Un gran desafío para la UE: el riesgo de emulación
Ayer los griegos dijeron no. En forma clara y límpida. Suficientemente nítida como para que nadie pueda dudar. Pero sería un error interpretar ese no como un rechazo al euro o a Europa. Grecia dijo no a la austeridad, no a las amenazas de caos, no a lo que ellos interpretaron como una vida sin esperanza, no a los discursos de una Unión que, en su opinión, decide por ellos a miles de kilómetros de aquí.
¿Ésa no era la pregunta? No importa. Ésa será su respuesta.
Más concretamente, Grecia parece haber votado ayer por una de las dos formas de democracia que se oponen en el conflicto de legitimidades que se dirime en la Unión Europea (UE): soberanía popular contra coacción tecnocrática, nación contra institución, elección contra delegación, referéndum contra memorándum… En estos cinco años de dramas, la crisis de la deuda griega terminó adquiriendo la forma de una guerra de democracias.
Un conflicto de legitimidades políticas oponen a Grecia y a Europa, pero, en particular, a los gobiernos rebeldes –como el de Alexis Tsipras– y las recomendaciones de la UE, el Banco Central Europeo y el FMI.
Dos hombres fueron la semana pasada el símbolo de esos dos mundos. Desde la plaza Syntagma, de Atenas, ciudad donde nació la democracia en el siglo V a.C., el primer ministro de izquierda radical llamó a sus compatriotas a rechazar el proyecto de acuerdo decidido por el Eurogrupo el 26 de junio. Desde Bruselas, Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea (CE) exhortó a los griegos a aceptar ese acuerdo para evitar un Grexit.
Haciendo oídos sordos a esas advertencias catastróficas, anoche los griegos asumieron el riesgo de lo desconocido y renovaron su confianza en Tsipras.
Los griegos saben que los países deben asumir la continuidad jurídica del Estado –cualesquiera sean los gobiernos que los dirigen– y pagar sus deudas. Sin embargo, ¿quién puede pedir seriamente a las jóvenes generaciones de griegos –cuyo desempleo alcanza 30% y que acaban de ser sometidos a un ajuste presupuestario de 12% del PBI en los últimos cinco años–, que tendrán que aumentar su excedente primario (es decir, sin el servicio de la deuda) en 1% en 2015, 2% en 2016, 3% en 2017, 4% en 2018 y que después deberán consagrar el 4% del PBI durante 40 años a pagar sus deudas?
Pero tal vez sería un gran error pensar que el mundo asiste a una pulseada entre acreedores y deudores. En ese dédalo de negociaciones económicas y de planteamientos políticos, que –por el momento– nadie sabe cómo terminará, lo que se juega en Grecia podría ser la tragedia de Europa.
“Se trata mucho más de una cuestión de poder y de democracia, que de dinero y de economía”, escribió la semana pasada el premio Nobel Joseph Stiglitz.
Desde esa perspectiva, el no de ayer puede ser leído como un sobresalto democrático frente a una tentativa de dominación política.
En ese marco, dos legitimidades parecen enfrentarse. De un lado, la voluntad soberana de un gobierno democráticamente elegido. Del otro, la imperiosidad de las instancias de la zona euro que –según escribe Stiglitz– “nunca fueron demasiado democráticas”. Una legitimidad es popular, la otra mediatizada por las propias instituciones. Una es nacional; la otra, supranacional.
Hay quienes advierten que ese conflicto oculta otro, probablemente más peligroso en períodos de crisis aguda: la oposición entre pueblo y elite, entre democracia y oligarquía. Ese enfrentamiento –explican– puede terminar conduciendo una sociedad en default a preferir el ethnos al demos, el origen al ciudadano, lo religioso a lo político, lo nacional a lo social. De ahí los incómodos apoyos de partidos de extrema derecha al gobierno griego en los últimos días.
Para muchos, Grecia abusó de la solidaridad europea, como piensan varios pequeños países igualmente sometidos a drásticos recortes, que no quieren pagar por Atenas. Para otros, también es cierto que hasta el momento Europa ha sido democráticamente deficitaria.
Al votar masivamente por el no, los griegos desoyeron a los Casandra de las finanzas que repitieron durante estos meses los riesgos de contagio que un Grexit podría representar para la zona euro. Durante todo ese tiempo, nadie parece haber analizado, sin embargo, los riesgos de emulación que podría significar un eventual masivo no a ese déficit democrático. Ésa debería ser quizá la principal tarea de los líderes europeos en los próximos días.