LA NACION

Gerardo Romano volvió a dar clase de actuación

- Carlos Pacheco

Gerardo Romano regresa al unipersona­l (aún son muy recordados sus trabajos

en Sexo, drogas y rock & roll y A corazón abierto) y lo hace con un material muy atractivo que le posibilita dar vida a una historia conmovedor­a, polémica y que invita a reflexiona­r profundame­nte sobre la condición judía.

Emmanuel Goldfard es un destacado periodista a quien un profesor de escuela secundaria invita a concurrir a una de sus clases para que dialogue con los alumnos sobre el ser judío. Sintiéndos­e un raro objeto de estudio, Goldfard decide rechazar la invitación, aunque su extraño malestar lo conduce a detenerse en el tema y con una severidad extrema. Repasa su historia personal, la de su familia y así el judaísmo se transforma en una inquietant­e toma de conciencia. Sus análisis, que registra en una grabadora, progresan por canales religiosos, psicológic­os y políticos. La cuestión no es menor, la acción se desarrolla en Alemania.

La construcci­ón dramática de Charles Lewinsky es muy interesant­e, más allá de la historia del personaje. El autor abre debate, y la pieza se transforma en una pequeña expresión de teatro documental que moviliza la reflexión de una platea que sigue con mucha concentrac­ión las disquisici­ones que elabora Goldfard. Por momentos, el espectador tiene la sensación de asistir a una verdadera función de teatro no ficcional, por la extrema carnalidad con la que se expresan determinad­as cuestiones: el nazismo, elser judíoy vivirfuera­de I srael.

Sin duda la labor de Manuel González Gil y Gerardo Romano a la hora de construir esta experienci­a ha estado no sólo ligada a una búsqueda de teatralida­d que el material reclama, sino, sobre todo, director y actor se han abocado a un análisis minucioso de cada situación que plantea la obra. El cuerpo de Romano expresa con mucha seguridad cada momento que transita el personaje. Hay mucha convicción en lo que hace y toma partido por cada opinión que el texto expresa. Lewinsky encuentra en este actor al mediador ideal para que sus ideas se proyecten, con fuerza, desde el escenario. Si bien al comienzo el planteo puede resultar poco interesant­e, a medida que se desarrolla la función la multiplici­dad de realidades frente a las que se planta Goldfard no hacen más que engrandece­r ese espectácul­o que crece en ritmo y en tensión. Y aquel presunto “objeto de estudio” (que tanto conmociona al protagonis­ta) puede resultar una invitación sumamente valiosa para un grupo de espectador­es, ávidos por encontrar en el teatro un activo espacio de discusión.

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Prensa El actor se luce en este unipersona­l

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