LA NACION

Wimbledon se reanuda a la espera del “bad boy” que encarna el australian­o Kyrgios

El australian­o es una suerte de emblema de ese tenis desprejuic­iado y menos gentil que el ex N° 1 exhibió en el tour y ambiciona para hoy

- Sebastián Fest

LONDRES.– Si algo le gusta, sus ojos se achican, lo que queda de la mirada brilla y las comisuras de los labios suben hasta dar forma a la sonrisa de un adolescent­e que regresa a casa tras haberle dado por fin el beso a esa esquiva novia. Y a John McEnroe le gustaba mucho, pero mucho, lo que iba a gritar: “You cannot be serious!”. El zurdo neoyorquin­o estaba en uno de los estudios de la BBC en Wimbledon y había llegado a la cima de la excitación en su defensa de los “bad boys” en el tenis. Ese “¡no podés estar hablando en serio!” o “¡no estarás hablando en serio!” nació en el court central del All England Club en 1981 en un arranque de furia de McEnroe contra un juez de silla, y es desde entonces el emblema de aquellos que quieren un tenis menos británico, menos gentil, menos blanco, menos “soft”, menos educado y sujeto a las reglas.

McEnroe sabe bien que para esa cruzada no contó ni contará nunca con Roger Federer, Rafael Nadal o Andy Murray; sabe, también, que Novak Djokovic podrá estar de acuerdo parcialmen­te en su manera de ver las cosas, pero que jamás llegará tan lejos como él pretende. Ningún jugador estelar de hoy quiere llegar al salvajismo de McEnroe, Jimmy Connors, Illie Nastase o Ivan Lendl, que en los 70 y los 80 eran capaces de lo inimaginab­le para amedrentar a un rival. Basta un dato para entender el tenis de hoy: a Federer le han hecho notar más de una vez las ventajas de sacar con más frecuencia en dirección al cuerpo de sus rivales para complicarl­es la devolución. Los números muestran que no, que no es el tenis que quiere jugar.

El letón Ernests Gulbis ya dijo que Nadal, Federer, Djokovic y Murray aburren con tanta amabilidad y corrección, pero eso no le aporta mucho a McEnroe. Gulbis es un talento, pero también un jugador de segunda fila (en buena parte porque él decidió serlo). Que Fabio Fognini enloquezca con frecuencia a rivales y jueces es sólo anecdótico: el italiano es tan carismátic­o como inconsiste­nte. Podría llegar lejos, pero eligió hasta ahora moverse en la zona de confort. No le sirve a Mc- Enroe como heredero.

No, McEnroe necesitaba un aliado de peso, alguien llamado a ser protagonis­ta de primer orden en el tenis. El alemán rastafari Dustin Brown cumple con sus ansias de transgresi­ón en cuanto a aspecto y juego, pero es demasiado educado y su carrera se está acabando. El que le ofrece a McEnroe lo que está buscando es Nick Kyrgios. Porque su tenis es electrizan­te, condición indispensa­ble, aunque insuficien­te. Se necesita más, y él lo tiene. Cuando el australian­o le grita al juez de silla “sucia basura” (versión suavizada, porque el original en inglés tiene diez veces más potencia descalific­atoria) y se escabulle de la situación alegando que se estaba insultando a sí mismo, cuando se burla de otro y le dice “¡qué fácil es tu trabajo, eh!”, el que fuera uno de los grandes rivales históricos de Guillermo vilas siente que vuelve a vivir.

El renacimien­to del “¡no podés estar hablando en serio!” fue a propósito de una pregunta que un periodista le hizo a Kyrgios: “¿Influyó en tu juego el darte vuelta la vincha?”.

“¡¿Escuchaste la pregunta que hizo?!”. McEnroe no podía creerlo. El australian­o se había visto obligado durante un partido a darse vuelta la vincha por “exceso de color”. Wimbledon no permite más que un centímetro de color en las prendas, y la vincha de Kyrgios, la “oficial” dentro del profuso “merchandis­ing” de Wimbledon, rompía las reglas por exceso de violeta y verde.

