Kim Kardashian, entre Duchamp y las selfies
Mi hija tuvo su show de ballet con las compañeras del jardín de infantes. Lo más impresionante no fueron los piqué, plie, arabesque o cómo le hacían la reverencia a la pianista al terminar. Lo más llamativo fue cómo, al terminar el espectáculo, las niñas de cinco años le sacaron las cámaras, iPhone, iPad y smartphones a los padres que aplaudían y se empezaron a sacar fotos posando, usando filtros y manejando bastante bien el encuadre. Incluso en las selfies.
Esto viene a probar por infinita vez a qué nivel estamos rodeados por fotos en la vida cotidiana. Lo cual, a veces, trae problemas conceptuales a la hora de elegir qué es arte y qué es información visual. Por ejemplo, según escribió esta semana respecto de los coffee-table books Jonathan Jones, jurado del premio Turner: “Hay algo insufriblemente pretencioso respecto de poner un libro caro de imágenes supuestamente artísticas en tu mesa ratona cuando las fotos están a nuestro alrededor todo el tiempo y en cada lugar. ¿Quién necesita separar algunas en un libro de tapas duras y convertirlas en fetiche?”.
El polémico comentario vino a razón de un coffee-table que es el tema del momento: Selfish, un compendio de 448 páginas ilustradas con una porción de las fotos que Kim Kardashian se sacó a sí misma entre 2006 y 2014 y que suele colocar en Instagram.
El libro básicamente hace énfasis en el busto y la cola de la chica K original y si algo lo convierte en ¿arte? pop es su total banalidad. Sin embargo, no sólo Rizzoli, una de las más prestigiosas editoriales de libros objeto lo está publicando, sino que Jones, miembro del venerable jurado del premio Turner, escribió su crítica. Kim Kardashian es un fenómeno cultural, y como tal, Selfish está siendo analizado como un producto que define nuestros días. Y todas las librerías, de las superesnobs del Upper East Side a las más cool de Downtown, pasando por las universitarias célebres, como Shakespeare and Co., lo exhiben sin ningún pudor.
Si las fotos hubieran sido tomadas por otra persona –ni que hablar, por un hombre–, en muchos de estos ambientes, más que por su mal gusto, se hubiera criticado al libro por explotar a la mujer. Pero la selfie, sostiene Jones, da la ilusión de intimidad que es invalorable en una era que venera la autenticidad y lo real. Puede ser pornográfico y convertir a la mujer en objeto, pero como Kardashian misma controla lo que vemos, su arte parece a la vez honesto y poderoso. La revista The Atlantic fue más allá: dijo que Kardashian gracias al libro “es como el urinal de Duchamp: al declararse a sí mismo como una forma de arte público, se burla, desafía y provoca”.
Selfish, asegura Jones, no va a hacer que ninguna mesita luzca culta, pero puede dar mucho placer a quienes lo compren. “No sólo por la carnalidad de las imágenes, sino por la sensación de encuentro cercano –concluye–. En un mundo frío, necesitamos oversharing.”
Puede ser cierto, pero para los padres de las niñas en maillots rosas es un alivio que, por ahora, no sepan subir las imágenes a Internet. Los analistas culturales abordaron el efecto de Selfish desde todos los ángulos posibles, pero olvidaron uno: también puede ser una advertencia o fábula aleccionadora para padres en la era de la fotografía digital.
Selfish es un libro ¿de arte pop? con fotos que Kim se sacó a sí misma