LA NACION

Ferran Adrià, el visionario

El cocinero catalán apuesta al futuro y expande su campo de acción en un búnker bautizado BulliLab: la meta, asegura, es trascender la gastronomí­a para encontrar las claves de la innovación extrema

- Violeta Gorodische­r

BARCELONA.– La escena es más o menos así: un salón chico, frío y oscuro. Una mesa con doce comensales. Paredes negras muy cercanas a la mesa. Demasiado cercanas, quizá. Nadie habla y ni siquiera se oye el tintinear de los tenedores y cuchillos por una simple razón: no hay cubiertos a la vista. De pronto aparecen los mozos. A las copas de champagne siguen los snacks. Nos miramos intrigados hasta que dan la señal de largada. Primero, las hojas de mango, una dulce lámina cristaliza­da que se disuelve al contacto con la lengua. Luego el crujiente de hibiscus que, sorpresiva­mente, se pega como ventosa al paladar. Tos, agua, unos sorbos de champagne: consultar con el resto y comprobar que sí, a todos les pasó. Seguir entonces con el merengue de remolacha y luego con el helado de parmesano, el queso más intenso que hayamos probado, pero congelado y cremoso, entre dos galletas que forman un ice cream sandwich salado.

Y si de jugar con los formatos se trata, enseguida llegan las aceitunas esféricas, flotando en una cuchara de cerámica. “De una sola vez”, advierten los mozos: lejos de la textura levemente gomosa a la que estamos acostumbra­dos, éstas se hacen líquidas de inmediato. El sabor queda en las papilas gustativas durante varios minutos.

También hay unos buñuelos de tomate con aspecto de chipá que explotan (literalmen­te) en la boca al primer mordisco, llenándola de un aceite de oliva intenso, delicioso. Más champagne. Risas nerviosas, comentario­s. Todos los sentidos alerta porque nadie sabe qué ocurrirá ante cada bocado. Como el vinagre de frambuesa, por ejemplo, que pese a incorporar la fruta azucarada impacta con una acidez capaz de llenar los ojos de lágrimas. O el langostino templado que se ingiere casi crudo y cuyo requisito infranquea­ble es chuparle la cabeza hasta “extraer todo”. Ni hablar de esos mariscos servidos fuera de su caparazón con una capa de caviar: el elixir se degusta a condición de beberse luego el agua con gusto a mar (sí, así de salada) que queda en el recipiente. El “no, gracias” aquí no se acepta como respuesta.

A la delicia de la carne de vaca salada siguen las no tan tentadoras orejas de conejo fritas, o el bizcocho de sésamo negro con mijo, o la catanea de cacao, que es seco y amargo y de dulce no tiene nada. Y entonces, cuando uno por fin comienza a aclimatars­e, se encienden las luces, las supuestas paredes se elevan hacia el techo y nos descubrimo­s rodeados de ocho mesas más, en un salón que triplica el tamaño percibido hasta aquí. “No hemos terminado”, bromean los mozos mientras hacen circular nuevos snacks que seguirán poniéndono­s en jaque hasta que hayamos probado las 29 variedades hechas por el mejor cocinero del mundo. O por lo menos el más disruptivo, el más creativo, el que ostenta con derecho el título de original. Señoras y señores: bienvenido­s al universo de Ferran Adrià. Repartir de nuevo

“El formato tradiciona­l de restaurant­e de los últimos 200 años va a cambiar, aunque hacer algo disruptivo va a ser muy difícil. Nosotros fuimos al límite de la vanguardia: lo que hoy habéis comido es lo amable. Hay que buscar los límites, lo que te puede chocar. Lo «experienci­al» es eso, llegar al límite. Uno tiene que estar concentrad­o al comer, conectado con lo que se lleva a la boca”, explica Ferran Adrià a la nacion una vez terminada esta bacanal de los sentidos, hecha en alianza con Dom Pérignon, a la que bautizaron This is not a dinner (Esto no es una cena).

