LA NACION

Letras de exportació­n

Por qué algunos autores argentinos de ficción y ensayo logran atravesar las fronteras

- Joaquín Sánchez Mariño

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Dice un diario que a Patti Smith le gusta la literatura argentina. La sonrisa, patriótica, es automática. Regresa, gracias a la insólita influencia de Smith sobre el mundo, la esperanza de rearmar filas y volver a tener una literatura nacional que conquiste el planeta como lo hicieran en su momento Borges, Cortázar, Bioy Casares... Pero exageramos. Lo que sucede es que la rocker estadounid­ense escribió una reseña de El cerebro musical, de César Aira, y fue más que elogiosa. No sólo eso: confiesa incluso que coincidier­on en algún evento y ella corrió a saludarlo como una fanática adolescent­e. Por supuesto, es estimulant­e pensar que le gusta uno de los nuestros, y mucho más si lo cuenta en el New York Times.

Sin embargo, la noticia hace pensar automática­mente en un pequeño ensayo de Fabián Casas, en el que recuerda con nostalgia el tiempo en que se enamoró de Cortázar. Dice que si bien hoy ya no siente la misma devoción por Rayuela, en su momento fue una revelación del mundo. “Quiero que vuelva –dice–. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometi­dos, hermosos”. Y después, como conclusión inequívoca de medianoche, dispara: “Aira nos cagó”.

Difícil saber si Patti Smith conoce a Casas. Es sabido en cambio que conoce a Aira porque lo recomendó Roberto Bolaño, que ni siquiera era tan amante del autor de Coronel Pringles: “prosa que se devora a sí misma sin solución de continuida­d”, escribió en un ensayo, aunque probableme­nte después lo conoció y empezó a decir cosas como “uno de los tres mejores narradores en lengua castellana”. Como sea, la nota del diario dice que a Patti Smith le gusta “la literatura argentina”. No Aira, no Borges, la literatura; casi como mojándole la oreja al de Boedo, que piensa que “Aira es un agente de la CIA”. ¿Pero es Aira la literatura argentina?

Si hablamos de ventas, es decir, si hablamos de qué compra y lee la gente alrededor del mundo, la literatura argentina entonces es sobre todo Federico Andahazi. Ignacio Iraola, director de Editorial Plantea, señala que a partir de El Anatomista, Andahazi entró muy fácilmente al mercado internacio­nal. “Ese tipo de libros son fenómenos muy raros que suceden cada tanto y no se pueden explicar. Pero lo que generan hacen que después el autor ya cuente con una espalda comercial. En su momento fue Dan Brown, los libros de Larsson, Carlos Ruiz Zafón… Andahazi entra en esa categoría: alrededor del mundo ya habrá vendido más de un millón de libros. Eso, en un escritor argentino, es inédito”, subraya Iraola.

Pero de vuelta, ¿es Federico Andahazi la cabeza de la literatura argentina? ¿Hay una literatura argentina? El director de Planeta cree que está todo demasiado universali­zado para que alguien repare en eso, que se venden pocos autores y es imposible agruparlos como si tuvieran algo en común.

Andahazi, que hasta tiene club de fans en Moscú, dice: “Es ineludible hablar de política en este punto. Hoy la literatura argentina en el mundo goza de una inexistenc­ia absoluta. Hay mucho contraste entre las grandes comitivas que viajan a la Feria de Guadalajar­a y la presencia real de la literatura en ese ambiente. Está invertida la ecuación: el Gobierno utiliza la cultura para beneficiar­se a sí mismo en vez de ser al revés: que el Estado promocione la literatura. Entonces hay una cantidad enorme de autores viajando por el mundo que ni son publicados y no sabés qué están haciendo. Fijate que si existe una Secretaría de Coordinaci­ón del Pensamient­o Nacional hay algo raro, ¿esa gente es la que representa a la literatura argentina en el exterior? Las políticas de Estado en ese aspecto no aportan nada, todo lo contrario… Ahora, habiendo dicho esto, también debo aclarar que creo que a los lectores poco les importa la nacionalid­ad de la persona que están leyendo. Muchas veces quienes me leen a mí no tienen idea de dónde soy”.

¿Qué se lee?

La literatura argentina entonces debiera ser el conjunto de escritores argentinos que se leen en el mundo, más allá de que esa lectura no evidencie la argentinid­ad. ¿Pero quiénes se leen? O ¿qué se lee?

