“Los libros dejan marca donde hay territorio”
Daniel Guebel. La publicación de su nueva obra, Las mujeres que amé, confirma la voluntad del autor de explorar diversas voces narrativas y la mirada que tiene sobre su producción literaria, que concibe como un mapa en el que todos los textos se relacion
“E s curioso que sepa en la escritura aquello que no puedo reconocer en la vida”, dice Daniel Guebel, en un tono irónico que no puede esconder la sinceridad de la frase. Tal vez por eso no se conforma con desarrollar una voz narrativa: quiere explorarlas todas. Sin someterse a cánones preestablecidos ni a fórmulas de género, ha creado un territorio personal.
Una vez más su vocación radical por la literatura aparece en Las mujeres que amé (Literatura Random House), su nuevo libro. En las dos nouvelles que lo componen la prosa es frenética. “Una herida que no para de sangrar” es una historia demencial donde la ironía llega al desborde en la voz de un escritor que se cree exitoso y está a punto de perderlo todo. En el otro relato, que da título al libro, se cruzan realidad y ficción para dar velocidad a una serie de reflexiones sobre la experiencia amorosa de un escritor burgués de mediana edad.
Guebel entiende su obra como mapa cosmológico, donde cada libro influye y se relaciona con los demás, con brillos e intensidades diferentes. De acuerdo con eso, las dos nouvelles son, de modo más o menos explícito, desprendimientos de Derrumbe (Mondadori,2007), historia confesional e hiperbólica de una separación, que fue uno de los libros de Guebel más celebrados por la crítica y los lectores. A su vez, en ellas retoma el núcleo que encontró hace veinte años en Matilde, otra novela clave en su producción, que la editorial Galerna reedita este mes, centrado en “el punto donde el protagonista y narrador enloquece con la desaparición de una mujer”. –El narrador de “Una herida que no para de sangrar” avanza en el dilema que lo obsesiona hasta el delirio. –El personaje está loco de vanidad desde el inicio. Freud definió el narcisismo como una herida que no para de sangrar. Me pareció una definición perfecta para hablar de ese tema y de la pérdida amorosa. La novela está construida como un combate ante el cercenamiento de una realidad que no condice con las ilusiones que tiene el narrador respecto de sí mismo. Es decir, cree que es una figura relevante de las letras, una personalidad fascinante, y va a tomar sol a la playa con una sunga atigrada. –¿Qué importancia tiene el narrador en tu literatura?
–A lo largo del tiempo he descubierto que el arte de un autor no es necesariamente la invención de personajes ni el trabajo con los géneros sino el desarrollo de los fantasmas de distintos narradores que son finalmente inapresables. Figuras que no se sabe por qué hablan así ni por qué hacen aparecer determinados elementos narrativos. El fantasma del narrador es el personaje más poderoso de la obra de un escritor. –Tu protagonista da una conferencia en la que explica por qué el Quijote se convirtió en el Martín Fierro. ¿Esa mutación es la misma que sufren tus personajes? –De alguna manera sí. La transfiguración es una de las figuras centrales en mis textos. Algo que entra de una manera se convierte en otra cosa en el curso del relato. Más que una comedia sobre la vida literaria, “Una herida que no para de sangrar” es la competencia especular con el álter ego. El yo que se convierte en otro, el otro que se convierte en yo. –Y en “Las mujeres que amé” la voz del narrador es una presencia tan real que se confunde con la del autor… –Tengo la ilusión de que cuantos más elementos de la realidad y de la experiencia acontezcan en el texto más naturaleza ficticia tiene, porque el relato del sufrimiento amoroso tiene estructura narrativa en sí. Hace unos días leí una frase que había dicho Piglia, acertada por lo obvia: “No se puede pensar la literatura del yo sin la experiencia del psicoanálisis”. Me senté a escribir un diario, a poner día por día qué iba pasando, lo que ya había empezado a hacer en Derrumbe. En aquel momento me propuse escribir una precipitación de la realidad desde el punto de vista de mi padecimiento por mi separación. A la media página me di cuenta de que no podía contar literalmente eso porque el cúmulo de percepciones, pensamientos en un momento de gran perturbación emocional supera las posibilidades de narrarlo. Todo se sucede de un modo infinito. En “Las mujeres que amé” pensé escribir un diario de ese padecimiento amoroso ligado a una pérdida puramente sentimental y se convirtió en otro cosa.
–¿En qué?
–En la oportunidad de una especie de autoexamen. Me siento orgulloso de haber podido escribir un libro que al mismo tiempo ahonda, desplaza y deriva. Porque paso del amor al examen de la lógica amorosa, de la lógica a la infidelidad, de la infidelidad al sacrificio, del sacrificio a la meditación sobre las relaciones entre el cristianismo y el judaísmo, del examen de mi experiencia amorosa infantil a mi combate personal con el demonio y luego, de la recuperación de la figura amorosa que me desgarra y me eleva a los cielos. Al mismo tiempo, me parece de una rara obscenidad poder firmar y publicar un libro tan narrativo y tan íntimo. –La reflexión que hacés sobre una falsa paradoja lógica lleva a pensar que la racionalidad es lo que impide reconocer el amor antes de perderlo… –Claro, el amor es el punto ciego de la duda sin fin. Y al mismo tiempo, ¿cómo habría una apuesta tan absoluta que postulara la existencia de un amor sin tacha, sin mengua y sin variación? Es una especie de eternidad estática. Es el horror. Pero es una apuesta que en realidad deriva en el crimen. El objeto de amor más amado, en realidad, debe ser asesinado para ser conservado puro y prístino en la memoria. –Hay puntos en las dos novelas donde el enamoramiento hace perder toda noción de realidad ¿Tiene alguna vinculación con Fragmentos de un discurso amoroso, de Barthes? –En el momento en que me dejó una novia, Lucía Blanco, me regaló ese libro a cambio del abandono. Evidentemente algo de eso debe de haberse trasladado a mis libros ligados al análisis del amor, sobre todo en el momento de la pérdida como una especie de lección a futuro respecto de la complejidad del tema amoroso. Es curioso, porque la cuestión del amor y la pérdida de la mujer es anterior a la lectura de ese texto de Barthes, está, por ejemplo, en Matilde. Los libros dejan marca donde hay territorio, si no, me habría resultado indiferente.
–¿Cómo opera tu libro inédito El absoluto respecto de las dos nouvelles? –Claramente las dos son desprendimientos narrativos, conceptualizaciones derivadas de
Derrumbe que, a su vez, está prefigurado en mi novela El absoluto. Son seis generaciones de artistas, lo singular es que todos ellos han cambiado desde su respectiva práctica la historia del arte, del pensamiento y de la política sin que el mundo haya reparado en ello. Incluso uno de ellos salvó al mundo del Apocalipsis. Es un libro que condensa todo lo que aprendí como escritor y al mismo tiempo se convierte en el centro de irradiación que opera en los libros que escribí después. Reordena la idea del escritor que soy y corta la ilusión de la infinita variedad. Simplemente, así como escribir de alguna manera es reordenar la biblioteca, porque la literatura se hace de literatura además de la pasión personal y los hechos que a uno lo determinan, la escritura reordena la propia zona de escritura personal.