SOBRE CELULARES Y CEREMONIAS MILENARIAS
Escribo estas líneas desde San Cristóbal de las Casas, en el estado de Chiapas, México. San Cristóbal es uno de esos lugares en los que conviven múltiples tradiciones ancestrales de origen maya con artistas y viajeros de todo el mundo que acuden aquí en busca de inspiración. Por las calles, bulliciosas y en las que se mezclan los aromas del café con los del copal, esa resina mística con la que se trataba de agradar a los dioses, escuchas las lenguas originarias (el tzeltal, tzotzil, zoque, tojolabal, kaqchikel, mocho, mame, maya lacandón…) y otras procedentes de mil y un lugares. Quizá esa es la fórmula contemporánea del milenario sincretismo que esta región ha experimentado durante siglos.
En Chiapas se reúnen hoy todos los desastres y todos los anhelos del mundo contemporáneo y es quizá un laboratorio único en el que los deberemos resolver: la difícil convivencia entre culturas, la necesidad de soluciones a problemas como la contaminación, el cambio climático, la pobreza extrema, la desaparición de las lenguas originarias, la uniformización sociocultural, la esperanza en un mundo mejor que cada vez se antoja más difícil.
Muy cerca de San Cristóbal se halla un lugarcito considerado un pueblo mágico: San Juan Chamula. San Juan es un enclave indígena tzotzil que vive de la agricultura, la artesanía, del turismo mal entendido (ese que nos hace sentirnos ajenos a lo que vemos y donde nos cuesta distinguir lo que hay de realidad y lo que hemos obligado a las poblaciones locales construir para asegurar su supervivencia), en el que las mujeres visten faldas negras de piel de borrego y lucen con orgullo textiles fabricados con las mismas técnicas (y el mismo esfuerzo) desde hace centurias.
En la plaza principal de San Juan Chamula existe una iglesia dedicada a San Juan Bautista. La iglesia es de una sola planta, está enmarcada por unas telas triangulares (trasunto de las montañas sagradas para los mayas) y el suelo está cubierto de una alfombra de hojas de pino y velas finísimas de distintos colores que se utilizan para los rituales. En el templo están prohibidas, como símbolo de respeto, las fotografías. Solo un ejercicio de literatura puede acercarles a ustedes las sensaciones que se experimentan cuando se accede al interior. El humo de las velas unido a los efluvios del copal crean una atmósfera única y de recogimiento en la que te sientes como un extraño, a veces incluso intruso, mientras hombres y mujeres realizan rituales de limpieza chamánica o de petición de bendiciones por una cosecha favorable, la salud de un familiar muy querido o cualquier necesidad que se tenga y que sea tan difícil de resolver que sólo la intermediación de los santos (y los dioses) puede resolver. Y se escucha el murmullo de las oraciones en las únicas y muy descuidadas por los responsables públicos lenguas mayas. Gallinas y Coca-cola conviven en una comunión incomprensible para nosotros, pero perfectamente adecuada a sus necesidades. Y en las esquinas, niños ejerciendo de niños, atendiendo las oraciones, llorando o jugando bajo los bancos e incluso en ocasiones divirtiéndose con teléfonos de última generación. Esos niños que aún hablan tzotzil pero en la escuela estudian español tienen en sus manos una ventana al mundo mediante la cual recibir (y enviar) vivencias y preguntas, sueños y curiosidades y una inmensa posibilidad de descubrir qué se encuentra al otro lado de la pantalla.
¿Por qué les cuento esto? Este mes supone una revolución única en nuestro título y en nuestro ecosistema digital. Por vez primera, como menciona Will Welch en su carta, todos los GQ del mundo nos hemos puesto de acuerdo para contar una historia (varias, de hecho) en torno a la música, idioma universal que se entiende (y se siente) aunque no comprendamos la lengua en el que se canta. Hemos enviado una señal de coordinación que es, quiero creer, un discurso poderoso de comunión en torno a una idea, léase en el país en el que se lea. El mundo, como nos demuestran los celulares de los niños mayas en San Juan Chamula, está completamente interconectado. Y eso nos obliga a quienes nos dedicamos a este difícil oficio de contar historias, mostrar lo mejor que podemos ofrecer desde el más pequeño rincón del planeta a todo el globo. Y hacerlo de forma que se comprenda independientemente de sus orígenes, raíces, idiomas, religión, creencias, clases económicas o sociales. Somos una herramienta para crecer y para demostrar que cualquier ritual, por remoto que éste sea, conlleva las ilusiones que son comunes a todos los hombres y mujeres del planeta. Deseo, por supuesto, que lo hayamos logrado. Porque este es un camino sin retorno. Desde los valles de la sierra lacandona a las calles de Nueva York, de las orillas del Pacífico al Índico, hemos puesto la ilusión de que sí que podemos asomarnos a todas las realidades y aprender algo los unos de los otros. Difícil tarea, ¿verdad? Pero no imposible. Se lo debemos a esos niños que un día quizá nos lean. O