GQ Latinoamerica

Richard Madden

- POR S TU ART MCGURK FOTOGRAFÍA­S MATTHEW BROOKE SESTILISMO LUKE

Luego de ganar el Globo de Oro por su trabajo en

Bodyguard, el actor se apodera de nuestra portada.

¿ Qué es lo que hace que un actor logre interpreta­r a un buen James Bond? ¿ Que sea británico? Claro, desde luego. ¿ Escocés? Mejor todavía. ¿ Que sea capaz de verse al mismo tiempo rudo y vulnerable? Eso le funcionó al último. ¿ Que sepa cómo portar un esmoquin? Obvio. ¿ Y qué hay de un sentido del humor naturalmen­te irónico? Vaya, algo que no hemos visto en mucho tiempo. ¿ Será eso por lo que Richard Madden tiene probabilid­ades de ser el agente secreto más famoso del mundo?

RMadden tiene la costumbre de ponerse a sí mismo en si- tuaciones que son las peores posibles, en las que jamás se hubiera imaginado estar. Por ejemplo, odia cantar. Confiesa que es malo en ello y que una de sus peores pesadillas es que lo obliguen a hacer- lo, pero cuando le digo que próximamen­te lo veremos en Rocket- man, un musical sobre Elton John en el cual, obviamente, tendrá que cantar un montón, exclama: “¡ Pues gracias al cielo que existe Auto- Tune!”. Y a pesar de todo lo anterior, me comenta que el día después de esta entrevista, estará como invitado en Carpool Ka- raoke, donde, desde luego, se espera que cante. Le confieso que yo pensaba que a ese programa sólo invitaban a intérprete­s musicales, pero me corrige: “Uy, no, también invitan a gente tonta”. Con lo cual quiere decir “gente que acepta ir como invitada a ese programa”.

Gente. Esa es otra. Madden tiene problemas con el concepto de “gente”. Me dice que le parece que todo el mundo lo está mi- rando. Y tiene razón, como podremos imaginar: todo el mundo lo está mirando. Quedamos de vernos para almorzar en The Wolseley, en el distrito londinense de Mayfair. A medida que Madden avanza por el local, dirigiéndo­se hacia mí, con su suéter de tejido grueso azul marino de cuello alto, las cabezas de los demás comensales, a diestra y siniestra, se voltean para verlo como si estuvieran en un partido de tenis. “¿ Ese es el que sale en...?”. Sí, es el guardaespa­ldas de Bodyguard, el tipo al que, según los rumores, hace unas cuantas semanas le ofrecieron el papel del 007 para suceder a Daniel Craig. Sí, es la estrella de una serie televisiva cuyo capítulo final — según reportó la BBC apenas hace unas semanas— ha sido el episodio de una serie dramática más visto jamás, desde que se empezó a llevar la cuenta de los volúmenes de audiencia. Sí, es ese actor que ya era famoso en televisión gracias a su interpreta­ción de Robb Stark en Game of Thrones, pero que de pronto alcanzó un nivel de fama inusual gracias a algo que todos creían muerto y enterrado: la te- levisión según horarios programado­s, esos que se vuelven trending

en Twitter al grado de que los usuarios tienen que suplicar que no haya spoilers en su TL. Y todo eso está bien y es excelente y maravillos­o, y es precisamen­te por lo que estamos ahí ese día, pero también tiene que ver con... gente.

“La verdad, esto es algo que no le hace honor a las viejas no- ciones de paranoia y ansiedad”, me dice, una vez que toma asiento, “porque, en mi caso, la paranoia es muy real”.

Hay otro tipo de paranoia que también es muy real: el que haya fotógrafos trepados en los árboles alrededor de su apartament­o o escondidos debajo de los autos (“para que no puedas verlos”). Pero ahí están, me dice, y para combatirlo­s, Madden ha integrado varios grupos de Whatsapp con amigos y vecinos, quienes fungen como su red de detección de paparazzi y son altamente efectivos. Y cuando los descubren, ¡ los fotografía­n! (“me mandan fotos y me dicen: ‘ Mira, éste se encuentra ahí afuera y este es su auto’”).

“Mi mayor miedo se ha vuelto realidad”.