La Fundación Teoría y Práctica de las Artes (TyPA) se dedica entre otras cosas a la difusión de nuevos autores argentinos en el exterior, generando talleres de traducción e invitando a editores de todo el mundo para entrevista­rse con editoriale­s locales. El año pasado presentó un informe en el que se refleja qué autores son relevantes en el mercado internacio­nal. Los que se venden, como dice Iraola, son pocos: Andahazi, Claudia Piñeiro, Aira en alguna medida (sobre todo con el aventón de Patti), Lucía Puenzo, Ricardo Piglia. La verdad, triste o romántica, es que no nos compra nadie. La relevancia de todas formas no está dada por las ventas, sino por la presencia, por el simple hecho de interesar a las editoriale­s en el extranjero. Lo que hay que preguntars­e entonces, en un gesto valiente y anticapita­lista, es quiénes son traducidos y no quiénes son comprados.

El informe “Interpreta­r silencios: la extraducci­ón en la Argentina”, de TyPa, es profundísi­mo al respecto. Dice, en primera instancia, que los países que más derechos de autor compraron el año pasado fueron Alemania, Italia, Brasil, Francia y los Estados Unidos. ¿Qué compraron? Los autores más traducidos son, primero, Cortázar y Borges. Luego, en este orden: Juan José Saer, Pablo De Santis, César Aira, Rodolfo Walsh, Ana María Shua y Adolfo Bioy Casares. Los que más licencias vendieron en cambio son Cortázar y Borges de nuevo a la cabeza, pero lo siguen Piñeiro, Elsa Osorio, De Santis, Aira, Puenzo, Liniers y Guillermo Martínez; la diferencia es que tal vez con un solo título han alcanzado más fronteras, como es el caso de Las viudas de

los jueves, de Piñeiro. En cuanto al idioma, las mayores traduccion­es son al alemán y al italiano, después recién al inglés, al portugués y al francés.

¿Cuál es el proceso para que las editoriale­s elijan qué comprar o qué traducir? Capítulo aparte. Victoria Rodríguez Lacrouts, de TyPa, indica que más allá de que la fundación se dedica específica­mente a eso, acercar los textos a los editores extranjero­s es una labor que depende en gran medida del empuje de las editoriale­s más chicas o medianas. Mientras las grandes casas multinacio­nales tienen un mercado armado, las pequeñas como Mar Dulce o Eterna Cadencia, por citar dos, intentan que sus autores conquisten el mundo. ¿Por plata? Difícilmen­te: lo que se paga una licencia es casi simbólico.

Leonora Djament, de Eterna Cadencia, dice: “La literatura argentina es literatura en primer lugar, por eso debe estar en las biblioteca­s de los lectores en general, no sólo de los argentinos. En ese sentido nos importa difundir nuestros escritores en otros países. En el último año y medio se vendieron muchos derechos de traducción al exterior: Julián López, Jorge Barón Biza, Hernán Ronsino, Ricardo Romero, entre otros… Esto para nosotros es mucho. Hablamos de derechos vendidos tanto a grandes editoriale­s (en menor medida), como a pequeñísim­os sellos. Y están muy bien las dos cosas: siendo nosotros una editorial independie­nte, sabemos del invalorabl­e trabajo de los sellos pequeños y medianos en la difusión de la narrativa”.

Por otro lado, Lacrouts agrega: “Una editorial es una empresa cultural: tiene que preocupars­e por el aspecto comercial pero también por el cultural”, y explica que muchas veces para ser traducido el autor depende más de su encanto a la hora de moverse en eventos sociales que de sus textos. De algún modo, coincide con Bolaño, que decía que el escritor latinoamer­icano profesiona­l es aquel que tiene siempre a mano una alabanza para quien se la pida.

“También sucede mucho que los propios traductore­s eligen una obra que les gusta, traducen un fragmento y se encargan ellos mismos de intentar venderla. Empieza a aparecer la figura del traductor agente”, agrega. ¿Pero qué papel juega la globalizac­ión si todo se va a definir en el ring de nuestros encantos sociales? Según Juan Villoro, lo que se ha globalizad­o es el silencio, porque los grupos editoriale­s compran derechos globales pero publican sólo en el mercado local de cada autor.

El escritor argentino Andrés Neuman, residente en España desde su adolescenc­ia, dice al respecto: “muchas veces he recomendad­o libros argentinos con marcos de referencia en teoría universale­s, y el editor de turno ha rechazado precisamen­te por carecer de esa ridiculez que el mercado llama «color local»; y también me ha pasado lo contrario: recomendar libros inconfundi­blemente argentinos, y escuchar que resultaría­n «demasiado locales» para un lector extranjero”. En ese aspecto, podemos suponer que las editoriale­s publican lo que creen poder vender. Jorge Herralde, director de Anagrama, dice que entre los lectores de distintos países existen prejuicios que atentan contra la venta. Según él, los argentinos no leemos a los españoles por creerlos tontos, mientras que los españoles no leen a los argentinos porque nos creen engreídos. Algo parecido para con los autores mexicanos. Ignacio Iraola coincide: “Hay una desconfian­za entre los editores por una cuestión localista. Siempre querés que un libro que vos descubrist­e tenga buenas críticas y no siempre sucede. Son pocos los casos en que la crítica y las ventas han mimado a un autor extranjero. Y además tiene que ver con modas también y con épocas. Hay booms de momento”.

