La mirada ausente de las personas virtuales
Hace unos 15 años anticipé que en una década, los personajes en 3D estarían compitiendo con los actores reales. Me equivoqué.
La tecnología de gráficos por computadora nos ofrece hoy un realismo sin fisuras. La costa oeste de Estados Unidos desaparece ante nuestros ojos en 2012 y Nueva York es arrasada por unos extraterrestres tan monstruosos como creíbles en Avengers. El selvático Pandora de Avatar no sólo asombra por su exuberancia, sino porque hay que hacer un esfuerzo sostenido para verlo como lo que es, una ilusión creada por una granja de servidores.
El realismo del cine 3D ha alcanzado, pues, una madurez loable. Excepto cuando se trata de rostros humanos. Desde Final Fantasy (2001) para acá, el progreso ha sido enorme, no sólo en la tecnología para producir las imágenes, sino para capturar los movimientos faciales. El Gollum de El señor de los anillos de Peter Jackson y los na’vi de James Cameron son obra de estos avances. Pero aunque asombran por su expresividad, y pese a que ninguno de nosotros ha visto a Gollum ni a un na’vi, algo nos dice que no están ahí, que son un 3D.
Opuestamente, nuestra mente acepta como reales los monstruos, los edificios y las naves virtuales. No es poca cosa y llevó tiempo lograr esto. Toy Story, el primer largometraje en 3D, cumplirá el 22 de noviembre 20 años. Fue obra de Pixar, el estudio de animación fundado por Steve Jobs en 1986. Pero el rostro humano resiste. Si lo convertimos en caricatura, como los rechonchos exiliados espaciales de Wall-E o los nórdicos entrenadores de dragones, funciona. Pero son dibujitos animados, no diferentes de los que otrora se hacían a mano. La tecnología falla, y falla por mucho, cuando intenta hacernos creer en personas reales que no son reales. Algo en sus caras los delata, siempre, invariablemente. La pregunta es por qué.
Por un lado, nuestros 48 músculos mímicos resultan ser de una complejidad expresiva abrumadora: seis emociones básicas y otras 15 que resultan de la combinación de aquellas. Otros estudios sugieren que, además, nuestras expresiones son progresivas. Es decir, son procesos que evolucionan, activando cada vez más músculos, llegando a un clímax, cediendo más o menos lentamente. Los actores, maestros en este arte, hacen de cada expresión una historia.
Existe tal vez una cuestión de costos aquí. Si no vemos más actores virtuales es en parte porque replicar la sinfonía de esos 48 músculos costaría mucho más que contratar personas reales. Uno de los errores en mi predicción fue anticipar que lograríamos esto mucho antes y a precios competitivos.
Además, le prestamos a las caras de los otros una atención que no le concedemos a casi nada más. Gregarios y sociales, con una proporción importante de nuestra comunicación fluyendo por medios no verbales, el rostro es nuestro segundo lenguaje. Ni las expresiones más sutiles se nos escapan, ni las más efímeras, porque cualquiera puede cambiarnos la vida.
Tenemos un complejo sistema de expresiones que se remonta a nuestros antepasados antropoides; por eso los chimpancés de las nuevas versiones de El planeta de los simios asombran por su perfección, pero fallan de la misma manera que los actores virtuales. Un no sé qué en sus rostros simiescos nos dice que sólo son un 3D, que no están ahí.
Y hay algo más que, pienso, constituye el obstáculo más formidable en la carrera por crear personajes virtuales que no podamos de ningún modo diferenciar de las personas reales. Me refiero a la mirada.
A falta de un algoritmo que describa lo que nos dicen los ojos del otro, nos hemos concentrado en lo que era técnicamente viable. Los ojos en 3D son cada vez más perfectos, realistas y creíbles. Pero todavía no miran. No nos miran.
Platón y Leonardo Da Vinci, entre otros, lo dijeron bien: Los ojos son las ventanas del alma. Los actores virtuales carecen de una, y se les nota. En algún momento del futuro –me abstendré esta vez de ensayar fechas– tal vez hallemos la forma de simular que detrás de la malla, detrás de los pixeles, detrás del motor de gráficos y los resortes numéricos existe un alma. Pero, por ahora, sólo Fausto mostraría esa mirada vaciada de sentido, como espantada de haber vendido lo que lo hacía humano. Queda por verse, claro, si una simulación del alma alcanzará para convencernos. Lo dudo.