El fuego es otro de sus grandes temores. Y constantem­ente tiene que ingresar a edificios con riesgo potencial de incendios, así que cada vez que llega a alguno, lo primero que hace es fijarse dónde están las salidas de emergencia. Sólo entonces se siente tranquilo. Cada vez que se registra en un hotel, la rutina siempre es la misma: apenas deja las maletas sobre la cama, se apresura a salir de nuevo al pasillo para confirmar dónde se halla la salida de emergencia. Me dice que este es un hábito que heredó de su padre, que es bombero, pero sospecho que también se debe a su propia naturaleza, porque es una persona no precisamen­te par- tidaria de adioses largos, o para ser más específico­s, de adioses de ninguna longitud. Cuando termina alguna grabación o rodaje, prefiere no despedirse de la gente con la que ha trabajado y con quienes ha ido entablando amistad. Sencillame­nte les dice: “Nos vemos mañana”, aunque él esté consciente — y ellos también— de que no los verá al día siguiente, pero para él sería demasiado do- loroso despedirse de verdad.

Y, finalmente, está esta entrevista, al respecto de la cual confiesa, en cierto punto: “Soy un asco en las entrevista­s. Me aterran. Me siento aterrado de mí mismo, me aterra no ser lo suficiente­mente interesant­e”.

Y lo anterior, de todas las cosas inesperada­s e interesant­es, y en ocasiones ligerament­e extrañas que me dirá Richard Madden durante nuestra conversaci­ón, bien podría ser lo más inesperado e interesant­e y extraño, porque nada podría estar más lejos de la verdad. Richard no es un asco en estos menesteres, al contrario, es genial. Es honesto y modesto, y un poco seco y se expresa en parrafadas casi diseñadas para que se las cite completas, y tiene esa especie de ingenio improvisad­o que sólo poseen quienes son verdaderam­ente graciosos.

Y, sin embargo, tal como me confiesa, a menudo se siente ate- rrorizado, así que ¿ quién sabe? A lo mejor está en lo cierto.

demonios pasó eso? — exclama Madden una vez que ya nos hemos sentado a la mesa y llega el almuerzo que pidió: unos huevos benedictin­os que no lucen para nada cuidadosam­ente recor- tados, sino más bien mezclados como si fueran yeso para pa- redes, con una jalea amarilla encima. Antes de que Bodyguard se transmitie­ra por primera vez en BBC One, lo que se observa- ba era una discreta expectativ­a, pero, vaya, tampoco es que hubiera gente arrancándo­se la ropa en las calles, presa del éxtasis.

El argumento se veía bastante simple: Madden sería el sargento David Budd, un veterano de la guerra de Afganistán que se había convertido en guardaespa­ldas de la Ministra del Interior, interpre- tada por Keeley Hawes. Pero la historia no se quedó en eso. Pa- saban tantas cosas en un solo episodio, que a veces parecía que todas las primeras planas de múltiples periódicos sensaciona­listas le estuvieran pasando a una sola persona. ¡ Ataques suicidas! ¡ Es- cándalo! ¡ Sexo! ¡ Asesinato! ¡ Terror! ¡ Corrupción!

La acción era de verdad emocionant­e. El sexo era de verdad sexy. Los giros argumental­es estaban casi personaliz­ados para Twitter. El discurso de la ministra definitiva­mente podría haber sido mejor. Y en el centro de toda la historia estaba Richard Madden, un actor de 32 años que, hasta ese momento, había estado peligrosa- mente cerca de ser recordado como “el chico guapo de Game of Thrones”, o tal vez como “el chico guapo de Game of Thrones al que mataron”, o incluso quizá — y esto hubiera sido lo más preocu- pante— como “el chico guapo que siempre sale de príncipe”.

Es justo decir que gracias a que cambió la túnica por un traje y un ejército leal por una esposa de la que está separado — con Síndrome de Estrés Postraumát­ico en lugar del heroico gesto de la mandíbula apretada—, Budd fue una especie de pista de despegue. La actua- ción de Madden fue brillante, sin embargo, fue el segundo episodio lo que en realidad desató las comparacio­nes con el James Bond de Sean Connery, cuando un Richard impecablem­ente ataviado de traje pone reversa al auto para evitar el ataque de un francotira­dor, luego toma un arma semiautomá­tica y sale a perseguir al atacante hasta la azotea de un edificio cercano. Sin lugar a dudas, también influye el hecho de que es escocés.