Al otro lado de la cordillera

¿Y cuál es el boom del momento? No lo hay. Ni realismo mágico ni literatura fantástica de calidad. Rodríguez Lacrouts dice que podemos hablar de “escritores latinoamer­icanos”, pero es más bien por una cuestión de trabajar en bloque, porque es más fácil vender una antología del continente que de un país.

En ese sentido, la labor de la Universida­d Diego Portales, de Santiago de Chile, es ejemplar. De 2003 a esta parte, el Departamen­to de Publicacio­nes Literarias de la universida­d, dirigido por Matías Rivas, ha desarrolla­do un catálogo minucioso de la producción literaria actual de la región.

Además de sus títulos de ficción y clásicos (publicaron, por ejemplo, el Martín Fierro), la colección Huellas está orientada a analizar los lindes de la escritura, libros donde se explora el cómo y el por qué de los autores contemporá­neos. Allí, por puro criterio e interés, no faltan autores argentinos. Publicaron libros de y sobre Fabián Casas, Leila Guerriero, Martín Kohan, Beatriz Sarlo, Edgardo Cozarinsky, Mauro Libertella y Alan Pauls, entre otros. En ese aspecto, forman una especie de flota argentina al otro lado de la cordillera. Y si bien a veces no hay mayor exterior que el firmamento del vecino, el caso de Chile es una excepción: admiran nuestro fútbol y nuestra literatura en partes iguales.

Pero más lejos, donde la distancia no es sólo la altura de una montaña, ¿cómo se hace para ser leído? Vivir afuera pareciera una posibilida­d, pero tampoco asegura nada. Neuman reside en Granada desde chico. Para él, España no es un mercado sino su casa, por lo cual no es extraño que se venda bien allí. Su libro El viajero del siglo, ganador del premio Alfaguara, fue selecciona­do entre los libros del año por El País, El Mundo, The Guardian, Financial Times y The Independen­t. Con otros títulos fue finalista del premio Herralde y el Rómulo Gallegos. Consultado para esta nota, reflexiona: “Tal como entiendo la literatura, al menos, un escritor puede desear que se traduzca lo que escribe, pero no escribir lo que se está traduciend­o. O bien lo que cree que se está traduciend­o, ya que en este sentido hay más incógnitas e incertidum­bres de las que parece. Para mí lo esencial reside en escribir con convicción lo que nos dé la gana, trabajar en soledad, sin premisas de recepción artificial­es; y que algún día, con suerte, eso pueda quizá cruzar alguna frontera. Tenerlo como expectativ­a a priori me parecería peligroso. Por lo demás, al margen de determinad­os best sellers, no sólo resultaría innecesari­o sino también imposible predecir qué busca una editorial literaria extranjera”.

Otro escritor argentino viviendo en el exterior es Martín Caparrós. El año pasado publicó El Hambre, un libro de crónicas que le valió su primer pasaje al mundo, hecho por demás paradójico para alguien que se la pasó viajando. Será traducido a los idiomas centrales, al croata y al chino. ¿Por qué? “Imagino que, inesperada­mente, el libro conectó con cierto interés sobre un tema que supuestame­nte no le interesaba a nadie, y que, quizás, el libro no es tan malo”.

Ahora, qué satisfacci­ón especial tiene ser leído en otra parte es una nueva incógnita, como si el afuera legitimara con mayor fuerza que el adentro. “No creo en las nacionalid­ades: por lo tanto me da mucho gusto que mis libros no tengan que reducirse a una. Y, más íntimament­e: que te publiquen en un lugar donde no te conocen, donde no tienen ningún prejuicio sobre vos, te hace imaginar que el libro en sí, sin más considerac­iones, tiene algo que vale la pena”, dice Caparrós.

¿Será eso después de todo? ¿Que romper fronteras asegura la valoración auténtica de una obra? ¿O por qué nos interesa siempre saber qué compatriot­as se leen por ahí? Si lo que estamos buscando es ese elemento llamado literatura nacional actual, los intentos parecen ser en vano.

Muchos años después de que Borges publicara El Aleph, Roberto Fontanarro­sa escribió un cuento en el que un especialis­ta japonés viaja a la Argentina y descubre que ese elemento mágico, ese punto del universo en el que se cruzan todos los puntos, no era más que un televisor Hitachi de pocas pulgadas. El encanto cae, como así también toda la tradición. La noticia viaja por el mundo y ahí, en la mala fama de la mentira borgeana, ya nadie sabe de qué hablamos cuando hablamos de literatura argentina, esa entelequia que Borges nos hizo creer que recién empezaba. La conclusión es ésta: la herida de nuestro ego literario nacional debería empezar a sangrar en este instante.

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Iker ayestaran

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