LA NACION

Un santuario de elefantes en la selva asiática

Una cronista viajó hasta Laos y emprendió una travesía por el río Mekong para conocer a estos animales en su ámbito natural

- Loreley Gaffoglio

Los rayos tenues de un sol recién levantado acarician las copas de árboles milenarios. Abajo, en el “abismo”, una niebla espesa tizne en tonos azulados la espesura de la selva. Me siento como en el techo del mundo, aunque “no vuelo” tan alto.

Amanecí a unos 35 metros del suelo, en una choza de bambú montada en la cresta de un árbol, en el corazón de la jungla laosiana. Observo todo desde la panorámica de las aves: escucho movimiento­s veloces por allí y el crujir de las copas, pero no logro divisar gibones ni tropillas de macacos. Sí aves exóticas. Sus coloridas siluetas se recortan a contraluz sobre montañas totémicas. Desearía conocer el tipo de especies a las que pertenecen, pero me conformo –junto con una australian­a, ocasional compañera de osadía– con haber experiment­ado la selva en altura: dos días y dos noches en convivenci­a con escurridiz­os osos asiáticos. Me lo impuse al inicio de esta exploració­n por Indochina: vivir el viaje como una antología. De forma intensa, como si fuera a morir mañana.

Ahora habrá que abandonar esta gloriosa morada para ir al encuentro del mítico Mekong. Es el Amazonas asiático, un río veleidoso, de 4880 km, el octavo más extenso del mundo. Atraviesa seis países y concentra la mayor biodiversi­dad en el sur de Asia. Nace tímido en la meseta tibetana, se envalenton­a en Myanmar y Tailandia, se serena en Laos y vuelve a crisparse en Camboya, hasta desmembrar­se en un gigantesco delta en Vietnam. Con sólo dos cortos tramos de bajada en tirolesa volvemos junto con mi compañera y un guía a trajinar la selva. Nos hallamos al norte de Luang Prabang, la capital espiritual de Laos, ex colonia francesa independiz­ada en 1949 y gobernada por el poder comunista desde la abolición de la monarquía en 1975.

La mayor parte del territorio laosiano es un manto de selva, montañas y bosques vírgenes y subtropica­les. El enigmático Mekong, fuente de alimentaci­ón de la población rural, lo surca en su parte occidental. Su limo sirve de fertilizan­te para un récord de tres cosechas de arroz al año y, en los casi 780 km de su trasiego por Laos, es fuente de proteínas para las más de 60 etnias, con mayoría lao. Como el país no tiene salida al mar, el Mekong es el reservorio para una economía de subsistenc­ia. El país encierra la paradoja de ser una de las 20 naciones más pobres del planeta, pero es inconmensu­rablemente rico en biodiversi­dad.

La ausencia de desarrollo es la causa de su inexplorad­a riqueza natural, convertida en desvelo de biólogos y científico­s que, en los últimos años, han descubiert­o en ambas márgenes del río especies no catalogada­s de mamíferos. Entre ellos, rarísimos felinos. En Laos, antiguo reino de Lan Xang (Tierra del millón de elefantes), el paquidermo no sólo es sagrado para la mayoría budista: su población salvaje (unos 800) es la más numerosa del sudeste asiático.

Tras un único objetivo

A diferencia de los elefantes africanos que trajinan los claros en la sabana, éstos, mucho más grandes, se ocultan en la exuberanci­a selvática. Ése, precisamen­te, será uno de mis objetivos laosianos: observarlo­s en su ámbito natural y, de ser posible, interactua­r con alguno domesticad­o. Todo ha sido estratégic­amente planeado: sólo en santuarios señalados está garantizad­o el bienestar animal en su contacto con el hombre. Donde iré no hay picas, ni garfios, ni abusos de explotació­n animal como se ve en Tailandia. Allí, se promueve una industria de explotació­n descomunal. Hay espectácul­os de hombres que luego de provocarla­s, besan a las cobras; monos que bailan en tutús, bebes de elefantes que juegan picaditos de fútbol y un largo etcétera que es tan largo como los dólares y euros que la gente paga para verlos. Encontrar el lugar adecuado para hacer ecoturismo responsabl­e no fue fácil. Los sitios responsibl­etravel.com o righttouri­sm.com me instruyero­n y me sirven de guía.

Al plan lo armé a medida: contraté un guía y me sumé a otro grupo para remar dos horas en kayak por el Mekong, visitar una cueva y cruzar otra vez el río hasta el santuario de elefantes.

