LA NACION

Dar desde la experienci­a

Después de un fuerte derrumbe emocional, Laura pudo revaloriza­rse y cambiar su futuro. Conoció Casa de Galilea -un centro de desarrollo humano y fortalecim­iento familiar que ayuda a personas a valorarse y poder superar sus momentos difícilese­n donde la co

- Leandro Milán

Laura Flores encontró amor y contención en Casa de Galilea y hoy ayuda a otras mujeres.

Las paredes pintadas de colores, los pizarrones repletos de actividade­s, los rostros amables y las habitacion­es que dan al patio central de la casa hacen que Casa de Galilea remita a un pequeño colegio. Y en cierta forma eso es lo que sucede allí.

Desde hace 10 años funciona como un centro de desarrollo y fortalecim­iento de la familia, de las personas y de sus capacidade­s. “La idea es que dentro de estas paredes las personas puedan sentirse valoradas y aprendan que también pueden armar un proyecto de vida, sin importar su condición social”, explica Mariana Maisterra, directora de relaciones institucio­nales de la Asociación Civil - Amigos de Casa de Galilea.

Entre las personas que caminan diariament­e estas instalacio­nes se encuentra Laura Beatriz Flores, una de las madres operadoras que a través de su historia de vida y su voluntad ayuda a todas las mujeres que llegan a la Casa de Galilea en busca de una mano amiga.

Laura nació en la provincia de Chaco en 1967, lugar donde vivió hasta que su padre se quedó sin trabajo y debió mudarse a Buenos Aires. “Fue una noche fría, que recuerdo como si fuese ayer. Yo tenía 12 años y mi papá me mandó a buscar comida al almacenero. Cuando llegué al almacén me dijeron entre lágrimas que ya no podían seguir fiándome así que volví a casa, preparé lo último que quedaba de polenta y mi papá nos dijo que ya no podía seguir así, tenía que ir a Buenos Aires a buscar trabajo”, resume Laura, lo que considera el momento más triste de su vida.

Dos semanas después de aquella noche, José Luis Flores le mandó los pasajes para que tanto Laura como su madre, Ramona Cardozo, y sus tres hermanos pudieran viajar a Buenos Aires con él. “Mi papá consiguió trabajo de albañil, como la mayoría de los chaqueños que iban a Buenos Aires, y nos mandó los pasajes. Primero paramos en la casa de un tío que vivía en Boulogne, pero no puedo recordar cuánto tiempo fue el que pasamos con él. Estaba tan desolada por haber dejado mi provincia natal que perdí la noción del tiempo”, dice Laura y agrega con la vista posada en los recuerdos: “Éramos chicos, pero con mis hermanos sentíamos que nos habían sacado de nuestro lugar. Mucho más porque veníamos con el miedo instaurado de que la gente de Buenos Aires era mala, soberbia y prejuicios­a”. El primer año en Buenos Aires fue tan difícil para Laura y su familia que perdió un año de colegio para ayudar a su padre a ahorrar el dinero necesario para conseguir su primera casa. “Mi papá tardó un año en juntar la plata para comprar una casita en una villa de emergencia, algo que para nosotros era un concepto nuevo, porque en Chaco existen las casas más o menos lindas, pero no el concepto de villa de emergencia.”

Ya en el colegio y adaptada a la vida de ciudad, Laura conoció a Daniel, su primer novio, del que quedó embarazada a los 16 años. “Primero entré en el Colegio Nacional de Martínez, donde hice un año. Ese mismo año conocí a Daniel, mi primer novio de verdad. Como la vida en Buenos Aires era tan distinta a la de Chaco, me encontré con una libertad que no había vivido nunca. Me hice un grupo de amigos de la villa San Cayetano y empecé a hacer cosas de adolescent­e”, cuenta Laura con una sonrisa y remata: “Así fue que quedé embarazada de mi primera hija: Daniela Benítez”.

Si bien Laura vivía todas las experienci­as con la felicidad propia de la edad, su familia no estaba de acuerdo con el estilo de vida que estaba tomando. “Fue una época confusa para mí. Por un lado era joven, provincian­a, estaba enamorada y todo era hermoso, pero por otro lado mi familia estaba consternad­a. Tuve que dejar el colegio y mudarme a la casa de la abuela de mi novio para poder dedicarme a mi hija.”

La relación con Daniel fue tornándose conflictiv­a a medida que pasaban los años. Aquella historia de amor adolescent­e se vio enturbiada por los fantasmas de la infidelida­d y los celos que él empezó a tener de todo el mundo. “Daniel era bueno, pero con el tiempo esos celos inocentes se transforma­ron en actos de violencia doméstica. Tardé 26 años en despertarm­e y salir de ese estado de somnolenci­a. Quienes me abrieron los ojos fueron las personas de Casa de Galilea.”

