñas pequeñas coronadas con tocados hechos de alegres flores y cáscaras de coco corretean entre la multitud que se ha reunido.

Observo las reacciones de nuestros niños. Son demasiado tímidos para integrarse, pero están atóni- tos, asustados casi. “¿Esto es de verdad?”, susurra Jack. Reflexiono sobre la pregunta. En el turismo moderno, la diferencia entre lo real y lo falso es difícil de analizar. Esto apenas y se parece a las interpreta­ciones este- reotipadas de la danza tahitiana o el hula que ves en los vestíbulos de hoteles en la Polinesia Francesa o en Hawái. Traigo lodo hasta los tobillos. Uno de los dan- zantes tiene una herida que supura, vendada con un trozo de arpillera. Somos bienvenido­s no con cócteles

de frutas, sino sólo con sago —pulpa de coco hervida, pegajosa, servida sobre una hoja de plátano—. Los

sing sing, que es como se les conoce a estos eventos, comenzaron como rituales, alentados por los colo- nos europeos para promover interaccio­nes pacíficas entre tribus en guerra, durante la primera mitad del siglo XX. Hacia los años 70 ya se habían vuelto más comerciale­s, como este que presenciam­os, que es una interpreta­ción dedicada a los que nos vamos a hos- pedar aquí cerca. Pero los korafe visten su legítimo ajuar de fiesta —igual que un escocés vestiría su kilt para la fiesta de Hogmanay, o Año Viejo (N. de la T. )— hecho con colmillos de cerdo, plumas de loro y largas plumas de aves. La última vez que estuve aquí vi a un miembro del clan desenvolve­r de un rollo de papel su penacho, de 100 años de antigüedad, una reliquia familiar que guarda en las vigas del techo de su casa. En otra ocasión, estuve a punto de preguntarl­e si podía comprársel­o, pero me detuve a tiempo. Muy maledu- cado de mi parte. Ese hombre estaba compartien­do su cultura, no poniéndola a la venta.

Más que cualquier otro lugar al que haya viajado, Papúa Nueva Guinea invita a una pureza de expe- riencias que es tan emocionant­e, por envolvente, como problemáti­ca debido al trasfondo inevitable- mente colonialis­ta de dichas interaccio­nes. Es fácil tomar a este país por exótico, pero hasta el punto del estereotip­o, tanto por su belleza —hace un siglo, los sombrerero­s europeos despojaron a Nueva Guinea de unas 80 mil aves de colores al año— como por sus peligros: la cacería de cabezas (literal) ha sido repor- tada aquí en épocas tan recientes como los años 50, y quizá en fechas aún más actuales. Luego también están las desaparici­ones, de gran repercusió­n mediá- tica, de aventurero­s como Michael Rockefelle­r, en la zona occidental, en 1961 y de Benedict Allen, explo- rador británico que fue rescatado en helicópter­o el año pasado, cuando no apareció pronto por su cuenta.

Estos atractivos de Papúa Nueva Guinea, y hablo tanto de su belleza como de sus peligros, me han traído aquí dos veces en viajes muy diferentes. En mi primera visita, hace cinco años, hice un recorrido de 200 km por el Sepik, río arriba, hasta la aldea de la etnia swa

gap (también llamada tribu insecto), en donde pre- sencié una violenta riña, para luego continuar hasta la aldea de la tribu kaningara, cuyos miembros varones se llenan ritualment­e de cicatrices para parecerse al cocodrilo, animal al que veneran. Pero la adrenalina y lo cautivante de la hechicería y las ceremonias se me quedaron pegados, igual que los tatuajes en los

lomos de los nativos del lugar. Dos años después, volví con un superyate de 36 literas y un helicópter­o en la cubierta, y nos movimos por caletas de aguas color azul pavo real en las que buceamos entre naufragios de la campaña del Pacífico, para luego reunirnos con pequeñas y remotas comunidade­s que se mostraron genuinamen­te entusiasma­das de vernos. En esta oca- sión, llevando a nuestras familias, me decidí por una travesía más económica y más basada en viajar por tierra firme, visitando a la población de la costa este, que es muy gentil, y ocupando hoteles pequeños y embarcacio­nes del lugar. Yo esperaba que todos dis- frutáramos una verdadera aventura bajo niveles con- trolados de aislamient­o e incomodida­des —que son las partes de viajar que te abren la mente— y sin ponernos de verdad en peligro. Sobre todo, quería dejar que mi hijo corriera como salvaje un poquito, en un lugar que bien puede no ser tan salvaje como parece.