Aunque El Bulli, el restaurant­e mundialmen­te famoso creado por él, cerró hace cuatro años, hoy Adrià ha vuelto a cocinar. Lo ha hecho para nosotros, con el mismo equipo de gente (mozos incluidos), con la misma pasión, con el mismo objetivo: sorprender, crear experienci­as y decodifica­r procesos. Todo eso a lo que se dedica desde aquel día en que decidió, en la cresta de la ola, cerrar el restaurant­e que lo llevó a ser tapa de The New York Times, Time, Le Monde o Financial Times.

Para los distraídos, va un poco de historia: en 1990, Ferran Adrià y su socio, Juli Soler, compraron El Bulli. Ferran se puso al frente de la cocina con una consigna clara: libertad creativa. La voz rápidament­e se echó a correr y el público no tardó en caer a sus pies. Ahí todo era posible: helados salados, gelatinas calientes, espumas, humos, liofosiliz­ados... Dialogando con el mundo del arte, la ciencia, la nutrición y el diseño, El Bulli consiguió tres estrellas Michelin, redefinió la gastronomí­a y mantuvo una política inamovible: abrir sólo seis meses al año. Adrià recuerda que llegaron a recibir cada temporada dos millones de peticiones para cenar ahí, de las que sólo podían atender unas miles durante los seis meses que estaban abiertos. “Éramos una máquina de decepciona­r”, dijo más de una vez. En el medio, Internet, los blogueros, la inmediatez... “Podíamos aguantar a ese ritmo un máximo de cinco años –explicó al diario El País, en una entrevista concedida poco después del sorpresivo cierre–. Pero nuestro legado no podía desaparece­r. Teníamos que buscar un nuevo lenguaje, cambiar de escenario y reinventar­nos. Hacer una disrupción. Sólo así perduraría­mos.” ¿El resultado? Una usina en ebullición llamada Bulli Foundation. Comandada por Adrià, esta nave nodriza encarna hoy el nuevo precepto de época: la posibilida­d de expandir la creativida­d a todas las áreas posibles. La usina por dentro

“El eslogan del Bulli Foundation es Feeding Creativity: todo esto que ven aquí no son proyectos sobre gastronomí­a, son proyectos sobre creativida­d. Estamos trabajando con escuelas de negocios, con el diseño, con alimentaci­ón sana y salud, con empresas relacionad­as con la movilidad, todo alrededor de la creativida­d”, explica Adrià mientras recorremos a ritmo vertiginos­o las oficinas repletas de post-its, gente joven con sus Laptops, pizarras y carteles de colores, al estilo Google. Aunque él aún se define como cocinero (“es una palabra muy bonita, no hay que cambiarla”), sus prioridade­s claramente no pasan ya por el fuego y las hornallas. ¿Y en qué consiste entonces la Fundación? Básicament­e, cuenta con dos espacios físicos. Uno es El Bulli 1846, ubicado donde antes funcionaba el restaurant­e (Cala Montjoi) y que operará en el futuro como una suerte de museo vivo sobre gastronomí­a. El otro es éste, el BulliLab, camuflado en un antiguo edificio en pleno centro de Barcelona. “Comer conocimien­to para alimentar la creativida­d”, reza su lema, en un cartel, desde la entrada.

Adrià sigue explicando y casi tropieza con sus palabras, apretadas, chiquitas, con resabios de ese acento catalán que los años no le han quitado. “Estos sitios son labs, sitios de investigac­ión sobre creativida­d, que utilizan algunas veces la gastronomí­a como lenguaje, pero que, fundamenta­lmente, hacen servir exposicion­es como método de investigac­ión. Quiero decir: la finalidad no es que se visiten estas exposicion­es, sino que sirvan como sistema para investigar, para estudiar. ¿Entienden?”, continúa entusiasma­do ante el grupo de periodista­s que lo seguimos casi al trote alrededor de este predio de 1500 metros. “Yo no entiendo”, se anima a arriesgar un colega mexicano y todos, en silencio, agradecemo­s la honestidad. Ferran se detiene en seco, da media vuelta, y sonríe: “Tranquilo, no es fácil. Nuestra broma interna es: «Estamos como hace 25 años, nadie nos entiende»”. La evolución del sapiens

Después de escucharlo varias veces más, con muchos y variados ejemplos, se puede sacar algo en limpio. Podría decirse que lo que hacen en BulliLab es investigar, sobre diversas áreas y disciplina­s, para entender sus procesos y su historia. Y a eso, claro, Adrià le puso un nombre: Metodologí­a Sapiens. “Este equipo lleva a cabo un método para comprender las cosas, sean empresas, entidades, disciplina­s, etcétera, analizando los procesos que participan en ellas y la historia de estos procesos –explica Ferran–. Sapiens es una metodologí­a que sirve para todo. ¿Cómo comprendes un iPhone? Proceso creativo, proceso de producción, proceso de venta, proceso de distribuci­ón y el proceso experienci­al: cómo lo vives. Si yo comprendo todos estos procesos, estoy en condicione­s de comprender el iPhone.”

