Sueños y pesares de una cabecita loca
El hombre que tengo ante mí es el número uno en una empresa de comunicaciones. Todos los días toma decisiones financieras de alto impacto, inclinado sobre el mapa estratégico de la compañía, lidera a un cuerpo de gerentes a los que brinda coaching en el manejo de herramientas de management, indica el camino a una organización de casi doscientas personas. Es un hombre faro: sus ideas iluminan el porvenir, infunde liderazgo en los demás. Cada tanto nos reunimos para compartir impresiones sobre el mercado de medios y el ejercicio periodístico, pero siempre algo nos desvía irremediablemente hacia temas de la vida personal.
El hombre que tengo ante mí (cuarenta años, una familia consolidada, una situación económica firme y de rara consistencia cultural entre sus pares) tiene un padre itinerante que desde hace muchos años vive en el extranjero. Ha sido un padre algo autoritario y distante, me dice. No hago preguntas. Quizás esté a punto de develarme (y acaso de develarse a sí mismo) un pequeño misterio. Hace algunas semanas, cuenta, sonó el teléfono en la casa de Manzanares donde vive. Levantó el tubo y escuchó la voz firme de su padre, la voz de siempre que ha ido ajándose con la fatiga de los años. Hablaron de cosas triviales, naderías. De pronto, la voz al otro lado del teléfono cobró una sonoridad quebradiza ligeramente tocada por la melancolía. “A veces me pregunto en qué anda pensando esa cabecita loca”, escuchó.
El hombre que tengo ante mí repite la frase, una risita contenida en la comisura de los labios, y me gana una emoción extraña. La palabra de su padre lo ha devuelto a la infancia: para el anciano que hace más de cuatro décadas le dio la vida sigue siendo el muchachito a quien debe guiar y proteger de las hostilidades de este mundo. “Decidí entonces hacerle saber en qué estuve pensando en estos últimos años. Le envié dos listas con los libros y los discos que me conmovieron y dejaron una huella en mí.” Evoca ese momento con la misma engañosa liviandad con que su padre le hizo saber que añoraba estar un poco más cerca de él, acortar las pequeñas distancias que en todos estos años ha ido apartando al uno del otro.
No sabe –no puede saberlo– que el suyo es un gesto amoroso de rara dimensión poética. Ni sus minuciosas lecturas de La divina comedia ni la curiosidad que lo ha llevado de la gran tradición helenista a los pensadores del siglo XX (el hombre que tengo ante mí forjó su visión del mundo en contacto con una vasta cultura humanista aprendida en los mejores colegios de Roma, San Pablo y Buenos Aires) lo eximen de ser un hombre pequeño. No es grandeza lo que descubrimos cuando nos miramos en el fondo del espejo, me dice, sino las grietas minúsculas que nos vuelven débiles, vulnerables, humanos. Cuando nuestros hijos son niños, confiamos en poder escuchar la música que suena en sus almas. Pero la vida se los lleva pronto, y entonces los padres, aunque los vemos ya adultos, nos interrogamos hasta el último día acerca de los sueños que persiguen.
Mientras lo escucho, recuerdo a mi hijo de 10 años arrebujado entre las mantas en la penumbra del cuarto, la lámpara iluminándole un universo nuevo que lo acompañará para siempre. Aquella noche de invierno le regalé El Eternauta, la novela gráfica de Héctor G. Oesterheld que había comprado hacía varios meses aguardando ese momento. Mi hijo lo leyó con devoción, y cuando cerró el libro lo guardó celosamente en el estante más cercano a su corazón, allí donde descansaban sus colecciones de Los Simpson y Star Wars.
En el parpadeo en que lo despedí con un beso en la mejilla, entreví a Juan Salvo, a Bart Simpson y a Luke Skywalker, sus héroes en aquellas noches de ensueño. Apoyé la cabeza en su pecho, como lo hacían los médicos de antaño, y escuché el murmullo de esos héroes que encendían la pequeña rebelión que comenzaba a gestarse en su corazón adolescente. “Chau, pa”, me alejó dándose vuelta, es suficiente ya. Entonces vislumbré el momento de la partida, que debía producirse pocos años después, cuando abrazar a su padre iba a producirle rubor o vergüenza, o cuando simplemente la vida fuese a alejarnos de modo inevitable. En esa niebla del provenir, con una punzada en el corazón, me vi llamándolo para saber qué sueños y pesares daban vueltas por su cabecita loca.
En el parpadeo en que lo despedí con un beso, entreví a Juan Salvo, Bart Simpson y Luke Skywalker