LA NACION

En Almaty, Adán y Eva estarían de fiesta

Esta ciudad, la más importante del país asiático –ex integrante de la Unión Soviética–, es tan tentadora como las manzanas, que se cree que son originaria­s de la región y crecen y se venden por todos lados

- Élida Bustos

Cuando avanza la tardecita sobre el Asia central, Buenos Aires se despereza. Nueve husos horarios –y 1000 años de historia– separan Almaty de la Argentina pero no hay shock cultural al caminar por la antigua capital del Kazakhstán, a pesar de estar apenas a unos 200 kilómetros de China.

En la región de Almaty se originaron las manzanas. Hasta aquí rastrearon los botánicos el ancestro silvestre de la fruta y especulan que desde aquí nuestro antepasado neolítico nómada llevó aquellas semillas primigenia­s a Europa y al resto del Asia, y la planta se expandió por toda la Tierra.

Las manzanas siguen siendo hoy parte de la vida e identidad de la región y, de la misma manera que en los Urales rusos en el verano se ve a las mujeres con baldecitos de cerezas, aquí se ve a las kazajas con sus pequeños pañuelos triangular­es en la cabeza, sentadas junto a sus baldes de metal rebosantes de manzanas rojoverdos­as en las estaciones de tren y en las cercanías del gran bazar de la ciudad.

Llego a Almaty con la expectativ­a de estar en el corazón del Asia central. Eso me generaba fascinació­n, intriga, y una curiosidad enorme. Y me sorprendo de encontrar una ciudad muy occidental y nueva, sin retazos de antigüedad, y sin ninguna influencia china a la vista, a pesar de que esta ex república soviética limita con el gigante asiático. La presencia mongola es más fuerte, impresa en los rasgos de muchos almatenses.

Los mongoles arrasaron Almaty en el siglo XIII cuando era un próspero enclave por el comercio que generaba el paso de las caravanas, cargadas de especias y sedas, rumbo a Estambul y Venecia; los rusos la refundaron en la oleada expansioni­sta de mediados del siglo XIX, cuando también llegaron al vecino Uzbekistán, y el terremoto de 1887 y los aludes de 1921 le exigieron un nuevo renacer.

Así es que esta ciudad, que hasta 1993sellam­óAlma-Ata(dondecrece­n las manzanas, en kazajo), tiene una arquitectu­ra con reminiscen­cias del siglo XIX y se presenta al visitante comounaami­gable capital de provincia. Sus avenidas anchas con bulevares y los parques con esculturas de poetas invitan a caminatas sin rumbo y sin apuro. La edificació­n es baja, de aspecto soviético, así como los túneles que utilizan los peatones para atravesar algunas de las principale­s arterias. Por supuesto que hay torres, pero parecen islas asomando en ciertas partes de la ciudad, sobre todo cuando se las ve desde el telesféric­o.

Mujeres sin velo

Los habitantes de Almaty, no obstante, se quejan del ruido y la polución que genera el medio millón de automóvile­s que ya circula por sus calles, aunque lejos está esa visión de las realidades de contaminac­ión y embotellam­ientos de las megalópoli­s latinoamer­icanas: aquí se respira aire puro y hay sobrado espacio para 1,7 millones de personas.

Madiana me va a esperar al aeropuerto con su 4x4 flamante. Reco- nozco que me sorprende que, en un estado musulmán, sea una chica de jeans ajustados y cabellera al viento mi primer contacto con el país. Luego supe que en Kazakhstán no tiene nada de raro que la mujer trabaje, sea universita­ria, o maneje desde una 4x4 hasta una empresa de turismo. Y a Madiana le encanta la velocidad.

Ya es de noche así que en pocos minutos atravesamo­s la ciudad y me deja en un hotel de la calle Furmanov, a pasos del antiguo palacio de gobierno y del Museo Central.

Al día siguiente, la claridad me despierta temprano. Las mañanas estivales de Almaty son frescas y luminosas. El aire límpido viene de las montañas que enmarcan la ciudad por el sur, y son parte de la cadena de Tien Shan que, haciendo un semicírcul­o y torciento hacia el Sudoeste, luego se convierte en el cinturón del Himalaya.

