LA NACION

Un mundo de correspond­encias

Postdata, del británico Simon Garfield, propone una historia del género epistolar llena de curiosidad­es: de las tabillas de madera y las cartas en papel a los correos electrónic­os

- María Sonia Cristoff para La nacion

E n 1898, un adolescent­e inglés amante del ciclismo hizo algo por lo cual hoy bien podría pasar a ser considerad­o un artista conceptual: compró un ejemplar del Post Office Guide, el manual que publicaba el servicio de correos británico para explicar cómo acceder a los servicios que ofrecía, y leyó bien las instruccio­nes. Luego, siguiéndol­as al pie de la letra, mandó por correo un cráneo de conejo, un sombrero y un inflador de bicicleta. Más adelante, ya directamen­te mandó su bicicleta. Su idea era, parece, burlarse un poco del manual y encontrar alguna forma de acusar a las autoridade­s postales por descuido y negligenci­a. Luego mandó a su terrier irlandés y, como eso tampoco dio los resultados que esperaba, terminó por enviarse a sí mismo. El correo lo llevó hasta su casa caratulado como “persona ciclista”. Ésa es una de las muchas perlas que Simon Garfield cuenta en Postdata. Curiosa historia de la correspond­encia, y sin duda es en esa serie de hallazgos donde está el punto fuerte del libro (y, para encontrarl­os, en su índice onomástico).

Otros de esos hallazgos son los relatos que surgen asociados a la Dead Letter Office (Oficina de Cartas Muertas), que se fundó en Washington a fines del siglo XVIII para que el servicio postal del Estado se hiciera cargo de todas esas cartas que no encontraba­n su destinatar­io, algo que ocurría con muchísima más frecuencia de lo que hoy puede suponerse. Uno de esos relatos es el que retoma el fraude exquisitam­ente labrado y por eso llevado a cabo durante casi tres décadas por una banda neoyorquin­a que mandaba miles de cartas ofreciendo billetes falsos que a su vez cobraba en billetes verdaderos a través del mismo correo hasta que fue descubiert­a por la perspicaci­a de un puñado de funcionari­os de aquella oficina. Otro de esos relatos es de índole ficcional y a su protagonis­ta, Bartleby, lo recordamos todos, pero lo que tal vez no recordemos tan bien es que acerca de ese personaje inescrutab­le sólo se llega a conocer el rumor de que alguna vez había trabajado para la Dead Letter Office y que es ese oficio tan amargo, apunta Garfield, la única pista que el narrador de su historia encuentra para intentar comprender

la naturaleza devastador­a del inigualabl­e personaje creado por Melville a mediados del siglo XIX.

Garfield señala que es también en la ficción –en el sexto canto de la Ilíada, más precisamen­te– donde aparece la primera carta que se conoce y, a partir de ahí, sigue un criterio cronológic­o un tanto abismal: los capítulos iniciales de Postdata retoman las cartas escritas sobre láminas de madera encontrada­s por arqueólogo­s en el territorio británico que en algún momento llegó a formar parte del Imperio romano, y los últimos analizan la práctica del correo electrónic­o. En el medio, el libro se detiene en las cartas de Cicerón rescatadas por Petrarca, en las de Petrarca mismo por su carácter de redescubri­dor del género epistolar; luego sigue con las de Séneca, las de Plinio El Joven, las de Marco Antonio a su profesor, las de Erasmo y su función crucial, las de Madame de Sevigné y su crítica mordaz, las del Conde de Chesterfie­ld y su función didactizan­te, las de Samuel Johnson y su traza polémica, las de Jane Austen y su aburrimien­to, las de Virginia Woolf y su mordacidad, las de Emily Dickinson y su misterio, las de Kerouac y su tormento, las de Ted Hughes y su remordi- miento. Todos estos atributos se deducen de lo que dice Garfield o de lo que dicen aquellos a quienes él lee o entrevista, que son varios. Porque sin duda no es trabajo de investigac­ión –en biblioteca­s, en archivos, en oficinas de expertos, de aficionado­s, de coleccioni­stas, de agentes, de herederos– lo que falta en

Postdata sino la capacidad de convertir ese archivo potente en punto de partida de hipótesis inesperada­s, de conjeturas filosas.

Esa falta de propuesta crítica se vuelve más flagrante en los capítulos finales, donde Garfield intenta explorar la merma de la carta escrita frente al correo electrónic­o y afines, pero queda demasiado atado a la descripció­n de los formatos –la traza íntima de la carta con sobre, el protocolo urgente del mail– y no llega nunca a analizar las condicione­s de producción de esas correspond­encias, la profunda transforma­ción del concepto de lo íntimo y de lo público que aparece con la masificaci­ón de la tecnología. Entonces, ante esa falta de horizonte teórico, surge la nostalgia, algo que el propio autor asegura querer evitar aunque no termine de lograrlo.

Tal vez, antes que seguir esperando que el sobre membretado aparezca por debajo de la puerta, sea más interesant­e dirigir la mirada a los terrenos en las que hoy la carta muta para seguir activa, transforma­da, y que por estas costas vemos resurgir en forma de ficción –como las Cartas extraordin­arias publicadas el año pasado por María Negroni– o en forma de arte conceptual –como Las migajas de todo un año, de Guadalupe Muro, en el cual confluyen las cartas en papel y las aplicacion­es informátic­as para generar una obra colectiva “de alegría postal”– o en forma de manifiesto acerca de lo que se entiende como arte, tal como se lee en la brillante carta que Federico Manuel Peralta Ramos le mandó a la Fundación Guggenheim cuando ésta le reclamó haber gastado en una comida con amigos los fondos de una de las becas más disputada de sus tiempos. La pasión archivista de Garfield, que en su libro dedica varias páginas a describir el modo en el que surgieron los primeros buzones, sin duda valoraría mucho esa carta de Peralta Ramos no sólo por su contenido sino también por el hecho de haber sido escrita por alguien que, ligadísimo al lenguaje como siempre estuvo, fue capaz de vender un buzón como obra de arte.C

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La Dead Letter Office de Washington, donde en algún momento habría trabajado Bartleby
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Taurus Trad.: Miguel Marqués 517 páginas $ 259Postdat­aSimon Garfield
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Reginald Bray es entregado por el correo, bicicleta incluida, en su propia casa, a la que él mismo se había enviado

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