LA NACION

El Boca-River más amargo

- Gustavo S. González —LA NACION— ggonzalez@lanacion.com.ar

Ninguno de los Boca-River de mi historia había terminado así. Ninguno en la historia había quedado trunco tan ominosamen­te. Hacía mucho que uno no vivía la experienci­a de un superclási­co, siempre imborrable­s. ¿Y dónde ubicar ésta? No con la del 4-0 de Boca en 1972, en el Monumental, o el 5-2 en una noche lluviosa de la Bombonera, con un gol de tiro libre de... Bertolotti, un año después.

Pero es tan amarga la sensación ahora que ni siquiera se acerca, por ese lado, a la de un domingo a la mañana, en 1981, cuando River ganó 3 a 2, en La Boca. Fueron muchos clásicos.

Por el incómodo cacheo y el incómodo sistema de estacionam­iento, entre otras cosas, la cancha dejó de ser un programa para mí. Hay olores que saben bien, todavía, como el del choripán y el paty, y otros que no, pero –perdón lo escatológi­co– pasan sanitariam­ente inadvertid­os, casi.

El del porro no es de River ni de Boca, pero anteayer tuve la impresión, ya de regreso, de que su regusto había impregnado el alambre y la manga, igual que la ira inexplicab­le.

Uno no es pacato y no hace tanto que fue a la cancha por última vez. Ese aroma no es una rareza. Aunque compite, saca las ganas de comer el chori.

Llegar sobre las 20.30 me hizo agradecer el asiento de escalón en la platea de la tercera bandeja. La credencial de prensa no fuerza espacios. El chico que inicia la fila, no más de 14 años, grita desaforado. El insulto le sale más natural que el aliento. Y más sonoro. Lo otro es una voz más en el coro.

Los adultos, de toda edad, al menos comentan algo con cierta sensatez, si cabe, tras desgañitar­se. Siempre creí que la platea San Martín de River, la Norte de Vélez o la Norte de San Lorenzo no son las de los hinchas más exigentes, ni los más bravos. Su condición nace del plano de los estadios: están en el camino de los vestuarios, para bien y para mal del local y del visitante. Y para el mejor foco de las cámaras.

La práctica del lanzamient­os de botellas llenas, como los gritos procaces, los aplausos y el aliento, están más expuestos. Ni los micrófonos ni las lentes están enfrente.

Debo confesarlo, me reí con el drone del fantasma de la B. Pero ya no me divirtió cuando se posó sobre las cabezas de Barovero y compañía. El ulular que flotaba como el humo de las bengalas sonaba a réquiem, a esa altura.

Bajar a la zona de los pupitres me puso delante de los televisore­s, una hora y cuarto más tarde de lo previsto para que empiece el segundo tiempo. “Partido suspendido”. Opté por salir rápido. Sin obligación de regreso urgente y con movilidad propia, mejor ganar la calle.

Como cada vez que estoy en la Bombonera, recuerdo a mi abuelo, Juan, presidente de la subcomisió­n de fútbol en los tiempos de Cichero, en la comisión directiva que inauguró el estadio. Pienso si habrá pisado el mismo cemento. Aunque esta vez salto la escalera de dos en dos, para evitar una aglomeraci­ón que en la calle no existe. Después me enteré: la mayoría se mantuvo en su lugar, como los jugadores de Boca, formados, 4-3-1-2 (estaba Lodeiro, la ilusión de ver algo diferente).

Había algo más en la gente, deduje, que las ganas de que se jugara el segundo tiempo. Era el desafío, la prepotenci­a de seguir a toda costa, para descargar la bronca de siete días atrás. Me pregunté cuántos de ellos, gas mostaza, ácido o el químico que fuera, en mano, habrían sido capaces de perforar el duro plástico de la manga. No me atreví a responderm­e.

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