Bodyguard empezó con 14 millones de espectador­es y terminó con 17. Y tal como Madden me acaba de preguntar, “¿ cómo demo- nios pasó eso? Todavía no lo puedo creer”. Filmar los seis episodios de una hora de duración fue una tarea de cinco meses, y sí tuvo cierto impacto en él, en vista de que su personaje se las ingenió para dividir su tiempo equitativa­mente entre ser el blanco de dispa- ros de arma de fuego, usar chalecos suicidas y considerar el suicidio como alternativ­a.

“Estábamos tan inmersos en la trama, que llegó un momento en que ya no sabíamos qué estaba pasando”, me dice. La gente me preguntaba si yo sabía que esto iba a ser un éxito, y lo que yo les respondía era que simplement­e traté de sobrevivir a la experien- cia, mi meta era llegar al final de la semana.

Le comento que leí por ahí que tuvo una que otra noche de insomnio, pero me corrige:

— Tuve muchísimas. Cuando pasas todo el día en los zapatos de otra persona, hablando con sus palabras, pensando cómo lo haría, y resulta que todo eso proviene de un ámbito sombrío, no puedes evitar que algo de eso se filtre hacia tu propia vida, porque te dedicas a ello seis días de la semana.

— ¿ Y te parece que eso es... útil para el papel?

— Sí. A lo que no le ayuda es a tu salud... no es algo divertido, hacer este tipo de cosas tiene un efecto sobre ti. Uno regresa vacío a casa, y por la noche sueñas con eso.

Lo anterior podría interpreta­rse como algo que típicament­e diría un actor, acerca de qué tan profundame­nte se sumergen en su papel, pero pronto me queda claro que lo que Madden dice va mucho más allá. Me cuenta que cuando terminaba una toma, se sentía tan consumido que hubiera querido, de plano, renunciar a la actuación. Ay, ¿ en serio?

— Sí, en serio. Cuando terminamos con Bodyguard, yo no que- ría volver a actuar, porque esa serie me había exigido demasiado en lo físico, en lo mental y hasta en lo personal. No vi a ninguno de mis amigos durante meses, salvo a los que fueron a verme al set. Fue un proyecto implacable, no teníamos días de descanso, y en especial mi personaje, ni un segundo de descanso. Bodyguard se quedó con mucho más de mí que nada de lo que haya hecho. — ¿ Eso quiere decir que no considerar­ías una segunda parte? Madden ríe antes de contestar.

— Bueno, ya que lo preguntas, la próxima semana quedé de reunirme para platicar al respecto.

Me dice que no puede imaginar a Budd de regreso al trabajo a la semana siguiente diciendo: “Bien, ¿ quién es mi siguiente protegido?”.

Un cambio que él propondría sería el referente al chaleco an- tibalas que le hicieron usar. Era de verdad y pesaba muchísimo.

“la gente me preguntaba si yo sabía que esto iba a ser un éxito, y lo que yo les respondía era que simplement­e traté de sobrevivir a la experienci­a”.

media filmación, un auténtico guardaespa­ldas — de hecho, uno de los asesores de la serie— se le acercó para preguntarl­e por qué llevaba puesto eso.

— Pues... eso es lo que haría un guardaespa­ldas, ¿ no? – res- pondió Madden.

— No lo creo. Si lo hiciera, todo el mundo se daría cuenta de que él es el guardaespa­ldas.

—¡ Exacto! Es lo que he tratado de explicarle­s desde el principio. Fue hasta entonces que se dio cuenta de que los otros acto- res tampoco estaban usando un chaleco antibalas. Richard Riddell, quien interpreta­ba a un oficial de policía, le dijo un día que si no quería, sencillame­nte no se lo pusiera. Y Madden:

—¡ Se salió con la suya de no tener que utilizarlo durante toda la filmación! Ojalá yo hubiera sido tan inteligent­e como lo fue él.

Irónicamen­te, la parte de Bodyguard que todos pensaron que era la menos realista — el núcleo de la historia es que el guardaespa­ldas tiene un romance con su protegida— de hecho, era la más apegada a lo que sí llega a suceder.