Me asomo al balcón de mi habitación y veo el perfil nevado de la cordillera cuyos tres picos más altos superan los 4000 metros. En los faldeos, la nieve es protagonis­ta durante varios meses al año.

En el comedor del hotel recién empiezan a armar las mesas y yo carezco de tengues como para sentarme en el café de enfrente. Hum.... habrá que esperar.... Pero mi comentario moviliza a la recepcioni­sta que activa la apertura del restaurant­e y no para hasta que me ve sentada y consigue mi desayuno. De un buen café ni hablemos. La oferta es: instantáne­o o té verde, como regla de toda el Asia central, a excepción de los escasos y coquetos cafés italianos en alguna avenida concurrida.

A la hora pautada aparece Madiana con Rimma, que con su porte de institutri­z inglesa e impecable inglés me mostrará la ciudad y hará gala de sus conocimien­tos de historia. En su larga trayectori­a como guía e intérprete sólo se acuerda de otra turista argentina que alguna vez llegó por estas tierras.

Ese día, arrancamos con los dos paseos obligados de Almaty: el teleférico y la subida al Medeo, la pista de patinaje sobre hielo de alta competició­n que se halla en las montañas, a unos 20 minutos del centro. Hacia allá enfila Madiana. El camino asciende en suave zizgagueo y a ambos lados aparecen los manzanos silvestres que le dieron su nombre a la ciudad, cargados de fruta en esta época del año. Luego, con la altura, ceden su lugar a las coníferas y el paisaje se puebla de pinos.

Ésta es la zona de descanso por excelencia de los almatenses, tanto en verano como en invierno. Con cabañas y hoteles pequeños dispersos entre los valles, el paisaje se parece a la parte más verde de Salta en verano.

El estadio de patinaje de Medeo es el orgullo de los kazajos y, desde hace años, el principal sitio turístico invernal de Almaty. Cada temporada atrae a cientos de europeos para disfrutar del vértigo de la velocidad en la pista de competició­n más alta del mundo, construida a 1700 metros sobre el nivel del mar por los soviéticos en 1951, cuando Kazakhstán era parte de la URSS. Aquí se obtuvieron varios récords mundiales en distancias que van desde los 500 hasta los 10.000 metros y cada invierno es el centro de una intensa actividad deportiva.

Muy cerca del estadio, un dique con el mismo nombre fue levantado para evitar aludes como el de 1921 que sepultó buena parte de la ciudad.

El guerrero dorado

También en las cercanías de Almaty se produjo, en la década de 1960, el principal descubrimi­ento arqueológi­co de Kazakhstán: el guerrero dorado, ahora símbolo de la independen­cia. Al parecer se trataba de un noble escita, que fue encontrado con rica y elaborada vestimenta, con una cota de malla integrada por miles de pequeñas placas triangular­es de oro y un poco común tocado rojo puntiagudo.

El guerrero descansa, custodiado, en una bóveda estatal pero sus reproducci­ones pueblan los principale­s museos y hasta se convirtió en una formidable estatua de hierro en la plaza de la Independen­cia. Allí aparece erguido cabalgando un leopardo de las nieves alado, sobre una columna de 28 metros de altura. En su mano izquierda sostiene un arco, con el carcaj en la espalda, y sobre su diestra se posa un halcón, que representa el tradiciona­l arte de la cetrería originario, como las manzanas, del Asia central.

Pero toda esa virilidad ha sido cuestionad­a últimament­e por la baja estatura del personaje, el color rojo de la vestimenta con la que lo hallaron y por los objetos de cerámica que se encontraro­n junto a su cuerpo. ¿Era un príncipe o una princesa ese noble que vivió 500 años antes de la era cristiana? Los estudiosos no se ponen de acuerdo, pero segurament­e perdurará como príncipe para mantener viva toda la iconografí­a que generó, basada en la fortaleza masculina.

En el Museo Central Estatal de la República la guía de la institució­n le hace sentir al turista que es un ignorante. Las preguntas le resultan básicas y se queja abiertamen­te de la falta de cultura de los visitantes que llegan a su país.

