Odio y atracción
Por primera vez se hace una versión teatral de Muertos de risa, el film de culto de Álex de la Iglesia que retrata el apogeo y el ocaso de un dúo de capocómicos
Una película de culto, dos personajes idolatrados, un director icónico. Nino y Bruno son dos nombres más que representativos para aquellos fanáticos de Muertos de risa, la película que Álex de la Iglesia estrenó en 1999. Hay chicos, perros y
gatos que pasaron a tener esos nombres en honor a este dúo de cómicos que encuentra la llave del éxito en una bofetada. Sucede que el film muestra un recorrido prodigioso por el nacimiento, el apogeo y el ocaso de estos dos personajes que interpretaron Santiago Segura y El Gran Wyoming. A lo largo de ese recorrido, tanto Nino como Bruno descubren que, cuanto más se odian, más éxito tienen y, cuanto más éxito tienen, más se odian. Resultaba raro que, en 15 años, aquella película fetiche no se hubiera llevado al escenario. Y es en una ciudad como Buenos Aires, con miles de fans de Muertos de risa donde nace la idea de hacer la primera versión teatral del film ambientado en la España de los años 70.
Se le ocurrió a Gabriel Almirón (ex Pacotillo), quien, enseguida, se lo contó a Marcos “Bicho” Gómez y, a su vez, al productor Javier Silberman. Transcurría 2013 y Álex de la Iglesia llegaba de visita a Buenos Aires para presentar Las brujas de Zugarramurdi. No pudieron conseguir una entrevista formal, pero sí una invitación al estreno. Después de la proyección, lo esperaron en la vereda y lo atajaron entre los tres: “Álex, nosotros somos actores argentinos, él es productor, y queremos hacer una versión teatral de Muertos de risa”, le soltaron en la cara. Álex de la Iglesia los miró y les soltó un gesto esperanzador: “Me encanta la idea, nunca hicieron una obra teatral de ninguna de mis películas, les dejo mis contactos y me llaman”.
Ahora Nino y Bruno son Gabriel Almirón y Marcos “Bicho” Gómez, quienes, con la dirección del macoco Daniel Casablanca, acaban de debutar en el Metropolitan Citi con el estreno mundial de Muertos de risa.
Primera postal de este encuentro entre los artistas y la nacion: ensayo sin escenografía. La acción transcurre en una fiesta, donde una espontánea admiradora del dúo cómico flirtea primero con Nino para luego irse con Bruno. Ahí ya se empiezan a vislumbrar los rencores, los celos, las obsesiones y una competencia feroz que pondrá al desnudo sus miserias más oscuras.
“El primer libro que me pasaron era una transcripción literal del guión de la película. Así como estaba, no había manera de teatralizarla. Muchos personajes, diferentes locaciones, incendios, persecuciones en auto... Había que sintetizar todo ese material, así que empezamos a achicar y resumir”, recuerda Daniel Casablanca, encargado de versionar la obra que traslada la acción a la Argentina de esa misma época, en los años 70. “Finalmente, encontramos una síntesis que nos permite seguir contando la esencia de la historia a través del artificio del teatro. El desafío tiene que ver con detectar dónde es que se produce este quiebre, en qué momento estos personaje ingenuos, divertidos y frescos empiezan a convertirse en unos monstruos, paranoicos, miedosos, sin paz. Al fin de cuentas se trata de una historia de amor profundo, de hermandad absoluta, en la cual Nino y Bruno no pueden vivir el uno sin el otro, se necesitan, pero, a la vez, se odian cada vez más”, agrega el director.
En resumen, esta versión es la adaptación de una superproducción, una tragedia moderna con el lenguaje del teatro popular, sin solemnidad, que cuenta el recorrido de estos personajes buscavidas que, a medida que triunfan en lo artístico, se van hundiendo cada vez más en su vida personal. El devenir trágico del éxito a costa de la propia vida.
Sin dudas, Muertos de risa es fiel exponente del género llamado slapstick (comedia clownesca con bofetadas). “Estos tipos se hacen famosos no porque son graciosos, sino porque uno le mete un cachetazo al otro, y eso gusta. A mí también me gustaría pegarle a mi jefe. Y esta cosa de realizar el sueño que ninguno se anima a concretar hace que todo se vaya al abismo. Por eso la cachetada es real, porque sino, no tendría gracia”, apunta “Bicho” Gómez, que, en la piel de Bruno, ahora es el encargado de propinar los cachetazos a Nino (Gabriel Almirón). Y parece gozar de su faena.
“La cachetada también es la síntesis de esa época, y la gracia está en la impunidad. Justamente, vos no podés actuar algo que es impune, porque dejaría de serlo. Tiene que ser un cachetazo real. Y se siente... hay veces que «el Bicho» me deja el oído chiflando”, confiesa Almirón, que, aunque ahora luce afeitado, durante los ensayos se dejó crecer la barba para amortiguar los golpes.
El diseño de la escenografía y la iluminación, a cargo de Gonzalo Córdova, también juegan un papel fundamental. Recrea un flipper gigante, que permite salir del estereotipo del cine en busca de una mayor agilidad de la acción para contar la historia de estos tipos como una jugada. Así, las casas de Nino y Bruno se encuentran en el centro de la escena, y el resto de las locaciones conforman los distintos dispositivos de ese flipper, ícono de los 70: el camarín es un hongo, la cárcel otro hongo, aparecen y se ocultan cosas, se encienden y se apagan las luces, se disparan sonidos, mientras todo empieza a oscurecer y el juego se convierte un tren fantasma. Un chiste que se genera en el dolor, porque, precisamente, tal vez la mejor manera de huir del dolor sea con el humor. Y del amor al odio, se sabe, hay un solo paso.