Wimbledon se reanuda a la espera del “bad boy” que encarna el australiano Kyrgios
El australiano es una suerte de emblema de ese tenis desprejuiciado y menos gentil que el ex N° 1 exhibió en el tour y ambiciona para hoy
LONDRES.– Si algo le gusta, sus ojos se achican, lo que queda de la mirada brilla y las comisuras de los labios suben hasta dar forma a la sonrisa de un adolescente que regresa a casa tras haberle dado por fin el beso a esa esquiva novia. Y a John McEnroe le gustaba mucho, pero mucho, lo que iba a gritar: “You cannot be serious!”. El zurdo neoyorquino estaba en uno de los estudios de la BBC en Wimbledon y había llegado a la cima de la excitación en su defensa de los “bad boys” en el tenis. Ese “¡no podés estar hablando en serio!” o “¡no estarás hablando en serio!” nació en el court central del All England Club en 1981 en un arranque de furia de McEnroe contra un juez de silla, y es desde entonces el emblema de aquellos que quieren un tenis menos británico, menos gentil, menos blanco, menos “soft”, menos educado y sujeto a las reglas.
McEnroe sabe bien que para esa cruzada no contó ni contará nunca con Roger Federer, Rafael Nadal o Andy Murray; sabe, también, que Novak Djokovic podrá estar de acuerdo parcialmente en su manera de ver las cosas, pero que jamás llegará tan lejos como él pretende. Ningún jugador estelar de hoy quiere llegar al salvajismo de McEnroe, Jimmy Connors, Illie Nastase o Ivan Lendl, que en los 70 y los 80 eran capaces de lo inimaginable para amedrentar a un rival. Basta un dato para entender el tenis de hoy: a Federer le han hecho notar más de una vez las ventajas de sacar con más frecuencia en dirección al cuerpo de sus rivales para complicarles la devolución. Los números muestran que no, que no es el tenis que quiere jugar.
El letón Ernests Gulbis ya dijo que Nadal, Federer, Djokovic y Murray aburren con tanta amabilidad y corrección, pero eso no le aporta mucho a McEnroe. Gulbis es un talento, pero también un jugador de segunda fila (en buena parte porque él decidió serlo). Que Fabio Fognini enloquezca con frecuencia a rivales y jueces es sólo anecdótico: el italiano es tan carismático como inconsistente. Podría llegar lejos, pero eligió hasta ahora moverse en la zona de confort. No le sirve a Mc- Enroe como heredero.
No, McEnroe necesitaba un aliado de peso, alguien llamado a ser protagonista de primer orden en el tenis. El alemán rastafari Dustin Brown cumple con sus ansias de transgresión en cuanto a aspecto y juego, pero es demasiado educado y su carrera se está acabando. El que le ofrece a McEnroe lo que está buscando es Nick Kyrgios. Porque su tenis es electrizante, condición indispensable, aunque insuficiente. Se necesita más, y él lo tiene. Cuando el australiano le grita al juez de silla “sucia basura” (versión suavizada, porque el original en inglés tiene diez veces más potencia descalificatoria) y se escabulle de la situación alegando que se estaba insultando a sí mismo, cuando se burla de otro y le dice “¡qué fácil es tu trabajo, eh!”, el que fuera uno de los grandes rivales históricos de Guillermo vilas siente que vuelve a vivir.
El renacimiento del “¡no podés estar hablando en serio!” fue a propósito de una pregunta que un periodista le hizo a Kyrgios: “¿Influyó en tu juego el darte vuelta la vincha?”.
“¡¿Escuchaste la pregunta que hizo?!”. McEnroe no podía creerlo. El australiano se había visto obligado durante un partido a darse vuelta la vincha por “exceso de color”. Wimbledon no permite más que un centímetro de color en las prendas, y la vincha de Kyrgios, la “oficial” dentro del profuso “merchandising” de Wimbledon, rompía las reglas por exceso de violeta y verde.
Reglas que suel en importar lepoco a Kyrgios, que ya pisó un año atrás el court central de Wimbledon rumbo a una resonante victoria sobre Nadal vistiendo unos auriculares furiosa e impactantemente rosas. La imagen le redituó millones al patrocinador, que tras el último incidente de Kyrgios difundió su algarabía por Twitter: “Una violación de las reglas, una violación del código de vestimenta, 34 aces. ¿Quién es el próximo? Jugá con tus propias reglas”.
Propónganle una campaña similar a Nadal, Federer o Murray: les da un síncope a los tres.
Y pregúntenle a Rod Laver, Ken Rosewall o Roy Emerson qué opinan del joven llamado a continuar la leyenda del tenis australiano. Ya la aparición de Pat Cash los inquietó un poco hace tres décadas, porque el campeón de Wimbledon 87 venía de una cultura muy diferente a la del tenis, tremendamente británico por entonces en Australia. Cash creció en el ambiente del “aussie rules”, del fútbol australiano, ese deporte rudo y veloz que es pasión allí. Entendía el deporte de otra manera, aunque lejos de sus excesos, un poco a la manera de McEnroe, con el que tocaba la guitarra en las habitaciones de los hoteles durante las giras, algo que, otra vez, nadie imagina haciendo a Federer junto con Nadal o Djokovic.
vestido con jeans negros, gorra y unas Converse azules, McEnroe insiste en Wimbledon en lo que viene proponiendo desde hace meses: un tenis sin juez de silla, en el que los propios jugadores digan si una pelota es buena o mala y en el que se liberen de cierta etiqueta que el deporte de la raqueta lleva en sus genes. Su argumento es emocional: “Los jugadores necesitan expresarse, ¡ser ellos mismos! Estoy seguro de que en un partido de fútbol no se dicen ‘¿qué tal, cómo estás?’ O en la cancha de rugby. ¿Es el tenis realmente diferente, debería ser diferente?”.
Si Cash comenzó a cambiar Australia, Lleyton Hewitt aceleró esa transformación –potenciada por Patrick Rafter como perfecta contracara, el jugador al que todos querían, el hombre al que cualquier padre casaba sin dudarlo con su hija– y Bernard Tomic la puso a 200. Ahora llegó Kyrgios, que hoy en Wimbledon disputará los octavos de final frente a Richard Gasquet (Francia).
El hijo de griego y malaya no parece preocupado por lo que se diga de él, aunque tampoco da la impresión de estar en los momentos más alegres y relajados de su vida. A 300 metros del lugar en el que McEnroe se divierte desconcertando a una BBC que está saliendo de cierto corset, pero que sigue siendo la muy británica corporación de radio y televisión del país, están las canchas de entrenamiento de Aorangi, en el extremo norte del All England Club.
“¡Qué pocas ganas tengo de entrenaaaaaaaaaaaar…!”. Kyrgios pega un drive furibundo tras otro, no parece exagerado pensar que se le va a salir el hombro. Es el único que desentona en ese rincón apacible del club que huele a césped, sol y tenis de verdad, porque ahí se ven tiros increíbles, esos que el brazo agarrotado y la responsabilidad de ganar convierten en mucho más escasos a la hora de jugar por los puntos.
No le dicen mucho a Kyrgios sus acompañantes, acostumbrados a los arranques de furia del número 29. Hasta que el arranque es serio: el jugador convierte Wimbledon en el estadio de los Boston Red Socks, porque lo suyo no fue un drive, fue un home-run. La pelota vuela y vuela sobre las casas con jardín y pileta que se multiplican en esa privilegiada zona de Londres. En esa pelota va parte del tenis que McEnroe quiere. Hay que ver cuán lejos vuela.