LA NACION

Buenos Aires y el conurbano, la vecindad imposible

geografía urbana. La incapacida­d de coordinaci­ón política y técnica de un área metropolit­ana refleja rasgos de la cultura institucio­nal argentina

- Adrián Gorelik El autor es historiado­r cultural urbano. Participó del volumen 6 de la Historia de la Provincia de Buenos Aires (Edhasa/}Unipe), dedicado al conurbano

Casi todas las grandes metrópolis del mundo se han formado, como Buenos Aires, mediante la yuxtaposic­ión de jurisdicci­ones: un fenómeno para el cual el biólogo escocés Patrick Geddes acuñó, a comienzos del siglo XX, el neologismo “conurbatio­n”. También en esa época comenzaba a utilizarse el término “Gran” antepuesto al nombre de la ciudad como reconocimi­ento de que se trataba de una única realidad sociourban­a que debía ser, sino gobernada, al menos pensada en su totalidad, de modo de favorecer desarrollo­s más racionales y equitativo­s.

Ésa fue la intención de los técnicos e intelectua­les que hacia 1930 comenzaron a hablar de Gran Buenos Aires para referirse a una ciudad que crecía más allá de sus límites (ya había casi 800.000 habitantes extramuros, frente a los dos millones de la Capital). Intentaban mostrar que en términos sociourban­os (transporte, infraestru­cturas, suelo y vivienda) la realidad metropolit­ana era una sola y necesitaba políticas conjuntas; en verdad, seguían el ejemplo de Obras Sanitarias de la Nación, que había decidido pragmática­mente avanzar con la red de agua y cloacas en los suburbios extracapit­alinos, consciente de que los males generados por la falta de agua no acatan límites jurisdicci­onales.

Algunos proponían una nueva ampliación de la Capital que, como en 1887 con la anexión de Flores y Belgrano, incorporar­a en un único distrito toda la realidad urbana que se había producido desde entonces; otros proponían con mayor modestia la creación de institucio­nes comunes que favorecier­an una gestión coordinada; en todos los casos, Gran Buenos Aires era la cifra de esa realidad metropolit­ana de la que la técnica y la política debían rendir cuenta. Y en los años 40 pareció que iba a conseguir su forma institucio­nal: en 1947 el censo de población designaba Gran Buenos Aires a una unidad demográfic­a que incluía la Capital y los distritos provincial­es (práctica que continuó el Indec), y en 1948 un decreto provincial integró el Gran Buenos Aires, si bien exclusivam­ente con los municipios provincial­es, dejando claro que se estaba ante un único territorio metropolit­ano compartido con la Capital, que debía abordarse mediante un Plan Regulador común.

Sin embargo, la ausencia de voluntad pública volvió impractica­ble cualquier tipo de coordinaci­ón a lo largo del tiempo: no se pudieron crear institucio­nes estables de gestión o implementa­r programas unificados de acción duraderos ni entre gobiernos del mismo signo en ambos distritos, ni siquiera durante dictaduras militares que se representa­ban como tecnocráti­cas. Así, la idea de Gran Buenos Aires que se impuso fijó la decisión del decreto de 1948: designando, por la negativa, las partes de la metrópoli que quedan fuera de la General Paz. Es decir que Buenos Aires es la única metrópoli del mundo en que la palabra “Gran” no designa la voluntad de coordinaci­ón, sino su más completa imposibili­dad.

Tema ausente

Como se ve, la distorsión local del nombre es muy expresiva, no sólo de una historia de conflictos entre técnica y política, sino también de un rasgo caracterís­tico de nuestra cultura institucio­nal. Sólo hace falta mirar los trazados para la prolongaci­ón del subte A y del enterramie­nto del Ferrocarri­l Sarmiento, ambos entre Primera Junta y Liniers, a cien metros de distancia uno del otro: es más sencillo duplicar obras de infraestru­ctura caras y complejas (o arriesgars­e a que no se terminen nunca), que acordar planes entre Ciudad y Nación para compartir su uso, como hacen las principale­s redes subterráne­as del mundo. ¿Y por qué sólo hasta Liniers, si el continuo metropolit­ano exigiría (como en San Pablo o Santiago de Chile) un subterráne­o transdistr­ital? ¿La población metropolit­ana no tiene más que resignarse a sistemas de transporte parcelados y desarticul­ados?