La mejor forma para hacer esto visible, según su opinión, es a través de muestras y exposicion­es, como la que llegará a Buenos Aires el próximo enero junto con la Fundación Telefónica (Auditando el Proceso Creativo), o mediante plataforma­s virtuales a las que denominará­n Bullipedia: una respuesta a Google y a Wikipedia; su propia y personal manera de llevar el conocimien­to a Internet. ¿Acaso la creativida­d es un concepto que se puede enseñar a otros? “No creo –dice Ferran–, pero puedes enseñar la capacidad que tienes para crear, se puede entrenar. Si no entrenas, no rindes. Luego hay un talento cognitivo que es un don. Se pueden mostrar los caminos.”

“Adrià no cayó en el falso dilema del innovador, planteado en los 90 por Clayton Christense­n, por el cual los empresario­s exitosos tienen menos propensión a reinventar­se”, aseguró a la nacion Andrés Hatum, un creativo que pasó una semana en El Bulli, antes de su cierre, para absorber su modelo creativo. “Él quiere liderar una organizaci­ón generadora de tendencias”, sostiene. De ahí sus alianzas con Telefónica, NH Hoteles, Pepsico, Cirque du Soleil o, como en este caso, con una marca de lujo como Dom Pérignon. El objetivo, dicen desde ambos lados, es concreto: deconstrui­r los conceptos del champagne y del restaurant­e, tal como los conocemos hasta ahora.

“Esta vez, quisimos pensar cosas sobre el mundo experienci­al –detalla Adrià–. La cocina popular, el comfort food, bla bla, todo eso es mentira. Pueden haber tendencias, pero se abren más restaurant­es japoneses en cualquier lugar del mundo, que uno de comfort food. Llevo más de 30 años escuchando esto de que «vuelve la cocina tradiciona­l»: hay tantos targets, que puedes encontrar miles de modas en cada uno. Ahora, hechos disruptivo­s, hay realmente poquísimos. Mi idea es hacer reflexiona­r a la gente sobre la libertad a la hora de comer. El cocinero es libre, puede pensar, y el comensal puede vivenciar eso. Lo importante es tener la posibilida­d de hacer lo que quieras. Nadie te va a marcar nada, las cosas pueden cambiar o no. Decides tú: ésa es la revolución actual. Todo esto es un elemento de un cambio de paradigma mucho más global.”

Tal vez lo más difícil de comprender sea el gesto valiente que se esconde detrás de todos estos proyectos: mostrarlos in medias res y hacer público un proceso que aún no ha llegado a conclusion­es definitiva­s. “No muchas marcas pueden aceptar el desconcier­to de probar algo sin conclusion­es. Esto es un work in progress compartido. BulliLab es una fundación privada, no es un tema de dinero: yo podría tener a las grandes marcas de alimentaci­ón del mundo conmigo, pero no me interesa”, asegura Adrià. Sin miedo, sin dudas, el catalán pisa con la misma fuerza de la primera vez: “Vamos a poner a pensar a todos. No es tan fácil pensar. Hoy en día, con Internet, ya conocemos todo incluso antes de haber ido. Aquí es diferente. El impacto es diferente. Se los digo yo, que tengo muchos defectos, pero una virtud: creo que puedo ver un poquito el futuro”.

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Marta pérez / efe
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stephane cardinale / corbis Aceitunas líquidas, un hit
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This is not a dinner: una verdadera fiesta para los sentidos
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Concentrad­os: el equipo creativo del BulliLab en absoluto silencio
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Ferran Adrià trabaja junto con Richard Geoffroy, Chef de Cave de Dom Pérignon

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