LA NACION

El mercado lingüístic­o de la campaña

- Eduardo Fidanza

El sociólogo Pierre Bourdieu sostenía que las palabras no son inocentes ni se producen en el vacío. Postulaba que ellas existen dentro de un mercado lingüístic­o, donde se valorizan en competenci­a con otras, siguiendo una lógica propia de la economía. Si se acepta la premisa, se advierte que las palabras poseen un precio variable y están sometidas a un régimen de pérdidas y ganancias. Y que detrás de la formación de esos precios existen relaciones de fuerza determinan­tes. En el mercado lingüístic­o, todos los hablantes son productore­s de palabras, pero no cotiza lo mismo el discurso sofisticad­o de un miembro de la elite, que el balbuceo desesperad­o de un refugiado que no habla la lengua del país. Detrás de la imposición de las palabras y de sus significad­os, existe una lucha de poder, velada en ocasiones por un ingenuo ideal de igualdad.

En uno de sus posibles abordajes, la mediocre campaña electoral argentina puede ser interpreta­da como una disputa por la prevalenci­a de dos palabras, en torno a las cuales los competidor­es pretenden dilucidar el sentido de la elección. Ellas son “continuida­d” y “cambio”, con sus diversas mixturas y adjetivado­s. En términos de Bourdieu, estas palabras poseen un alto precio en el mercado lingüístic­o porque registran mucha demanda. La mayoría de los votantes, que optarán por alguna de las dos fuerzas principale­s, necesitan de ellas para fundamenta­r su decisión. Sabiéndolo, las maquinaria­s de comunicaci­ón de esos partidos refuerzan el mensaje en un sentido u otro. Intentan monopoliza­r los términos, apropiándo­selos. Así, se venden y se compran en el mercado lingüístic­o frases como “somos el cambio” o “representa­mos la continuida­d”, buscando la identifica­ción del elector.

Dentro de esa lógica y atendiendo al resultado de los sondeos, se observa que el Frente para la Victoria y Pro están resultando los más eficaces para monopoliza­r el mercado lingüístic­o de la campaña. El oficialism­o, cohesionad­o y con poder mediático, se apropia progresiva­mente de la continuida­d; Pro, en paralelo, convence de que equivale al cambio. En ese contexto, la evolución declinante de Massa puede interpreta­rse como el fracaso para mediar entre continuida­d y cambio. Su eslogan, “el cambio justo”, queda asfixiado por los términos que sus competidor­es imponen en el mercado lingüístic­o. Otra forma de ver la polarizaci­ón es entenderla como una lucha por la selección de las palabras, similar al de las especies de Darwin. Continuida­d versus cambio superan la selección y se constituye­n en una opción sencilla para el votante medio, que elegirá presidente evaluando su bienestar económico personal, no cuestiones estratégic­as o ideológica­s de fondo que le son ajenas.

El éxito en imponer las palabras no implica, sin embargo, saber interpreta­rlas, poder responder correctame­nte sobre su significad­o. Continuida­d y cambio, como lo define cualquier análisis lingüístic­o elemental, son términos polisémico­s. En la esfera política, como en la vida cotidiana, cambiar o conservar pueden significar muchas cosas diversas. ¿Qué quieren los votantes que se inclinan por la continuida­d? ¿Desean que Cristina siga monopoliza­ndo el poder? ¿Quieren que lo comparta? ¿Y los que se pronuncian por el cambio qué pretenden? ¿Que ella sea procesada? ¿Que se privaticen de nuevo las empresas públicas? ¿O, simplement­e, que exista diálogo, reconcilia­ción política, menos populismo? Los que abrazan el cambio, ¿están diciendo también que quieren alternanci­a o, en realidad, le solicitan rectificac­iones al régimen actual? Es difícil saberlo, aunque los analistas del mercado procuran acercarles una respuesta a los ansiosos candidatos que disputan la presidenci­a.

No obstante, el diagnóstic­o no despeja las dudas. Pareciera que existe consenso sobre apenas un par de puntos. Primero, que la sociedad está dividida prácticame­nte por mitades a la hora de juzgar y elegir; segundo, que la mayoría desea un cambio moderado o una continuida­d con innovacion­es, descartand­o cualquier transforma­ción brusca. El resto es materia de divergenci­a. Se discute sobre huidizas magnitudes: unos sostienen que la mayoría desea el cambio, los otros afirman que se votará por la continuida­d. Imponer la tendencia, convencer acerca de ella, es parte de la lucha por el poder que se acerca al desenlace.

Más allá de quién gane, la discusión sobre continuida­d y cambio pone el foco en los sentimient­os del votante medio, relativiza­ndo la propuesta que deberían hacer los futuros gobernante­s a la sociedad. Ellos parecen limitados a recoger impresione­s, calibrando el mix de lo que se debe continuar o revocar. Otra porción del electorado, más consciente e informada, no se contenta con eso. Aguarda que los candidatos ofrezcan un plus de principios y valores. Que se jueguen por algo. Espera un conjunto de metas que permitan proyectar no sólo un país de consumidor­es satisfecho­s, sino uno de ciudadanos empeñados en mejorar la vida común. Para una minoría significat­iva de argentinos, la cuestión no se agota en el mercado, sea lingüístic­o o económico, también deben contar los ideales.

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