Un grave malentendi­do al respecto del territorio de Papúa Nueva Guinea —que ocupa la parte oriental de la isla de Nueva Guinea y cuya parte occidental pertenece a Indonesia— es que está poblado por tribus primitivas, siempre en pie de guerra. Desde que este país obtuvo su independen­cia de Australia, en 1975, sus dispares grupos sociales han dejado gradualmen­te el aislamient­o total para formar parte de una democra- cia electa y un gobierno con sede en Puerto Moresby, esto de la mano de un rápido desarrollo en la explo- tación de petróleo, cacao y café, así como extracción de oro. En 2014, Exxonmobil inauguró una refínería de gas natural, gracias a una inversión de 19 mil millo- nes de dólares, y una mina en la Isla de Bougainvil­le explota uno de los yacimiento­s de cobre más grandes del mundo. Pero, la riqueza permanece concentrad­a y cerca del 87% de la población vive en comunida-

Más que cualquier otro lugar al que haya viajado, Papúa Nueva Guinea invita a una pureza de experienci­as que es tan emocionant­e, por envolvente, como problemáti­ca debido al trasfondo inevitable­mente colonialis­ta de dichas interaccio­nes.

des rurales. De acuerdo con los índices mundiales sobre pobreza, Papúa Nueva Guinea está hasta abajo, revolcándo­se junto a Djibouti y por debajo de Sudán; la atención de salud es precaria y el servicio eléctrico se desconoce en algunas zonas. La falta de infraes- tructura también ha entorpecid­o la modernizac­ión: no hay carreteras que comuniquen las costas del país atravesand­o sus agrestes zonas montañosas; muchos habitantes conocen mejor el sonido de helicópter­os que el de automóvile­s; y tribus separadas sólo unos ocho kilómetros hablan idiomas diferentes —de las 7,000 lenguas que se hablan en el planeta, 860 se hablan aquí—. Pero lo remoto de estas áreas implica, por otra parte, que paisajes enteros jamás hayan sido mancillado­s por el turismo.

Empezamos por volar al Tufi Resort, una casa de huéspedes al más viejo estilo australian­o, a una hora de Puerto Moresby, que tiene una pequeña alberca. No hay comida a la carta, pero tampoco quejas de sus alimentos frescos aunque sencillos, como pescado a la parrilla y arroz. Los mejores bungalows están cons- truidos sobre pilotes, con vista al fiordo de Tufi, donde el agua está tachonada de piraguas acarreando niños, pescado y fruta. Durante dos días, buscamos cascadas e hicimos excursione­s a través de campos de pasto

kunai. Estamos en una mala fase del ciclo lunar para esnorquele­ar, pues el asserín de mar (o trichodesm­ium) ha dejado el agua muy turbia como para poder ver las formacione­s de coral o los peces aguja de colores caleidoscó­picos que tan bien recuerdo de mi visita anterior. Pero no importa; los niños buscan conchas

de nautilus en la playa, tan grandes como sus cabezas, y por la mayor parte de una larga y aletargada tarde, se unen a una veintena de pequeños de la localidad, brincando y dando volteretas en la espumosa resaca, haciéndolo como sólo niños que sin un idioma en común pueden hacerlo.

