En busca del silencio perdido entre el ruido
En el horizonte, los teros volaban sobre las vaquitas que pastaban. A la derecha, un corral en el que algunos caballos descansaban, bucólicos. El sol era amable, en un otoño tibio. Ese mediodía, en sintonía con el sereno viento pampeano, el espíritu humano se sosegaba. Descansar bajo el alero de ese hotel “de campo” tan lindo y tan tradicional era realmente un placer. Y más aún era escuchar la brisa mover los árboles, junto al insistente canto de los benteveos, zorzales y chimangos… todo era paz y reconciliación con el mundo natural, ese que tanto extrañamos en la gran ciudad.
Y entonces apareció la radio. Los que se sentaban a mirar el paisaje, a sentir la brisita añorada y escuchar el lejano mugir de las vacas, de repente vieron arrasado ese paisaje acústico por la inconfundible voz de Cristian Castro, que, en ese contexto (y, quizás, en cualquier otro también), era como un frío puñal clavado en el corazón. Se podría prever que los huéspedes del hotel correrían a pedir silencio, pero no… de ellos, pocos, muy pocos, acordaron con la idea de pedir que se apaguen los acordes del estridente cantante mexicano, para retornar a la placidez rural. La escena, absolutamente real, corrobora lo que predijo Pilar Sordo, la conocida y aguda psicóloga chilena, cuando manifestó que en breve deberíamos pagar por el silencio. Como se ve, ni pagando por él se lo consigue.
La filosofía de saturar los espacios con ruido trasciende el ámbito rural y se extiende a bares, colectivos, casas de familia, automóviles en viaje y la casa de la abuela... la banda sonora está saturada, encubriendo con sus decibeles el decir del silencio. Es verdad que a veces la radio acompaña, pero también es verdad que el silencio o, si se prefiere, el sonido natural de las cosas, también acompaña, porque permite otro tipo de percepción, menos domesticada y más genuina.
Dicen algunos que lo que se teme es escuchar lo que pasa en nuestro interior, y que por ello se satura el ambiente de cumbia, locutores eufóricos y palabrerío. Quizá sea algo parecido a lo que pasa con la mirada, que se “aprieta” en el rectángulo de las pantallas o se abruma en el cartelerío urbano que anuncia productos y sueños accesibles en cuotas sin interés. Algunos autores dicen que el problema del hombre occidental es el vacío, si bien podríamos revisar esa tesitura y apuntar a que el problema es que está lleno, pero de aquello que no le sirve de verdad.
Se teme el silencio porque remite a la “nada”, una suerte de marasmo que, cuando no se lo conoce, genera pánico y requiere de estímulos estridentes para “sanar”. Siendo que el hombre moderno es considerado consumidor, quizá sea el silencio algo demasiado revolucionario como para dejarlo obrar así nomás. Es allí, entonces, cuando se enciende la radio, para no violentar el mandamiento de estar siempre “llenos”, aunque más no sea de ruidos.
Por fortuna, viene a nuestro auxilio el imprescindible Maxwel Smart, el Super Agente 86. Junto con su jefe, apelaba a aquel maravilloso “cono del silencio” cuando quería aislar la conversación de los oídos malignos de los agentes de Kaos y, a la vez, prescindir de interrupciones sonoras provenientes del exterior. Por caso, en nuestra vida diaria, ese “cono del silencio” se logra con un poco de imaginación cuando, en bares con televisión encendida, en colectivos urbanos, o en plazas rodeadas de avenidas ruidosas, se logra ese minuto de sosiego, cuando cada uno logra su propio momento de contacto con aquello que está más allá del ruido y del movimiento, logrando por un ratito escuchar lo que habita en ese territorio pacífico con el que todos contamos.
En realidad, más que pelearse contra el ruido, vale buscar el silencio. No paguemos por él, simplemente encontrémoslo dentro de la vorágine, que siempre está allí, esperando que lo sintonicemos.