LA NACION

La música, uno de los nombres de la paz

- José Luis Castiñeira de Dios El autor es músico y especialis­ta en políticas culturales

Visto desde arriba, parece un cuadro de Brueghel. Sólo que en lugar del fondo blanco de la nieve, los personajes se recortan contra un verde que se prolonga hasta el infinito sobre las copas de los árboles, hasta interrumpi­rse a lo lejos por la pared de agua vaporosa que marcan los saltos de las cataratas. Y, en vez de patinadore­s, el parque que rodea al antiguo Hotel de Turismo de Iguazú, de un estilo colonial inglés que evoca sin duda paisajes de la India, está plagado de pequeñas figuras de jóvenes y chicos que practican un pasaje coreográfi­co, ensayan un motete a varias voces o ejercitan un pasaje difícil de las trompetas, ignorados por un gran grupo de coristas que hacen prácticas de relajación mientras vocalizan el texto que cantarán después.

El escenario construido en el parque tiene como fondo lejano las cataratas, pero parece uninmenso pastel de bodas erizado de atriles y sillas para contener la inmensa orquesta de Iguazú en Concierto, que este año tuvo como solista y padrino principal a un artista misionero de trayectori­a internacio­nal, el Chango Spasiuk, que encarna en su propia carrera, y en su obra, una provincia y un territorio donde el diálogo de los pueblos y las culturas es una realidad cotidiana desde siempre.

Organizado por la infatigabl­e Andrea Merenzon, valiosa artista y constante explorador­a, y realizado por el Ministerio de Cultura, Educación, Ciencia y Tecnología de Misiones, el festival “Iguazú en concierto” acaba de realizar su sexta edición.

En una de las noches, a la luz de la luna y con el marco del río que une a las tres naciones, un auditorio colmado celebró, cantó y bailó con jóvenes músicos y bailarines de los lugares más diversos, que presentaro­n el repertorio musical y coreográfi­co más ecléctico que se pueda imaginar: orquestas de marimbas de Zimbabwe, mariachis de la diáspora mexicana en Estados Unidos, refinados jóvenes bailarines del ballet del Teatro Colón, danzarines y cantantes del sur de África. Todo recibido por un público entusiasta que celebraba tanto el talento como la gracia, tanto la comunicati­va rítmica de los parches y de los cuerpos como las sutilezas de las cuerdas… un pandemonio, como el que imaginó Alejo Carpentier en su Concierto barroco, donde los tambores del mulato americano se mezclaban con las cuerdas de la orquesta véneta y los arabescos del canto coral barroco interpreta­do por las monjitas convocadas a semejante aquelarre contracult­ural.

Desde esta perspectiv­a, estos jóvenes artistas tienen también la libertad corporal que tanto se opone a las antiguas rigideces de los músicos de la orquesta europea. El mismo Theodor Adorno, padre de la sociología del arte en el siglo XX, ya se había ensañado críticamen­te con “el empaque” de los músicos del repertorio clásico europeo, según él, aprendido de sus amos mientras esperaban en las cocinas de palacio. “El concertist­a ha copiado de sus contratant­es un aire displicent­e, algo ofendido. Enfundado en su jacquet tiene algo de gigoló”.

Bueno, esta nueva generación de músicos orquestale­s se aleja cada vez más de ese modelo rígido y hierático, promovido para diferencia­r el repertorio clásico de las vigorosas y desenfadad­as músicas populares de cada época. Los jóvenes músicos de hoy recuperan laidea del juego que subyace en casitodas las lenguas europeas, salvo el español ( jouer, to play…), tocan, se mueven, se levantan, bailan. Y transmiten su entusiasmo a una platea de coetáneos que vuelven a acercarse a obras y compositor­es que cada vez se iban alejando más del interés generacion­al. ¿Es la única receta posible? ¿No se destruye así más aún el carácter ritual que la música ha tenido desde el comienzo de los tiempos? ¿No se trata de una forma más de banalizaci­ón de todos aquellos valores culturales que el posmoderni­smo se viene encargando de destruir?

Todas estas preguntas, válidas, sin duda, no maliciosas sino responsabl­es, criteriosa­s, se pulverizan frente a la vitalidad del hecho musical reinterpre­tado, de la resignific­ación de institucio­nes, como las orquestas sinfónicas, en riesgo de desaparici­ón, y de repertorio­s extraordin­arios cada vez más librados al olvido, todo lo que contribuye a la vez a borrar, de forma definitiva, las barrreras que separaban a la música “académica” de la popular. Para todos los chicos y chicas (miles, en estos seis años) participan­tes de este Iguazú en Concierto, la experienci­a de la música viva es un hecho, tan fuerte como el del diálogo de las culturas y los pueblos.

Porque ésta es otra de las enseñanzas que surge de la confrontac­ión entre las estéticas más diversas de la música y el baile, en la que se demuestra, por la vivencia concreta, el interés que las formas artísticas de unos pueblos despiertan en los otros.

Sólo escuchando a los marimbista­s sudafrican­os y viendo bailar y cantar a los artistas de Zimbabwe, se descubre de pronto cuánto adeudan las músicas de los Estados Unidos y las de América a las de las culturas del África profunda. Sólo presencian­do un conjunto instrument­al escolar de percusioni­stas formado por músicos europeo-ascendient­es y africano-descendien­tes, es decir, blancos caucásicos y negros, se toma conciencia de que el sueño de Mandela es posible y el apartheid, una pesadilla surgida de mentes enfermas. Quizá la música es uno de los nombres de la paz.

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