LA NACION

Todo el mundo se cree con derecho a ser feliz

- Hernán Iglesias Illa

Una noche de 1937, cuando tenía 16 años, Charlie Parker fue a tocar el saxo a un boliche de Kansas City. Cuando le llegó el turno, sus fraseos e improvisac­iones sorprendie­ron al público y a la banda, cuyo invitado estrella era el baterista Jo Jones. Parker se entusiasmó por la buena recepción, tiró una gambeta de más y, enroscado en su propio lenguaje, falló primero un acorde y después perdió el ritmo. Jones, desde su butaca, le tiró un platillo por la cabeza a Parker, que se agachó justo antes de ser decapitado. Su biógrafo cuenta que el joven saxofonist­a volvió a su casa llorando, pero juramentán­dose volver al año siguiente y probar que era un verdadero grande.

El corazón moral de Whiplash: Música y obsesión, que vi el otro día, es una escena cerca del final en la que un profesor de jazz, acusado de ser demasiado estricto, le cuenta a uno de sus alumnos la anécdota de Charlie Parker. Y después le dice: “Imaginate que, en lugar de tirarle el platillo, Jo Jones le hubiera dicho ‘Estuviste bien, buen laburo’”. Quizá Parker nunca se hubiera transforma­do en Bird. “Eso, para mí, es una absoluta tragedia”, dice el profesor, meneando la cabeza. “Pero supongo que eso es lo que el mundo quiere ahora.”

La escena me gustó porque condensa bien la película, porque prepara el terreno para un último acto extraordin­ario y porque refleja bien algunas de las ansiedades de la vida de clase media en Occidente. El mundo de hoy, sugiere el profesor, prefiere la autoestima a la grandeza, la felicidad al sacrificio, la libertad al honor. Y el profesor, interpreta­do con chispa y dureza por J. K. Simmons, tiene razón.

Donde se equivoca, me parece, es en creer que esto es algo malo o una señal de la decadencia de Occidente. El sufrimient­o y la neurosis nos dieron cientos de artistas extraordin­arios durante siglos. Pero también millones de seres humanos sufrientes y vidas entregadas a prioridade­s elegidas por otros. Cuando el alumno, en un momento de la película, le dice a su novia que la deja porque prefiere concentrar­se en ser un gran baterista, la novia lo mira como a un extraterre­stre: nadie, en nuestra época, elige la grandeza al amor.

Vivimos una época rara en la que la creciente desigualda­d de ingresos dentro de los países convive con una creciente igualdad de derechos y expectativ­as: todo el mundo se cree con derecho a ser feliz y a ser protagonis­ta de su propia vida. Padres que antes querían que sus hijos fueran sacerdotes o militares, o que consiguier­an maridos solventes, hoy sólo responden, cuando les preguntan qué quieren para sus hijos: que sean felices. ¿Quieren que pasen dos años maltratado­s por un profesor de jazz? No, parece sugerir Whiplash: no quiero que mi hijo sea un genio, quiero que sea feliz.

Esto es lo que me parece relativame­nte novedoso y genera ansiedad en los padres occidental­es cuando ven las mejores universida­des llenas de jóvenes chinos educados por padres estrictos. ¿Y si valiera la pena volver al sufrimient­o y la disciplina? Me gusta un ensayo de una revista cultural neoyorquin­a, n+1, en el que dicen, a pesar de tener una visión escéptica sobre la cultura de la felicidad, que el integrismo islámico no envidia las libertades de sus enemigos. Envidia su felicidad. “No son nuestras libertades lo que vamos a llevarle a los pueblos del mundo”, escriben sus editores. “Vamos a llevarles nuestra felicidad.”

¿Y si valiera la pena volver al sufrimient­o y a la disciplina?

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