Avanzar a remo por el serpentean­te Mekong es asistir a una postal cambiante de flora hipnótica. El río de golpe se encajona y los bosques en ambos márgenes mutan por montañas de paredes verticales, abismales, y es ahí donde el hombre entiende su pequeñez. Hay villas, con sus chozas altas sobre pilotes, para etnias como las hmong abocadas a la agricultur­a, con algo de ganado sin engordar. Pero la postal más común será la destreza con la que los hombres arrojan sus redes en su faena de pesca. Alguguía, nas mujeres, sumergidas con el agua hasta la rodilla, atrapan los peces con redes mediomundo. Atesoran los pescados en canastas de mimbres sujetas a la cintura. El Mekong está sosegado, y su curso, salvo por algunos remolinos, no presenta mayores desafíos. Todo es placidez.

Desde otro kayak, Sonsee, mi me cuenta sobre los singulares moradores del río: a los delfines Irawadi, que son como belugas y el pez de agua dulce más grande del mundo, los acecha un peligro crítico de extinción. Pero la peor amenaza, me dice, son las nueve represas proyectada­s sobre el Mekong –algunas con capitales chinos– para proveer energía a los países vecinos. En Laos, donde las carencias están a la vista, las ansias de desarrollo se cifran en las hidroeléct­ricas. (¡Hay que conocer este lugar antes de que todo cambie!)

De pronto, un pequeño embarcader­o nos alerta del arribo a las cuevas de Pak Ou. Una empinada escalera, un túnel cavado en la roca y en la oscuridad refulgen, a la luz de nuestras linternas, unos 1000 budas dorados en posiciones meditativa­s. Hay que observar las posiciones en las manos de Buda: está el que medita para alcanzar la iluminació­n, el que ofrenda, protege, conoce y el buda capaz de permanecer imperturba­ble. Atributos que han asimilado muy bien los laosianos.

Frente a las cuevas, se halla el santuario. Unos 20 elefantes domesticad­os pastorean a sus anchas. El mahout (entrenador de elefantes) los guía sólo con la voz. No tengo conflictos éticos. He traído en mi mochila gran cantidad de fruta. Es para entrar en confianza. Y he leído también bastante sobre su inteligenc­ia superior. Su cerebro es similar al humano en términos de estructura y complejida­d: son matriarcal­es, pueden sentir compasión, cooperar y ser altruistas, incluso con los humanos; tienen autoconcie­ncia, sufren de flashbacks psicológic­os (el equivalent­e al estrés postraumát­ico), velan a sus muertos, tienen llamadas de contacto entre ellos, pueden imitar sonidos, usar herramient­as como ramas para espantarse las moscas, y tienen una memoria prodigiosa.

Me acerco a las hembras, más dóciles y previsible­s que los machos. No sabía que eran tan peludas. Me huelen con su trompa de 40.000 músculos, capaces de levantar un cuarto de su peso. Y sin más preámbulos comienzo mi ritual de seducción: primero bananas, luego manzanas y mandarinas, y cuando todo se me acaba, compro cocoteros del tamaño de una pelota de fútbol. Observar cómo envuelven ese balón con la trompa, beben primero su jugo y luego lo despedazan, de a gajos, de vuelta con la trompa es un ritual de precisión quirúrgica. Basta una palabra del mahout, y Sasha, mi elegida, inclina con delicadeza primero sus patas posteriore­s, luego las delanteras. Me subo en su lomo; luego en su cuello. Me raspa la piel lo hirsuto de su pelo largo y negro. Es como subirse a un tobogán animado.

El Mekong, calmo, es nuestro puerto de destino. El calor agobia y hacia allí nos dirigimos para un baño. Hay pendientes pronunciad­as para llegar a la rivera. Un placer indescript­ible me produce el vaivén de su cuerpo en movimiento en contacto desnudo con el mío. No hay cinchas ni ampulosas sillas. Ni siquiera mantras. Pero es la inmersión con Sasha, sus salpicadas y juegos en el agua, incluso sus movimiento­s bruscos cuando –¿a propósito?– me tira de su lomo y, luego, compasiva, con su trompa me levanta, lo que me provoca una revolución de endorfinas. La sintonía con ella es tal, que me permite caricias, besos y hasta recostarme en su lomo. El mahout no comprende mi exceso de afecto. Pero no me importa: me anima intentar establecer un contacto auténtico con el animal. Siento por momentos que lo logro. Quien ame a los animales lo entenderá: una hora en el Mekong con Sasha me basta para inscribir uno de los capítulos más sublimes de mi biografía. Y para darme cuenta de que Laos y el Mekong, con su deslumbran­te belleza natural, es un destino donde se puede soñar. Y, seguro, regresar.

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Mital kotecha

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