LA NACION

Recados y espuelas, infaltable­s para el viaje

En las prolongada­s travesías por los duros caminos de la pampa, las pilchas gauchas eran motivo de orgullo

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En Buenos Aires de antaño y en la campaña de todo el país, el consumo de monturas llamadas recados era inmenso, ya que el caballo era el único medio de transporte, de carga, de juegos, de diversión y de amenos paseos, entre otros usos.

El recado es una montura pesada que ofrece gran comodidad cuando en medio del trayecto el jinete lo hace cama, y se cubre con el poncho. Los pies protegidos por las botas fuertes o las de potro con los dedos afuera. También se usaban antes calzoncill­os de cribo y fleco y chiripá. Llevaban junto al recado lazo y bolas, aun cuando nunca hubieran enlazado un solo animal. No faltaban las espuelas grandes –de rodajas aunque fuesen de hierro–; los estanciero­s ricos las llevaban de plata hasta de dos o tres libras de peso. Con estas pilchas atravesaba el pueblero la ciudad de regreso a la campaña.

Los jóvenes solían despedirse de las familias de su relación, y estas despedidas podían durar dos o tres días, nos dice José Antonio Wilde en su magnífico libro Buenos Aires desde setenta años atrás. Él nos cuenta que el agauchado despedido entraba en una casa produciend­o un ruido áspero, fruto de las enormes rodajas de las espuelas que rechinaban sobre el pavimento del zaguán.

La joven de la que venía a despedirse se admiraba del bordado del tirador, del cabo y la vaina cincelada del inmenso puñal, del tamaño de las espuelas… y no había más remedio que invitarlo con unos mates acompañado­s de rosquillas o de tortas fritas.

En esa época el gaucho más lujoso o más “platudo” llevaba como adorno en su tirador 40 o 50 patacones, y también algunas onzas de oro; muchos depositaba­n allí toda su fortuna. Pero también gastaban riendas con argollas y pasadores de plata, cabezada y fiador del mismo metal, chapas de plata en la cabezada del recado, estribos pesados con adornos de metal, y en el Norte usaban los estribos de baúl o trompa de chancho tallados en madera de algarrobo.

El rebenque solía tener cabezal de plata, a veces con rosetas o adornos de oro. Los estribos de sahumador y el pretal fueron introducid­os por los orientales del general Oribe.

Pero volvamos al recado: por gran número de años, muchos hombres de campo no conocían otra cama que su recado. Porque en aquellos años las distancias eran largas para el caballo, y los campos despoblado­s, salvo las postas donde se cambiaban caballos y se proveía al viajero de agua fresca y de algún alimento, pero dormir allí en cama era imposible por las chinches, las pulgas, garrapatas y roedores que pululaban por las postas. Por lo tanto, a campo abierto, o debajo de un árbol frondoso, el viajero tendía su recado colocando las piezas que formaban su “apero”. Primero la carona, luego las jergas y el cominillo, y para cabecera el recado relleno con la chaqueta o el poncho, más la ropa sacada antes de acostarse. Por mucho que no se crea, podemos asegurar que ésta era una magnífica cama después de una jornada de 25 o 30 leguas de viaje por caminos abruptos y a veces salvajes. Esto afirma José Antonio Wilde (1813-1885), gran observador de las costumbres de su época.

Imaginemos al gaucho viajero después de cruzar por tierras de pastos duros, guadales y pantanos, siguiendo caminos de tierra que más se parecían a huellas, y que el hombre ve a lo lejos un poblado y piensa que en el poblado encontrará una pulpería donde reforzar su ya extenuado cuerpo. Y es así que arriba a uno de esos históricos despachos de bebidas, donde también se vendían bienes de consumo como azúcar, hierba, sal, porotos, velas, etcétera, más algunos implemento­s para las tareas de campo. La pulpería también era lugar de encuentro, de charlas y de payadas entre reseros, gente del lugar y viajeros. La pulpería es infaltable en los relatos camperos de los siglos XIX y XX.

El extraño nombre de pulpería derivaría –según el investigad­or y amigo Fernando Assunçao– de pulpo, pues parece que en ellas se encontraba­n pulpos disecados colgados sobre el muro tras el mostrador.

Nuestro viajero está llegando al fin de su viaje, y su cara se ilumina, a pesar del cansancio, cuando sale a recibirlo la peonada con cariño y admiración por la riqueza de sus ¡pilchas gauchas!

Muchos hombres de campo no conocían otra cama que su recado; por las pulgas y roedores, era imposible dormir en las postas

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