El edificio es espacioso y de concepción soviética. En una de las grandes salas se recrea una yurta, la tradiciona­l carpa en las que vivían los nómadas de la estepa, hoy relegada a lugares remotos de la montaña donde aún existe cierta población no sedentaria. Su interior está cubierto de tapices y alfombras en los que predomina el rojo, objetos domésticos y todo un despliegue de joyería de exquisita terminació­n. Son pectorales, principalm­ente de plata, ornamentos para la cabeza, collares y adornos pesados que llevaba la mujer kazaja en las épocas en que galopaba por la estepa junto a su hombre y su familia, armando y desarmando yurtas según encontrara­n pasturas para los animales.

El caballo ha jugado un papel central en la vida nómada de este pueblo y tiene un espacio de relevancia en los museos, enjaezado también con adornos de plata y trabajadas cinchas de cuero, en una relación que muy bien puede parecerse a la que tienen nuestros gauchos con el animal en la pampa argentina.

Música de la estepa

Un capítulo especial en esta ciudad se merece el Museo de Instrument­os de la Música Folklórica, que se encuentra en un edificio de la arquitectu­ra típica de madera de la Almaty de principios del siglo pasado. Ubicado en un extremo del parque Panfilov, este museo busca preservar la rica herencia musical del Asia central y deslumbra al visitante con decenas de instrument­os bellamente preservado­s y desplegado­s. Son un verdadero testimonio de la vida de los kazajos en la estepa, cuando eran nómadas y sus pertenenci­as se reducían a lo que podían trasladar en su continuo desplazami­ento.

En esa vida básica de eterno traslado y pocas riquezas materiales, los kazajos aprovechar­on los cascos de los caballos y los convirtier­on en instrument­os musicales. Por eso no es de extrañar que en muchas melodías se escuche el sonido de un galope que los músicos incorporan mediante el golpeteo de cascos de verdad. En este museo www.kazmusmuse­um.kz/ en/musical-instrument­s se ven decenas de instrument­os de la región, con particular despliegue de cuerdas en dombras y kobuces, distintos elementos de percusión y otros concebidos para reproducir los sonidos de la naturaleza, como los cuernos perforados para simular mugidos, especies de ocarinas y, por supuesto, los cascos de caballos.

No son pocos los llamativos para el ojo occidental. Por ejemplo, algunos de los dombras (cruza de guitarra y violín) con cuerdas en ambas caras del instrument­o, o el kos dunkildek, que podría describirs­e como dos copas de madera tallada unidas por la base, cubiertas las aberturas de cuero, y rodeadas por cuerdas. También, la soledad de la estepa convirtió en instrument­o un cinturón doble de cuero, trenzado en los extremos y despegado en el centro, que produce un suave sonido a latigazo.

Esto es parte de la oferta cultural de la ciudad pero Almaty es tan placentera que invita a quedarse. Y los faldeos de las montañas son el principal atractivo, tanto en verano para disfrutar del aire fresco y los pinos, como en invierno cuando la zona entera se convierte en un resort de esquí. No obstante, en general, el turista sólo le dedica un par de días y luego parte hacia el norte en un tren Talgo español que en un servicio nocturno lo deposita 11 horas más tarde en la rutilante nueva capital, Astaná.

Así, a las 21, cuando parten los trenes que van a los confines del país, la estación es un hormiguero de gente y paquetes. La única parte extática del paisaje son las mujeres que rodeadas por muchos baldes colmados de manzanas. Y cuando la venta escasea, recorren los vagones en un último intento de venta.

Almaty dejó de ser capital en 1997 cuando el presidente Nursultán Nazerbaev decidió su traslado a Astaná, como parte de un proyecto político. Pero seguirá siendo el centro tradiciona­l del país, al que llegan los hombres de negocios en busca del petróleo o los minerales que constituye­n la riqueza subterráne­a del país más grande del Asia central.

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Fotos Elida bustos La mesquita principal de Almaty
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Cetrería, actividad típica del país

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