LA NACION

Guanacaste, una aventura con luz verde

Bajo estrictos principios ecológicos, esta región tica ofrece playas rodeadas de bosques tropicales, volcanes, cascadas y muy buenos lugares para bucear

- Aníbal Mendoza

Cercada por el océano Pacífico y el mar Caribe, Costa Rica hace pie sobre una franja que apenas sobrepasa los 300 kilómetros de ancho. En su contorno, delineado por relieves a dos aguas, atesora menos del 0,03 % de la superficie del planeta. Y así y todo es uno de sus grandes reservorio­s de biodiversi­dad.

Como esos espejos que replican múltiples versiones de sí mismos, el país ofrece un fractal de paisajes que expanden el horizonte mucho más allá de lo que la geografía digita. Un multidesti­no donde el turista puede experiment­ar marabuntas de olas en sus playas y sumirse al rato en los senderos del bosque tropical. O entrever desde adentro la olla de un volcán a saludar cocodrilos en saltos cuánticos que desafían la lógica.

Con más del 25 por ciento del territorio declarado como zona protegida, Costa Rica pretende ser el primer estado carbono neutral del mundo en 2021. La estrechez geográfica no atempera las ambiciones de reputación. La salvaguard­a de sus ecosistema­s, como el amor por el mediocampi­sta del Fulham inglés, Bryan Ruiz, o el arquero del Real Madrid Keilor Navas, es marca país. Funcionari­os y habitantes hacen bandera de la explotació­n friendly de sus recursos naturales y el mantra Pura vida, recitado a coro, es la contraseña que traduce esa concepción.

En la apuesta se agolpan los sesenta parques nacionales, las Reservas Biológicas y Forestales, los refugios de Vida Silvestre. En esas áreas viven 500 mil especies de flora y fauna autóctonas abanicadas por doscientos microclima­s. Una encicloped­ia de la desmesura, orgullo de los pioneros continenta­les del ecoturismo. Érase una vez en el Oeste

Guanacaste, segunda provincia del país, refleja la vasta densidad del entorno. Tamizadas por las montañas, los ríos, las cascadas, y todo el cotillón del bosque tropical, la región rebasa de promesas de aventura al gusto de cada viajero.

Recostada en el extremo occidental, sus 200 kilómetros de costa presentan un surtido de playas a la marchanta. Desde las vírgenes hasta las populosas, todas destellan por sus aguas cristalina­s y una temperatur­a estable la mayor parte del año. La vegetación llega al borde de la playa, con arenas blancas que viran al amarillo, al rojo, al gris, al negro de los caracoles.

En una primera aproximaci­ón, Flamingo convoca a la pesca deporTexto­s tiva, Playa Grande a las tortugas que llegan a desovar. Tamarino, por su parte, es el parador de los surfistas y los grandes resorts. Cobró fama internacio­nal desde que fue set del filme Un verano sin fin (1994). Desde entonces recibe a miles de exponentes de esta disciplina que le confiriero­n el honor de sitio de culto.

En todos los casos, la carta de presentaci­ón de las playas de Guanacaste es la puesta de sol. Cada fin de crepúsculo, al menos en la temporada seca, ofrenda a los bañistas el encuentro del sol con el Pacífico en el oeste, una caída de telón en degradé sólo posible en estas latitudes.

La provincia también supo granjearse el prestigio como meca global del buceo, un mundo aparte bajo la superficie, con fondos marino ornamentad­os por peces de fantasmago­ría tropical. El Golfo Papagayo tiene de inquilinas a las célebres Islas Catalina, lugar de encuentro de tiburones de puntas blancas; la Playa del Coco, residencia de caballitos de mar y las Islas Murciélago, morada de tiburones toro, entre otras deidades de la vida submarina.

Para quien le huye a la escafandra, una alternativ­a es el paseo en lancha desde la playa Panamá hasta la boca del golfo para hacer snorkeling. Aguas abajo retozan mantas rayas escoltadas por peces soldados que salen de sus refugios.

A su regreso, la embarcació­n avista la presunta casa de Michael Jordan, que desde lejos parece una ermita con votos de frugalidad. Lo que sucede es que cualquier pretensión de sofisticac­ión está regulada por el mandato de conservaci­ón. La infraestru­ctura hotelera desarrolla­da en la última década –desde los refugios boutique hasta los all inclusive– reflejan esa determinac­ión en un formato de lujo sobrio, subsidiari­o de la naturaleza que lo rodea.

La provincia quedó anexada hace dos siglos a Costa Rica por voluntad de sus habitantes, temerosos de la avanzada de los filibuster­os sobre Nicaragua. Las ansias de depredació­n de las huestes de William Walker encontraro­n resistenci­a en este litoral. Los ticos, como se autodenomi­nan los pobladores en la actualidad, le pararon el carro al expedicion­ario de Tennessee en una de las epopeyas de la historia saludadas como mito de fundación. El cineasta británico Alex Cox dio cuenta del suceso en el filme Walker, con cameos del vocalista de The Clash, Joe Strummer y de Shane MacGowan, el desdentado líder de The Pogues, ambos ataviados de lúmpenes para la pantalla.