La situación con Daniel se volvió insostenib­le cuando Laura le dijo que quería separarse. El delicado momento económico que atravesaba­n, sumado a los tres hijos que tenían juntos, volvía imposible la idea de que uno de los dos buscara otro hogar. “Compartir la casa con él estando separados fue terrible. Yo estaba triste todo el tiempo, la situación era como una guerra sin tregua en la que no vi otra salida que quitarme la vida”, cuenta Laura con cara seria. “Pese a todo creo que en el fondo él me quería. Cuando vio que me quise matar hizo que me volviera a contactar con mi familia en Chaco, algo que antes había intentado evitar a toda costa para mantenerme aislada.”

Aquel reencuentr­o con su familia fue el primer paso para que Laura pudiera salir a flote y tratara de reenfocar su vida. “Mi hermana estuvo conmigo en ese momento de tanto dolor y me dio la fuerza para que intentara hacer algo con mi futuro. Me metí a estudiar maquillaje en un centro cultural y empecé a conocer a otra gente, y me sentí de nuevo feliz. Pero lo más importante en ese momento fue que conocí la Casa de Galilea.”

Al entrar por las puertas de Casa de Galilea, Laura –que había reencontra­do su valía como persona en el centro cultural– terminó de cerrar el círculo y aprendió que el siguiente paso en su camino de sanación era ser una mejor madre. “Si bien estaba mejor conmigo como persona, me di cuenta de que yo había sido una madre básica. Teníala imagen deque ser madre era sólo preparar la comida, tener la ropa limpia y cumplir algunas responsabi­lidades. Pero no, faltaba todo el amor y la contención que es fundamenta­l para poder liberar en un hijo todo el potencial que se tiene como persona.”

El cambio interno que generó su vínculo con Casa de Galilea fue tan fuerte que Laura tomó el valor de sacar a Daniel de su vida, y esta vez también de su casa, para siempre. “Galilea me dio la contención, la fuerza y los consejos para hacer que Daniel se fuera de mi vida y de la casa. Yo seguía siendo una persona pobre, pero me había despertado a una nueva vida.”

La forma de devolver un poco de todo lo que ese lugar mágico le dio fue la de comenzar a ayudar a las otras mujeres que, como ella en

Gracias a Casa de Galilea, Laura pudo reenfocar su vida

un pasado, no sabían cómo actuar ni cómo reaccionar en sus vidas. “Para dar una mano empecé a trabajar como madre operadora. Una de las actividade­s más gratifican­tes que puede hacer alguien en su vida”, dice con orgullo Laura y explica sus funciones en la casa: “Les doy turnos a las madres con las estimulado­ras de Casa de Galilea, las visito si no vienen a una cita para ver qué paso y ver si las puedo ayudar, y voy también a sus casas si necesitan que cuide a sus hijos para hacer algún trámite. Y lo más importante: asesoro a las madres que necesitan ayuda para entender lo que tienen que hacer en un hospital o en una comisaría, en caso de que tengan que ir”.

Laura se define como una persona humilde, pero de gran corazón, y eso lo demuestra cuando le preguntan cómo se ve en unos años. “Yo me veo en el mismo lugar. Amo lo que hago, soy el nexo entre los profesiona­les y las madres que, por mala fortuna, no tuvieron las mismas chances que yo. Sin nuestra ayuda muchas mamás no irían a hacer las cosas que tienen que hacer para que sus hijos vivan una vida digna. Yo soy de este barrio y hago todo para que se viva mejor”, dice con franqueza Laura y agrega con humor: “Yo soy la policía de Galilea, si alguien no viene la voy a buscar, las obligo a que hagan todo lo que tienen que hacer por el bien de sus criaturas. También le doy la leche a los chicos”.

Aquella muestra de amor altruista se ve reflejada en los rostros de la gente que la cruza por la calle. Laura saluda a todos y se detiene a hablar con casi todas las madres que la ven pasar. “Lo que pasa es que muchas veces sos como su psicóloga, te cuentan todo lo que viven y lo que pasan. Es muy común que salga de la Casa de Galilea a las 6 y llegue a la mía a las 8 de tanta gente que me cruzo en el camino. Es lindo poder mostrarle a una persona todo lo valioso que tiene para dar, más allá de lo que posee. Porque si uno no se valora no puede valorar a los demás.

“No es fácil salir adelante cuando todo es oscuro, pero contándole­s un poco las historias que uno escucha, ellas se dan cuenta de que se puede salir, que no hay por qué vivir mal. Se puede ser pobre, se puede tener pocas cosas, pero si el corazón es grande se pueden lograr grandes cosas”, explica Laura y dándole fuerza a su voz declara: “Ojalá que la gente que lea esta nota entienda que el que tiene menos no es por comodidad. Muchas veces es porque no supo cómo salir adelante. Hay que ser más solidarios y entender que ese otro puede ser uno mismo algún día”.

Laura es una guerrera, en actitudes y en palabras; escucharla hace que uno quiera dar ese paso fuera de la zona de confort y entender que para cambiar algo primero hay que animarse a pensarlo.

“Es lindo poder mostrarle a una persona todo lo valioso que tiene para dar, más allá de lo que posee. Porque si uno no se valora no puede valorar a los demás”

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Personas ordinarias que hacen cosas extraordin­arias
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Fotos: LEANDRo MILÁN Laura Flores junto a sus compañeras en Casa de Galilea.

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