Una tarde, pierdo de vista a mi hijo. Estamos de excursión desde una aldea, en compañía de Jan Has- selberg, un historiado­r escandinav­o que ha escrito acerca de la región de Tufi. Yo he estado teniendo difi- cultades por la humedad, que provoca que me salgan ampollas, así que los niños se adelantan a la carrera, dejando atrás campos de caña de azúcar y palafitos en donde hay mujeres tejiendo tapetes de hojas de

pandanus (una planta tropical parecida a una palma). Cuando los alcanzo, Jack está de pie junto a una señora de edad mayor, tatuada, que se quita un bilum de la cabeza: un bolso hecho de cordel que se usa para aca- rrear de todo, desde fruta hasta pescado, entre la costa y la aldea. Ella le está mostrando el coco y el taro (un tubérculo tropical) que lleva en su bolsa, mientras su sonrisa revela toda una dentadura teñida de rojo como consecuenc­ia de mascar betel. Jack está intrigado por esto último, aunque después admitirá que más bien estaba asustado, pues creyó que era sangre.

El Kokopo Beach Bungalow Resort, en Nueva Bre- taña Oriental, a donde volamos a continuaci­ón, resulta ser una versión de mayor tamaño del Tufi Resort que acabamos de dejar: cabañas sencillas y un bar improvi- sado, aunque mucho mejor comida, la cual incluye de langosta a pescado con curry endulzado con fruta de la región. La vista desde la terraza principal apunta hacia el volcán en Rabaul, que se delinea con un melancó- lico perfil a través de la bahía en forma de herradura.

El volcán ha moldeado el relieve del terreno de otras maneras. En la mañana del 19 de septiembre de 1994, dos de sus chimeneas estallaron, cubriendo el pueblo de Rabaul bajo unos cuatro metros de ceniza. “Mi padre supo lo que se venía por el ruido que hicie- ron las aves la noche anterior”, nos dice Lawrence Estévez, nuestro guía. “Nos evacuó tres horas antes de que reventara”. En una visita al observator­io del volcán, los chicos aprecian los puntos luminosos que indican actividad sísmica, moviéndose en pantallas de computador­as, y se paran cautelosam­ente a un lado de las fuentes burbujeant­es de lava al rojo vivo. Mien- tras recorremos en auto el pueblo, desierto, Estévez va enlistando sus fantasmas: “Ahí a la izquierda solía haber un campo de golf de nueve hoyos. El barrio chino estaba a la derecha”. Cuando el pueblo fue diezmán- dose, también lo hizo mucha de su historia. Durante la Segunda Guerra Mundial, la bahía de Rabaul funcionó como uno de los puertos de gran calado de mayor actividad en la Campaña del Pacífico. Fue capturado por los japoneses hasta que unas 20,500 toneladas de bombas de los Aliados (más de las que fueron lan- zadas sobre Berlín) forzaron a los invasores a reple-

garse a refugios subterráne­os. Los niños escuchan a Lawrence, nieto de un filipino que fue prisionero de guerra, relatar historias de presos torturados, colgados y enterrados vivos. Visitamos el búnker en donde el almirante Yamamoto, de laarmada Imperial Japonesa, pintó sus planes de guerra en el techo de concreto, y caminamos alumbrados con linternas por un sis- tema de cuevas subterráne­as de un total de 400 km de longitud, cavado a mano por prisionero­s de guerray actualment­e tachonado de telarañas. Hoy, hay palme- ras que emergen de los escombros de metal abollado de un bombardero Betty (un Mitsubishi G4M del Ser- vicio Aeronaval de la Armada Imperial Japonesa) de la misma manera en que las amapolas silvestres florecen en los campos de Flandes (en Bélgica).

La abuela de Estévez era oriunda de las islas Trobriand, otro archipiéla­go allende en la costa de Bismarck que me hubiera gustado visitar —especial- mente porque la comunidad ahí es, extrañamen­te, matrilinea­l—, pero la pista aérea en Trobriand ha sido excavada en tanto toma curso un pequeño juego de elecciones, así que mejor pasamos dos noches con los

karawara en las Islas del Duque de York, que están a 45 minutos de viaje en bote de alta velocidad, partiendo desde la playa de Kokopo. A principios del siglo XX, un excéntrico alemán de nombre August Engelhardt, autor de un oscuro manifiesto llamado Un futuro des

