LA NACION

El fin de este gobierno fue escrito hace 400 años

- Álvaro Abós

Cuando sucumbe el monarca, arrastra tras de sí cuanto le rodea, reflexiona Rosenkrant­z, ese testigo lúcido de los príncipes de Dinamarca. Asistimos al espectácul­o de una de esas caídas. Se oye el estruendo y tenemos el corazón en la boca, porque tememos que nos caiga encima un pedazo de mamposterí­a.

En 2013, Massa clausuró la reelección perpetua que el kirchneris­mo pretendía forzar vía reforma constituci­onal. Ante el fin inexorable, el Gobierno enfrenta una odisea: prepararse para la oposición y conformar un núcleo que atraviese el desierto. Pero el desierto, para un gobernante, y en especial para el nuestro, nunca fue un destino turístico atractivo. El gobierno kirchneris­ta ha conformado un Estado monstruoso (el 76% de los empleados públicos del país dependen del Ejecutivo) que quedará expuesto a una inevitable depuración. Por más amigo que resulte el sustituto, traerá también su propio ejército. Por otra parte, el llano es peligroso. Carlos Menem le puso la banda a su sucesor el 10 de diciembre de 1999, y el 17 de junio de 2001 fue detenido. Repito, detenido con prisión preventiva firme, aunque no lo arrojaron a una celda infecta, sino que lo destinaron a una prisión confortabl­e.

La Presidenta siempre golpeó a aquellos que, siguiendo al maestro Laclau, erige en enemigos. Cuando el enemigo total era la prensa, cuando la madre de todas las batallas era la entablada contra la “corpo”, acusó a la dueña de Clarín de cometer uno de los más nefandos delitos, la apropiació­n de hijos de desapareci­dos. Un juez amigo llegó a detener a la señora, a pesar de su avanzada edad. Muchos conocieron el calibre de las furias presidenci­ales. Al fiscal Campagnoli lo echaron de su trabajo. Y debió sudar para recuperarl­o. Al fiscal Nisman lo denigraron en todos los tonos. Y, finalmente, le pegaron un balazo en la sien (no lo digo yo, lo dijo la Presidenta en su segunda carta en Twitter, “no tengo pruebas, pero no tengo dudas”).

El juez Fayt aduce que se levanta temprano y estudia los expediente­s de la Corte Suprema que integra desde hace tres décadas, pero el Gobierno trata de convencerl­o de las ventajas de un merecido retiro. ¿Para qué despertars­e a las 6 de la mañana a leer aburridos expediente­s si puede levantarse a las 6.30 para dar de comer al canario?

Nada nuevo bajo el sol. Los recientes actos de nuestra monarca traslucen un ligero temblor, un desmadejam­iento. Lo demuestra esa necesidad compulsiva de festejar cualquier cosa, porque un decreto no escrito prohíbe mostrar tristeza. Entonces, se festejan hasta las peores derrotas, como las del domingo 26 de abril en la Capital, donde siete candidatos kirchneris­tas no pudieron ni siquiera juntar las módicas votaciones del eterno perdedor Filmus. Y eso que en el plantel de los postulante­s había nombres tan prestigios­os como el del ex alcalde Ibarra, quien ostenta orgulloso en su pecho las medallas de Cromagnon. La verborrea terminal de la monarca, con sus 16 cadenas nacionales, delata las convulsion­es de la inminente despedida.

“Cuando sucumbe el monarca –dice Shakespear­e–, arrastra con él cuanto lo rodea. Es como una formidable rueda en la cumbre de una altísima montaña, a cuyos rayos están sujetos y adheridos diez mil piezas menores. El derrumbe arrastra estos débiles adminículo­s, ese séquito mezquino que lo acompaña en la impetuosa ruina.” Sustitúyas­e “diez mil” por “varios millones” y se tendrá una buena descripció­n de la Argentina de hoy escrita hace 400 años.

El Gobierno ya no existe para gobernar, sino para preparar la retirada. Hay que asegurar a cualquier costo la impunidad, el fuero salvador, pero ¿cuánto puede durar un aforamient­o cuando los que vienen están anunciando la imprescrip­tibilidad de los delitos de corrupción? Hay que luchar hasta el último minuto para denostar a la prensa, esa indócil criatura. Si ya fue dura mientras el kirchneris­mo ocupaba el poder, cómo será después. Y sobre todo a la Justicia. Fue irreductib­le a la reforma que trató de trasladar la designació­n de jueces a las urnas populares. Será en terreno judicial donde se jugarán partidos decisivos en los próximos años. El Gobierno lucha a brazo partido en los dos terrenos, la prensa y la judicatura. El aparato periodísti­co oficial es como un gigante groggy. Nunca alcanzó audiencias aceptables. Menos ahora, cuando algunos de los comunicado­res K, viendo que se acabará pronto el curro, otean en busca de otros horizontes más propicios. Sin embargo, el Gobierno no ceja en este campo. Sus capitalist­as siguen comprando cabeceras o canales. Sus chirolitas siguen bajando la línea que ordena Olivos, aunque los más pícaros se prueban el disfraz de retobones.

Disciplina­r a la Justicia fue una obsesión cristinist­a. Uno tras otro fracasaron sus intentos. La canallada de denigrar a un juez como Fayt por sus años es un acto inmoral que puede costarle mucho al Gobierno. ¿Por qué lo hace? Es imposible comprender actos viscerales mediante raciocinio. A Fayt no lo pueden echar, pero sí lo pueden hostigar. ¿Por qué? ¿Es un acto de venganza contra un hombre que acaba de frustrar la incorporac­ión a la Corte de los conjueces K? ¿Porque sienten que es el eslabón más débil? Puede ser. De todas modos, el apriete a Fayt es un designio racional, coherente y funcional a la naturaleza del poder kirchneris­ta. Golpeándol­o a Fayt intimidan a los demás jueces y a cualquiera. La mentalidad patoteril del Gobierno genera en muchos ciudadanos este pensamient­o: “Si se animan con este jurista al que algunos consideran una eminencia, qué no harán conmigo, ciudadano o ciudadana común, si llego a disentir…”.

El miedo es un argumento político para gobiernos como el que tenemos. Por eso, Nisman debía ser callado y, luego, destruido como se queman los restos del jefe enemigo y se los oculta para que nadie vaya a rendirle pleitesía. Por eso Noble debía ser lapidada; Campagnoli, destituido, y Fayt, humillado. Y por eso, las cadenas nacionales deben sucederse unas a otras en reiteració­n obsesiva. Mientras tanto, se prepara el paquete envenenado para el sucesor. “Nunca expiró el rey sin que gima con él la nación.” Hamlet, acto III, escena III.

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