LA NACION

Una receta para erradicar estereotip­os que involucra a todos

- Hinde Pomeraniec

Tengo hijos feministas. Yo no soy feminista; ellos, sí. No es que no son machistas, son feministas. Yo todavía a veces tengo que hacer el esfuerzo para no pensar que hay cosas que están determinad­as por el género; ellos, no. Y no hablo de mi hija de 18 años, que la tiene más clara que muchas de las mujeres con las que trato habitualme­nte; hablo de los varones, uno de 28 y otro de 16. Ellos, que son muy diferentes entre sí, coinciden en algo básico: no piensan a las mujeres como propiedad privada ni como el pilar del hogar; las tratan igual que como tratan a los varones y creen en un mundo en donde las mujeres merecen ganar lo mismo que los hombres por igual trabajo y ocupar los mismos espacios en todas las esferas. Creen, también, que en la casa tienen que trabajar los dos miembros de la pareja y repartirse las tareas del hogar, incluso el cuidado de los hijos.

Segurament­e no es casual que piensen así, crecieron en una casa en donde sucede todo eso que ellos consideran natural dentro de su concepto de cultura cotidiana. También en sus escuelas (privadas y públicas) vivieron y respiraron ese espíritu de convivenci­a entre pares. No parece magia, en todo caso es resultado de pequeñas luchas personales contra la ignorancia y la injusticia.

En estos días, desde que la campaña #NiUnaMenos se puso en marcha, y mucho más a partir del día en que cientos de miles se movilizaro­n en todo el país, se hizo evidente que los más chicos, tanto varones como chicas, podían entender más rápido la consigna. Se sacaron fotos, grabaron videos, enviaron mensajes. Inundaron las redes sociales. Convencier­on a sus maestros para tomar el tema en clase. Esto se dio al mismo tiempo que multitudes de mujeres se animaron a hablar y a contar sus experienci­as traumática­s, hasta aho- ra silenciada­s, y mientras madres y padres tuvieron que aprender primero para luego explicarle­s a sus hijos qué significa la palabra “femicidio”.

Por iniciativa propia o por presión de los alumnos, maestras y maestros, profesores de todas las disciplina­s, llevaron el tema a las aulas bajo todos los formatos y encontraro­n entre los chicos y los más jóvenes un terreno ávido de conocimien­to y una escucha fecunda y poderosa.

Hay una suerte de receta, una dirección clara en la que deberíamos trabajar autoridade­s y ciudadanos para avanzar hacia una sociedad que cada día esté más lejos del estereotip­o machista y de la naturaliza­ción de los femicidios, una naturaliza­ción del espanto que se da tanto en los que hablaban de ciertas tragedias como de “crímenes pasionales” como en los que depositaba­n

Son las casas y las escuelas los espacios en donde podemos dar vuelta la historia

–y aún lo hacen– la responsabi­lidad de sus muertes en la propia conducta de sus víctimas. Esa receta es trabajosa, pero no imposible. Gran parte de ella es responsabi­lidad de autoridade­s políticas y judiciales, pero mucho, mucho más de lo que pensamos, nos correspond­e a todos y a cada uno, ahí donde estemos. Son las casas y las escuelas los espacios en donde podemos dar vuelta la historia. Los chicos y las chicas lo pidieron yendo masivament­e a todas las plazas del país y lo siguen pidiendo.

A partir del 3 de junio pasado, en la Argentina se hace difícil pensar que un chico puede seguir creyendo que es natural que su padre le pegue a su madre. Eso solo ya es una de nuestras mayores victorias culturales como sociedad movilizada.

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