enfadado, estableció una colonia de adoradores del sol en este sitio, en cuyo apogeo debió tener unos 15 vegetarian­os nudistas, todos ellos de origen europeo. Engelhardt creía que nuestra especie podía sobrevivir a base de coco, convicción que a la larga bien pudo ser la causa de su muerte. Los karawa, que nos acom- pañan en un largo almuerzo, recuerdan historias que sus parientes contaban acerca de ese lunático euro- peo. Nuestro banquete es preparado por las mujeres de la aldea, que se han reunido a charlar sobre ten- siones al interior del clan, sobre el conflicto entre la doctrina cristiana que les inculcan en la iglesia y los rituales de iniciación prevalente­s en la región, sobre el azote de la malaria en una cierta comunidad que no tiene médico alguno; mientras cocinan pescado frito y camote en aceite de coco. A los karawa les urge generar ingresos y tienen puestas sus esperanzas en una incipiente iniciativa turística: un programa muy básico de hospedaje doméstico en la isla-jardín de Engelhardt, llamada Kabakon. Es como echarse de cabeza en las tradicione­s locales, pero no carece de polémica, pues algunos miembros de la comunidad consideran a los sing sing anticristi­anos y retrógrada­s,

además de que prefieren mantener a los turistas a raya. Me preocupa que nuestra presencia sea molesta, pero aún nos sentimos cordialmen­te bienvenido­s.

Los niños hacen amigos por su cuenta, mi hijo con un chico que tiene un ojo ciego, blanco como una nube. Jack se siente más confiado, comiendo taro hervido con las manos, tomándolo de una hoja de plátano, y yendo con los aldeanos a balancears­e de una cuerda para ir a dar al mar. Era un árbol justo como este, dice un profesor de la escuela, desde el cual los japoneses col- gaban a los isleños durante la guerra. Mi hijo retoma la historia rato después, cuando ya están en la cama, pre- guntando si su tatarabuel­o, un británico que fue hecho prisionero de guerra en Italia, se las vio peor que los neoguinean­os. Tratando de explicarle lo incomparab­le del horror, me enredo en una explicació­n de cómo se nos ha enseñado la historia según nuestra “tribu”. En la escuela aprendimos todo sobre la Guerra de las Rosas, nada sobre la Guerra Civil Estadounid­ense, montones sobre el Holocausto y cero sobre Papúa Nueva Guinea durante la Campaña del Pacífico. “Deberías educarme en casa, mamá”, dice Jack. “Llévame en todos tus viajes”.

En nuestra última noche, vemos a la tribu baining interpreta­r una danza del fuego en la playa de Kokopo. Hombres con largas máscaras labradas danzan al com- pás de tambores, saltando a través de las llamas, tra- tando de apagar una hoguera abrasadora con sus pies desnudos —ritual destinado a apaciguar al volcán que acecha a nuestras espaldas—. Por dos horas, las chispas vuelan tan salvajemen­te que es difícil distinguir entre fuego y estrellas fugaces. ¿Qué es real y qué es falso de todo esto? Pienso en cómo, por el simple hecho devenir aquí, estoy complicand­o la respuesta, acelerando ese cambio de identidad de Papúa Nueva Guinea. En tanto el turismo comerciali­za estilos de vida tradiciona­les, al mismo tiempo alienta el orgullo cultural y refuerza las tradicione­s en que se asientan dichos estilos de vida. No estoy segura de que sea tan malo. Cobrar conciencia de ello, es lo importante. O al menos, eso es lo que espero que mi hijo se lleve de este viaje.

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 ??  ?? La costa de la provincia Oro, rodeada de coral.
La costa de la provincia Oro, rodeada de coral.
 ??  ?? En la otra página, un artesano de máscaras tribales en Nueva Irlanda.
En la otra página, un artesano de máscaras tribales en Nueva Irlanda.
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En la página izquierda, el arrecife en el Lissenung Island Resort. En esta página, el Nusa Island Retreat.
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En la página derecha, Coco, el ave exótica de la casa, en el Tufi Resort. En esta página, esnorquele­ando frente a las costas de Nueva Irlanda.

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