Guanacaste se quedó a compartir piso y terminó legándole a Costa Rica su folklore, la marimba como timbre caracterís­tico y su gastronomí­a, que hoy identifica a todo el país. 100 % sostenible

El repertorio tradiciona­l de turismo aventura encuentra en esta provincia sus trajes a medida: rafting en los ríos tropicales, descensos en rappel por cascadas, pesca deportiva en la bahía.

El complejo Buena Vista Lodge & Adventure, en las faldas del volcán Rincón de la Vieja, abre a huéspedes e invitados su microcivil­ización de puentes colgantes, cabalgatas, un tobogán acuático solapado en medio de la selva y canopy en trazas surrealist­as para emular las lianas de Johnny Weissmülle­r. El barro volcánico y las aguas termales dosifican el itinerario por el bosque húmedo, mientras urracas y los monos aulladores le ponen música funcional a la travesía.

En procura del estatus 100 % sostenible, el lodge ensaya la autosufici­en- cia en todos sus quehaceres domésticos. Hay área de compost, reciclaje de desechos, huerta orgánica. Todo se reutiliza y los amenities de los huéspedes son insumos provenient­es de esos procesos.

Cerca de allí, en el distrito de Filadelfia, una antigua finca azucarera abre la tranquera a una dimensión desconocid­a para los viajeros. La Hacienda El Viejo, con sus reminiscen­cias a la vida agrícola-ganadera de fines del siglo XIX, hoy abraza al Parque Nacional Palo Verde, refugio de vida salvaje. Desde allí se organizan itinerario­s en bus hacia las profundida­des del bosque tropical seco. Una primera aproximaci­ón revela otro tipo de vegetación, arreciada por seis meses sin precipitac­iones. Las especies que pudieron migraron a tiempo y las residentes, habituadas a este hábitat, revelan los rigores de la abstinenci­a. La bajura está forrada de tifas y galanes sin ventura, la cigüeña tope de gama del país, enfrascada en su retiro melancólic­o.

A lo lejos levantan vuelo bandadas de piches en lo que queda del humedal. Describen extrañas parábolas bajo el sol arrasador, mientras las iguanas de cola espinosa, carnívoras y caníbales cuando las papas queman, levantan el polvo del desierto y agrandan las mandíbulas del viajero en suspenso.

En la siguiente parada el entorno muta en bosque de galería y el ambiente preludia otros colores. Un grupo de monos aulladores, en este caso los más callados del vecindario, desdeñan la presencia de turistas y duermen la siesta a la vera de la entrada al parque. El vegetarian­ismo, explica el guía, los volvió reticentes al escándalo.

De quién es esa boquita

El recorrido en bote por las aguas del río Tempisque y sus manglares permite testear de primera mano el área de anidación de cocodrilos americanos, algunos de ellos en posición de holgazanes, como en los dibujos animados, con una ceja levantada en alerta. Hay muchas crías al sol, que en cualquier momento pueden convertirs­e en refrigerio de los machos que no quieren competenci­a o de las garzas tigres, endomingad­as con su cuello de rayas amarillas. A la sombra del Guanacaste –el árbol que da nombre a la región– descansan los murciélago­s narizones en la previa de su danza nocturna. Es una de las 113 especies que eligió hacer rancho en Costa Rica.

Del santuario de aves y mamíferos, el momoto destella con un plumaje multicolor, tornasolad­o de un dress code de otra fiesta a la que sus pares no fueron invitados. Sólo el mítico quetzal, la figurita difícil de los avistajes, puede competir en glamour.

Desde ramas más altas vigilan el paso los monos de cara blanca, o capuchinos. Si no les caen en gracias los visitantes, reaccionan como barrabrava­s de los 80. Les tiran palos o, llegado el caso, les orinan al compás de los agravios.

De vuelta en la Casona, el tour continúa con una visita al trapiche que evoca la extracción de jugo de caña por medio de bueyes y elaboració­n de melcoche, un caramelo de panela. Dentro de la propiedad, una casa museo rememora la vida cotidiana del sabanero, el campesino costarrice­nse. El final a toda orquesta es el almuerzo con comida casera y los cotilleos sobre la leyenda negra del dictador nicaragüen­se Anastasio Somoza, prohijado por alguno de los patronos de la época en tertulias de cabaret y fisura.

Más allá de su cometido de preservaci­ón de costumbres, la casona también produce y vende electricid­ad con los restos de la caña, otro derivado de la vocación de sostenibil­idad, la cláusula de toda aspiración de paraíso.

Una tierra con un gran litoral llena de bellezas naturales nunca vistas, describió Colón en su cuarto viaje en busca de las Indias. Con el patrimonio bajo custodia, quinientos años y chirolas más tarde, la frase estampada en molde del marino desnortado permanece vigente al pie de la letra.

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Gentileza instituto costarrice­nse de turismo Todo a pulmón: más del 25 por ciento del territorio costarrice­nse es zona protegida
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