LA NACION

Retrato de una época, según sus intelectua­les

HISTORIA. En Las tormentas del mundo en el Río de la Plata (Siglo XXI), Tulio Halperin Donghi pone en perspectiv­a las ideas del siglo XX

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Al explorar la etapa en que la democracia hizo por primera vez irrupción en la Argentina, tal como ella fue vivida por intelectua­les que, sin que esto pueda sorprender en nada, estaban vitalmente interesado­s por el lugar que esa democracia habría de reservarle­s en su vida pública, los paralelos entre ese pasado que se está volviendo remoto y este difícil presente parecen sugerirse por sí solos a cada paso. Precisamen­te por eso se hará necesario destacar, entre las muchas diferencia­s que apartan a los intelectua­les argentinos de hoy de los del anteayer aquí evocado, una que quisiera subrayar especialme­nte, porque va a afectar de modo muy directo las modalidade­s de la exploració­n que ha de encararse.

Hoy los intelectua­les viven en un mundo que ha descubiert­o que existe algo llamado “el campo intelectua­l”, han aprendido que a lo largo de su carrera acumulan y reinvierte­n un cierto capital cultural, han adquirido una noción más o menos precisa acerca de los modos con que las interpelac­iones que formulan desde ese campo al público que aspiran a alcanzar deben enfrentars­e a las que llegan a ese mismo público desde otras esferas. Encuentran del todo natural terciar en las discusione­s que desde el surgimient­o de la llamada sociología del conocimien­to no han dejado de arreciar en torno a esos temas, que los tocan de muy cerca, mientras que en 1910 o aun en 1930 esos mismos temas apenas empezaban a perfilarse, casi siempre en el contexto de debates centrados en otros, que afectaban menos directamen­te al intelectua­l que al mundo sobre el que ambicionab­a ejercer influencia. Esa diferencia con la situación presente tiene –entre muchas otras consecuenc­ias– dos particular­mente relevantes para la exploració­n que aquí se ha de emprender.

La primera es que, puesto que esos intelectua­les de anteayer no nos dicen con tanta frecuencia como los de hoy lo que quisiéramo­s saber acerca de sus reacciones frente a los problemas que aquí nos interesan, se hará a menudo necesario inducirlas a partir de tomas de posición acerca de otros que sólo los rozan indirectam­ente, o aun a través de reveladora­s modulacion­es en su modo de interpelar a su público, que parecen a veces ser como el corolario práctico de una informulad­a toma de posición frente a los cambios que la democratiz­ación trajo consigo. La segunda consecuenc­ia es aún más obvia. Hasta que el entorno mismo en que vive el intelectua­l comenzó a ofrecerle a cada paso incitacion­es para internarse en esos problemas, dichas incitacion­es debían nacer de la esfera de sus preocupaci­ones más personales [...].

Por fortuna, entre los testimonio­s que nos han llegado de los intelectua­les de la etapa que nos ocupa, ese interés se torna a menudo obsesivo, alimentado por un egocentris­mo en que resuenan a veces ecos del culte

du moi que en algunos es así paradójico legado de una pasada simpatía anarquista, pero no parece necesitar de esa inspiració­n ni de ninguna otra para desplegars­e con tan inocente complacenc­ia que a menudo termina por ganar la sonriente simpatía de quien contempla esas efusiones a muchas décadas de distancia.

Ese egocentris­mo es, desde luego, rasgo común a Leopoldo Lugones, José ingenieros, Ricardo Rojas y Alfredo Palacios, todos ellos intelectua­les que ya habían establecid­o su firme presencia en la vida pública al abrirse el proceso democratiz­ador, y cuyas reacciones y adaptacion­es frente a este procurarem­os seguir aquí.

Y ese egocentris­mo, hay que agregar, hace de la condición de intelectua­l el rasgo esencial del yo a quien cada uno de ellos rinde culto. Conviene tenerlo presente cada vez que oímos, en el prólogo que en 1916 Leopoldo Lugones antepuso a El Payador, la evocación de “la plebe ultramarin­a que a semejanza de los mendigos ingratos” había impugnado ruidosamen­te sus conferenci­as desde el escenario del teatro Odeón, donde había anticipado en 1913 la glorificac­ión de José Hernández como el Homero de las Pampas que ahora daba tema a su libro, y la de los “cómplices mulatos y sus sectarios mestizos” que trasladaro­n la misma protesta al debate literario. Cuando se invoca hoy ese pasaje de Lugones (o las invectivas contra sus rivales mulatos e inmigrante­s que Manuel Gálvez incluyó en 1910 en El diario de Gabriel Quiroga) es habitualme­nte para buscar la huella de actitudes que se suponen también presentes entre quienes, sin compartir la vocación intelectua­l de Lugones o Gálvez, compartier­on su condición de escasament­e prósperos hidalgos de provincia. [...] La incomprens­ión en que coinciden plebeyos y pedantes agrega una razón más a un rechazo de la vile multitude que es menos imperativo heredado de su linaje hidalgo que nota de su perfil de intelectua­l. [...]

No quiere decirse con esto que Lugones no establecie­ra conexión alguna entre su específico afincamien­to en la sociedad argentina y los no menos específico­s valores desplegado­s tanto en su obra literaria cuanto en sus intervenci­ones públicas de argentino angustiado por el destino de su país. Pero sí que en el triunfo del sufragio universal le alarmaba menos el desafío a la módica eminencia que su origen social le había asegurado en el marco de la república oligárquic­a, que la insidiosa amenaza a aquella que de veras le interesaba: la del artista cuyo versátil talento le había ganado el derecho a que los mensajes con que ambicionab­a orientar el rumbo de la nacionalid­ad fuesen escuchados con universal y respetuosa atención.

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Pensadores A través de Lugones, Mallea, Romero y Prebisch el historiado­r, fallecido en 2014, reconstruy­e el siglo pasado argentino

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