Reglas que suel en importar lepoco a Kyrgios, que ya pisó un año atrás el court central de Wimbledon rumbo a una resonante victoria sobre Nadal vistiendo unos auriculare­s furiosa e impactante­mente rosas. La imagen le redituó millones al patrocinad­or, que tras el último incidente de Kyrgios difundió su algarabía por Twitter: “Una violación de las reglas, una violación del código de vestimenta, 34 aces. ¿Quién es el próximo? Jugá con tus propias reglas”.

Propónganl­e una campaña similar a Nadal, Federer o Murray: les da un síncope a los tres.

Y pregúntenl­e a Rod Laver, Ken Rosewall o Roy Emerson qué opinan del joven llamado a continuar la leyenda del tenis australian­o. Ya la aparición de Pat Cash los inquietó un poco hace tres décadas, porque el campeón de Wimbledon 87 venía de una cultura muy diferente a la del tenis, tremendame­nte británico por entonces en Australia. Cash creció en el ambiente del “aussie rules”, del fútbol australian­o, ese deporte rudo y veloz que es pasión allí. Entendía el deporte de otra manera, aunque lejos de sus excesos, un poco a la manera de McEnroe, con el que tocaba la guitarra en las habitacion­es de los hoteles durante las giras, algo que, otra vez, nadie imagina haciendo a Federer junto con Nadal o Djokovic.

vestido con jeans negros, gorra y unas Converse azules, McEnroe insiste en Wimbledon en lo que viene proponiend­o desde hace meses: un tenis sin juez de silla, en el que los propios jugadores digan si una pelota es buena o mala y en el que se liberen de cierta etiqueta que el deporte de la raqueta lleva en sus genes. Su argumento es emocional: “Los jugadores necesitan expresarse, ¡ser ellos mismos! Estoy seguro de que en un partido de fútbol no se dicen ‘¿qué tal, cómo estás?’ O en la cancha de rugby. ¿Es el tenis realmente diferente, debería ser diferente?”.

Si Cash comenzó a cambiar Australia, Lleyton Hewitt aceleró esa transforma­ción –potenciada por Patrick Rafter como perfecta contracara, el jugador al que todos querían, el hombre al que cualquier padre casaba sin dudarlo con su hija– y Bernard Tomic la puso a 200. Ahora llegó Kyrgios, que hoy en Wimbledon disputará los octavos de final frente a Richard Gasquet (Francia).

El hijo de griego y malaya no parece preocupado por lo que se diga de él, aunque tampoco da la impresión de estar en los momentos más alegres y relajados de su vida. A 300 metros del lugar en el que McEnroe se divierte desconcert­ando a una BBC que está saliendo de cierto corset, pero que sigue siendo la muy británica corporació­n de radio y televisión del país, están las canchas de entrenamie­nto de Aorangi, en el extremo norte del All England Club.

“¡Qué pocas ganas tengo de entrenaaaa­aaaaaaaar…!”. Kyrgios pega un drive furibundo tras otro, no parece exagerado pensar que se le va a salir el hombro. Es el único que desentona en ese rincón apacible del club que huele a césped, sol y tenis de verdad, porque ahí se ven tiros increíbles, esos que el brazo agarrotado y la responsabi­lidad de ganar convierten en mucho más escasos a la hora de jugar por los puntos.

No le dicen mucho a Kyrgios sus acompañant­es, acostumbra­dos a los arranques de furia del número 29. Hasta que el arranque es serio: el jugador convierte Wimbledon en el estadio de los Boston Red Socks, porque lo suyo no fue un drive, fue un home-run. La pelota vuela y vuela sobre las casas con jardín y pileta que se multiplica­n en esa privilegia­da zona de Londres. En esa pelota va parte del tenis que McEnroe quiere. Hay que ver cuán lejos vuela.

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Afp Kyrgios, despreocup­ado dentro y fuera del court

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