Votantes ambidiestros: nunca la idolatría, siempre la infidelidad
Pareciera que hubiera existido siempre, pero recién el 3 de junio de 1987, con la ley de divorcio, los argentinos pudieron volver a elegir. Para quienes tienen menos de 30 años, resulta difícil de creer, pero mucho tuvo que debatir el Congreso aquellos días para oficializar las “camas separadas”. Ésa sí fue una verdadera “ampliación de derechos”. ¿O no, estimado lector en segundas nupcias?
Pareciera que hubiera existido siempre, pero recién el 30 de junio de 1996 los porteños pudieron elegir a “su hombre”. Ese año los habitantes de la ciudad de Buenos Aires festejaron el divorcio más anhelado: se separaron del dedo índice del presidente de la Nación, que elegía a gusto al intendente.
Las palabras del juez de paz fueron gloriosas: “Declaro formalmente a Buenos Aires, ¡Ciudad Autónoma! Con Constitución y gobierno propios”. Fue la primera vez que Nación y Ciudad durmieron, oficialmente, en camas separadas. (Desde entonces se viven reclamando –para decirlo de alguna manera– alimentos.)
El primer novio elegido por los porteños fue el elegante Fernando de la Rúa, cuyo chaqué encogió a partir de 1999, ajustándonos a todos. ¿Por qué el ciudadano de Buenos Aires optó por él? Quizá por rebeldía a ese padre duro llamado peronismo, que venía de imponer a Carlos Grosso, Saúl Bouer y a Jorge Domínguez. Ese 1996 fue el año de la venganza: nunca el peronismo sacó menos votos en la Capital. Los porteños se sentían libres.
¿Qué resultados daría un psicodiagnóstico o perfil psicológico del votante porteño?
No considera un valor la fidelidad, su voto es cambiante y esquivo. Una sola vez trajo un novio peronista a casa. Era un morochón riojano que hablaba y gesticulaba como educado en Suiza: Antonio Erman González, que aquel 1993 ganó la Capital encabezando una lista de candidatos a diputados nacionales.
Fue el único “desliz” (para que no se nos sensibilice el lector peronista, aquí va un mimo: un año antes del derrocamiento de Perón en el 55, la legislación había incorporado una norma que habilitaba el divorcio vincular. Rápidamente la Iglesia la objetó y luego del golpe, la Revolución Libertadora la suspendió. Hubiera sido un gran gol de Perón. Se lo anularon).
Pero sigamos con los porteños: otra característica es que su voto es poco emocional: puede respetar a sus jefes de gobierno, pero nunca adorarlos ni idolatrarlos. No lo hizo con De la Rúa, ni con Aníbal Ibarra (pre-Cromagnon) ni con Macri. Para muchos de los votantes de este último, el actual jefe de gobierno representó en los últimos años, más que el estadista soñado, un dique de contención frente a cierta prepotencia del gobierno nacional.
¿Es un votante “de derecha”? Más parece ambidiestro. Usa la mano que le conviene, según el momento económico-político del país, y usa el voto de látigo: en mayo de 2000 Domingo Cavallo y Gustavo Beliz fueron derrotados por Aníbal Ibarra y Cecilia Felgueras. Ibarra, quien representaba el voto progresista, sacó el 43% de los votos contra el 32% del ex ministro de Economía, que finalmente se bajó del ballottage, obligando a un conocido músico a postergar unos años la llegada de su primer ataque de asco cívico.
Hoy, más de dos millones y medio de porteños pueden votar. Los jóvenes que lo hagan por primera vez podrán decir que son “nativos del voto digital”, porque nacerán como sujetos electorales con el estreno de la Boleta Única Electrónica (que nadie se ponga nostálgico, el “sobre” no morirá jamás).
Cuando miramos atrás y observamos nuestro pasado no tan lejano, la sensación es de ajenidad: ¿éramos nosotros los que hasta 1987 no podíamos divorciarnos y volver a casarnos? ¿Cómo fue que hasta 1996 tolerábamos que nos pusieran el intendente? Las ampliaciones de derechos son como ese mueble nuevo que, cuando está bien elegido y se coloca en el lugar justo, parece que siempre hubiera estado ahí.
El votante porteño no considera un valor la fidelidad, su voto es cambiante y poco emocional: nunca adora ni idolatra a sus jefes de gobierno