Buenos Aires y el conurbano, la vecindad imposible
geografía urbana. La incapacidad de coordinación política y técnica de un área metropolitana refleja rasgos de la cultura institucional argentina
Casi todas las grandes metrópolis del mundo se han formado, como Buenos Aires, mediante la yuxtaposición de jurisdicciones: un fenómeno para el cual el biólogo escocés Patrick Geddes acuñó, a comienzos del siglo XX, el neologismo “conurbation”. También en esa época comenzaba a utilizarse el término “Gran” antepuesto al nombre de la ciudad como reconocimiento de que se trataba de una única realidad sociourbana que debía ser, sino gobernada, al menos pensada en su totalidad, de modo de favorecer desarrollos más racionales y equitativos.
Ésa fue la intención de los técnicos e intelectuales que hacia 1930 comenzaron a hablar de Gran Buenos Aires para referirse a una ciudad que crecía más allá de sus límites (ya había casi 800.000 habitantes extramuros, frente a los dos millones de la Capital). Intentaban mostrar que en términos sociourbanos (transporte, infraestructuras, suelo y vivienda) la realidad metropolitana era una sola y necesitaba políticas conjuntas; en verdad, seguían el ejemplo de Obras Sanitarias de la Nación, que había decidido pragmáticamente avanzar con la red de agua y cloacas en los suburbios extracapitalinos, consciente de que los males generados por la falta de agua no acatan límites jurisdiccionales.
Algunos proponían una nueva ampliación de la Capital que, como en 1887 con la anexión de Flores y Belgrano, incorporara en un único distrito toda la realidad urbana que se había producido desde entonces; otros proponían con mayor modestia la creación de instituciones comunes que favorecieran una gestión coordinada; en todos los casos, Gran Buenos Aires era la cifra de esa realidad metropolitana de la que la técnica y la política debían rendir cuenta. Y en los años 40 pareció que iba a conseguir su forma institucional: en 1947 el censo de población designaba Gran Buenos Aires a una unidad demográfica que incluía la Capital y los distritos provinciales (práctica que continuó el Indec), y en 1948 un decreto provincial integró el Gran Buenos Aires, si bien exclusivamente con los municipios provinciales, dejando claro que se estaba ante un único territorio metropolitano compartido con la Capital, que debía abordarse mediante un Plan Regulador común.
Sin embargo, la ausencia de voluntad pública volvió impracticable cualquier tipo de coordinación a lo largo del tiempo: no se pudieron crear instituciones estables de gestión o implementar programas unificados de acción duraderos ni entre gobiernos del mismo signo en ambos distritos, ni siquiera durante dictaduras militares que se representaban como tecnocráticas. Así, la idea de Gran Buenos Aires que se impuso fijó la decisión del decreto de 1948: designando, por la negativa, las partes de la metrópoli que quedan fuera de la General Paz. Es decir que Buenos Aires es la única metrópoli del mundo en que la palabra “Gran” no designa la voluntad de coordinación, sino su más completa imposibilidad.
Tema ausente
Como se ve, la distorsión local del nombre es muy expresiva, no sólo de una historia de conflictos entre técnica y política, sino también de un rasgo característico de nuestra cultura institucional. Sólo hace falta mirar los trazados para la prolongación del subte A y del enterramiento del Ferrocarril Sarmiento, ambos entre Primera Junta y Liniers, a cien metros de distancia uno del otro: es más sencillo duplicar obras de infraestructura caras y complejas (o arriesgarse a que no se terminen nunca), que acordar planes entre Ciudad y Nación para compartir su uso, como hacen las principales redes subterráneas del mundo. ¿Y por qué sólo hasta Liniers, si el continuo metropolitano exigiría (como en San Pablo o Santiago de Chile) un subterráneo transdistrital? ¿La población metropolitana no tiene más que resignarse a sistemas de transporte parcelados y desarticulados?
No extraña que en el proceso electoral que condujo a los comicios de hoy el tema haya estado completamente ausente, a pesar de que debería ser claro que es muy difícil cualquier mejora efectiva de la calidad de vida en la Ciudad Autónoma si no se trabaja en serio para una coordinación metropolitana de sus grandes problemáticas. Solamente cuando surgen conflictos acerca de dónde eliminar la basura de la región, o sobre los “costos” que implica para la Ciudad Autónoma la llegada a sus hospitales de pacientes del conurbano, sólo en esas discusiones, o mejor, detrás de su aspecto de pullas de consorcio, asoma al debate político algo de esa verdad de Perogrullo: vivimos en un territorio metropolitano.
Cuando se discutió la autonomía de la ciudad de Buenos Aires (hace ya veinte años), muchos alertaron sobre el riesgo de un mayor repliegue de la capital sobre sí misma. Habían sido descartadas, con razón, las viejas ideas del distrito metropolitano único (la última propuesta de formar una provincia con toda la conurbación había sido durante la dictadura, retomada, curiosamente, en la época del debate sobre la mudanza de la Capital a Viedma), ya que en términos tanto económicos como político-electorales, una entidad conjunta del área metropolitana habría supuesto un agravamiento descomunal de los desequilibrios nacionales. La alternativa era confiar en que una autonomía alimentada por la nueva fuente democrática pudiera darle al gobierno local más, y no menos, capacidad para pensar, en pie de igualdad con los otros, el común destino metropolitano. Eso ciertamente no ocurrió, y cabe sumarlo en el debe de la autonomía.
Si se piensa que la Ciudad Autónoma mantiene fija su población en tres millones desde los años 40, pero ha multiplicado incontables veces su superficie habitable (llegando hoy a porcentajes de capacidad ociosa difíciles de estimar), mientras toda la dinámica poblacional, hasta llegar a los casi trece millones actuales, se desplegó con sus modos heterogéneos y discontinuos en los distritos provinciales (siendo la migración desde la Capital un factor no menor), ¿cómo no advertir que cualquier política actual de tierra y vivienda debería ser pensada en su dimensión metropolitana?
Para eso habría que cambiar, en primer lugar, las representaciones de una ciudad que se sigue considerando la parte virtuosa de la ecuación, cuyos problemas le vienen “de afuera”: pobreza, inseguridad, contaminación, congestión vial y degradación del espacio público, productos importados de esa cintura amenazante, como se percibe el Gran Buenos Aires. Sin embargo, las transformaciones sociourbanas de las últimas décadas obligan hoy más que nunca a una consideración conjunta, ya que las nuevas líneas de fractura que atraviesan la realidad metropolitana han dejado de respetar las viejas fronteras. Las más diversas formas de la precariedad que se multiplican en la Ciudad Autónoma, tanto como las nuevas expresiones de riqueza que extienden los confines del conurbano, nos hablan de una figura metropolitana que ya no reconoce el ordenamiento jerárquico centro-periferia al que nos había habituado la ciudad en su expansión. Una figura que parece haber llegado al límite en su tendencia a la improvisación y la desarticulación de políticas, como se expresa en las inundaciones provocadas por los barrios cerrados en la última corona tanto como en la intoxicación de los barrios capitalinos aledaños al Riachuelo, por citar sólo dos ejemplos. Hoy, más que nunca, el Gran Buenos Aires es el espejo imprescindible en que la Ciudad Autónoma debe reconocerse. Hoy el Gran Buenos Aires está en todas partes.