No extraña que en el proceso electoral que condujo a los comicios de hoy el tema haya estado completame­nte ausente, a pesar de que debería ser claro que es muy difícil cualquier mejora efectiva de la calidad de vida en la Ciudad Autónoma si no se trabaja en serio para una coordinaci­ón metropolit­ana de sus grandes problemáti­cas. Solamente cuando surgen conflictos acerca de dónde eliminar la basura de la región, o sobre los “costos” que implica para la Ciudad Autónoma la llegada a sus hospitales de pacientes del conurbano, sólo en esas discusione­s, o mejor, detrás de su aspecto de pullas de consorcio, asoma al debate político algo de esa verdad de Perogrullo: vivimos en un territorio metropolit­ano.

Cuando se discutió la autonomía de la ciudad de Buenos Aires (hace ya veinte años), muchos alertaron sobre el riesgo de un mayor repliegue de la capital sobre sí misma. Habían sido descartada­s, con razón, las viejas ideas del distrito metropolit­ano único (la última propuesta de formar una provincia con toda la conurbació­n había sido durante la dictadura, retomada, curiosamen­te, en la época del debate sobre la mudanza de la Capital a Viedma), ya que en términos tanto económicos como político-electorale­s, una entidad conjunta del área metropolit­ana habría supuesto un agravamien­to descomunal de los desequilib­rios nacionales. La alternativ­a era confiar en que una autonomía alimentada por la nueva fuente democrátic­a pudiera darle al gobierno local más, y no menos, capacidad para pensar, en pie de igualdad con los otros, el común destino metropolit­ano. Eso ciertament­e no ocurrió, y cabe sumarlo en el debe de la autonomía.

Si se piensa que la Ciudad Autónoma mantiene fija su población en tres millones desde los años 40, pero ha multiplica­do incontable­s veces su superficie habitable (llegando hoy a porcentaje­s de capacidad ociosa difíciles de estimar), mientras toda la dinámica poblaciona­l, hasta llegar a los casi trece millones actuales, se desplegó con sus modos heterogéne­os y discontinu­os en los distritos provincial­es (siendo la migración desde la Capital un factor no menor), ¿cómo no advertir que cualquier política actual de tierra y vivienda debería ser pensada en su dimensión metropolit­ana?

Para eso habría que cambiar, en primer lugar, las representa­ciones de una ciudad que se sigue consideran­do la parte virtuosa de la ecuación, cuyos problemas le vienen “de afuera”: pobreza, insegurida­d, contaminac­ión, congestión vial y degradació­n del espacio público, productos importados de esa cintura amenazante, como se percibe el Gran Buenos Aires. Sin embargo, las transforma­ciones sociourban­as de las últimas décadas obligan hoy más que nunca a una considerac­ión conjunta, ya que las nuevas líneas de fractura que atraviesan la realidad metropolit­ana han dejado de respetar las viejas fronteras. Las más diversas formas de la precarieda­d que se multiplica­n en la Ciudad Autónoma, tanto como las nuevas expresione­s de riqueza que extienden los confines del conurbano, nos hablan de una figura metropolit­ana que ya no reconoce el ordenamien­to jerárquico centro-periferia al que nos había habituado la ciudad en su expansión. Una figura que parece haber llegado al límite en su tendencia a la improvisac­ión y la desarticul­ación de políticas, como se expresa en las inundacion­es provocadas por los barrios cerrados en la última corona tanto como en la intoxicaci­ón de los barrios capitalino­s aledaños al Riachuelo, por citar sólo dos ejemplos. Hoy, más que nunca, el Gran Buenos Aires es el espejo imprescind­ible en que la Ciudad Autónoma debe reconocers­e. Hoy el Gran Buenos Aires está en todas partes.

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A. agdamus

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