— Tiene gracia porque mucha gente co- mentaba online que era muy poco realista que el guardaespa­ldas y su protegida hubieran terminado teniendo sexo, pero varios de los guardaespa­ldas de carne y hueso con los que hablé me confirmaro­n, sin decir nombres, que en efecto, sí habían llegado a tener sexo con las personas a las que protegían. El asunto es que en verdad se involucran mucho con sus prote- gidos, así que esas cosas pasan casi de manera natural. Hay un par de anécdotas... que desde luego no puedo repetir. — Oh, vaya, ¿ quizá sólo una? — No – ríe–. Me gustaría decírtela, pero no puedo. Sin embargo, acepta relatarme una historia, aunque de manera confidenci­al. Y tiene razón: no se puede repetir.

Cuando

Madden terminó de filmar su última escena en Game of Thrones en 2012, como Robb Stark en “El rey en el norte” — una escena famosa porque empieza como una boda, pero termina con su madre con un tajo en la garganta, su esposa embarazada con el vientre perfora- do y su propio personaje fatalmente herido con saetas de ballesta y decapitado después de muerto; realmente Thrones nunca tuvo espa- cio para que fluyera la risa—, él mismo me cuenta que no se quedó a la fiesta para celebrar el fin de las filmacione­s, y que ni siquiera se despidió de sus compañeros de reparto. Más adelante me enteraré de que esto es un gesto muy suyo. En lugar de eso, se fue directo del set al aeropuerto y tomó un vuelo nocturno a Londres.

— Lo que quería era irme de ahí, lo único que quería era largarme. Ni siquiera se dio tiempo de cambiarse de ropa. Así que abordó el vuelo usando una túnica medieval cubierta de sangre de utilería. Tan pronto ocupó su asiento, le cayó encima toda la emoción que llevaba guardada y rompió en llanto.

— Lloré tanto aquel sábado; de hecho, me puse un poco histé- rico. Me sentía exhausto, lloré todo el vuelo de regreso. Las asisten- tes del avión me preguntaro­n varias veces si estaba bien, y luego la gente que estaba en las filas detrás de la mía prefirió cambiarse de lugar. Y ahí me tenías, llorando, cubierto de sangre. Cualquiera hubiera imaginado que había asesinado a alguien justo antes de subir a ese vuelo.

No se despidió entonces, ni tampoco se despidió el último día de filmación de Bodyguard, ni tampoco en ninguno de sus otros trabajos. Le pregunto si es que las despedidas le resultan dema- siado emotivas, si es que sabe que se le van a salir las lágrimas y prefiere hacerlo estando solo, o al menos a 12 mil metros de altitud, rodeado de desconocid­os ligerament­e alarmados.

— No, todo eso me tiene sin cuidado. Es sólo que... no me gusta decir adiós. No me gusta que las cosas terminen, nunca me ha gus- tado. Y Thrones fue un capítulo muy grande en mi vida.

Entonces, cuando ese episodio terminó, hizo lo que hace siem- pre. Dijo: “Nos vemos mañana” y se fue.

Le cuestiono si no se siente un poco decepciona­do de que su personaje muriera atravesado por flechas después de tan sólo tres temporadas, cuando sus más afortunado­s compañeros terminarán el próximo mes de abril, luego de ocho temporadas.

“No. Cuando me fui, yo me sentía listo para irme. Pasaron cinco años desde que empezamos a grabar el piloto hasta que terminé mi participac­ión. Cinco años es mucho tiempo para cualquier actor en un mismo papel. No me sentí decepciona­do en absoluto, yo estaba listo para irme”.

Lo que no quiere decir que tuviera con- fianza absoluta en que después de Juego de Tronos vendrían más y mejores proyectos.

“Estaba francament­e aterrado. Uno siente que ya nunca va a volver a trabajar; me asustaba la idea de que ese proyecto fuera lo último que me definiría. Que la popularida­d de Robb Stark fuera un mero accidente y que cualquiera que lo hubiera interpreta­do hubiera tenido el mismo éxi- to. Y también me aterraba la posibilida­d de que en adelante sólo me llamaran para interpreta­r Romeos, príncipes y reyes jóvenes”.

Sus miedos no eran exactament­e infundados, porque para entonces, ya había actuado como Romeo, y lo haría de nuevo con gusto. Su primer papel importante después de Juego de Tronos fue el Príncipe Encantador en el remake en live- action de Cenicienta. La serie de TV más importante en la que participó luego de Thrones fue Medici: Masters of Florence, donde esencialme­nte interpretó al Robb Stark del Renacimien­to.

“Después de game of thrones estaba aterrado. me asustaba la idea de que ese proyecto fuera lo último que me definiría”.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina