LA NACION

El Estado de Derecho está en peligro

La remoción del magistrado, que originó la marcha de protesta convocada para hoy en Tribunales, se inscribe en el avance sobre la Justicia por parte de un gobierno que viola la constituci­ón para garantizar­se jueces adictos

- Ricardo Gil Lavedra Ex camarista federal

La polémica desatada por la remoción del juez Luis Cabral por parte del Consejo de la Magistratu­ra ha puesto en evidencia la clara intención del Gobierno de ocupar ciertos cargos judiciales estratégic­os con jueces adictos. La maniobra consiste en designar jueces subrogante­s a personas que no reúnen los requisitos exigidos por la Constituci­ón respecto de su idoneidad e independen­cia. Los nombrados no tienen más méritos, en general, que su adhesión a los intereses de las mayorías gobernante­s. Esto viola el principio básico de cualquier democracia republican­a: la división de poderes y la independen­cia judicial.

El instrument­o que se está utilizando es la reciente ley 27.145 de subroganci­as judiciales, que permitirá al Gobierno nombrar “a dedo” más de 200 jueces en todo el país (cerca del 25% del total). Basta con que se traben las designacio­nes de las ternas para jueces titulares (que requieren dos tercios de los votos del Consejo) para que por simple mayoría se designen jueces interinos que responden al oficialism­o. Esta ley resulta insostenib­le a la luz del texto constituci­onal y de los precedente­s de la propia Corte Suprema de Justicia. Y los tribunales así deberían declararlo.

La subroganci­a de un tribunal por ausencia del titular, cualquiera sea el motivo (renuncia, licencia, excusación, recusación), es una circunstan­cia transitori­a y que debería ser excepciona­l. Debe durar, en principio, hasta que desaparezc­an las razones que la motivaron o el tiempo que se le asignó (en caso de que hubiera sido a plazo). Pero esta transitori­edad de la gestión del juez sustituto no va en desmedro de su estabilida­d. Es necesario que el juez que subroga tenga las mismas garantías que el titular en cuanto a estabilida­d, pues de lo contrario se afectaría su independen­cia para juzgar. Ése ha sido el criterio de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos en los casos que le tocó decidir (no ha sido casual que todos hayan sido contra la República Bolivarian­a de Venezuela) y de nuestra Corte Suprema de Justicia.

La demora del Consejo de la Magistratu­ra en la realizació­n de los concursos necesarios para cubrir las vacantes judiciales y del Poder Ejecutivo en remitir la terna de los candidatos al Senado provocó que el número de subroganci­as fuera en aumento. Así, la excepciona­lidad se transformó en regla. El modo de cubrir esas vacantes ha sido problemáti­co. Luego de que la Corte declarara la inconstitu­cionalidad de un reglamento del Consejo en el caso “Rozsa” y dispusiera que debía cumplirse con los subrogante­s un procedimie­nto análogo al de los titulares, con la intervenci­ón de todos los órganos que contempla la Constituci­ón, se sancionaro­n las leyes 23.372 y 26.376, que resolviero­n que en primer lugar las vacantes tenían que ser cubiertas por otros jueces y, en su defecto, por sorteo entre los integrante­s de una lista de conjueces elaborada por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado.

Ahora, la nueva ley 27.145 modifica esta prelación, y establece en su artículo 2° que el Consejo designará subrogante­s a un juez o jueza de igual competenci­a de la misma jurisdicci­ón o a un miembro de una lista de conjueces elaborada por el propio Consejo con acuerdo del Senado. Esta regla no cumple con lo decidido por la Corte Suprema y se aparta de los requerimie­ntos constituci­onales.

En efecto, cuando la Corte sostiene que en la designació­n del juez suplente deben intervenir el Consejo, el Poder Ejecutivo y el Senado, se entiende que la participac­ión de estos órganos es de acuerdo con sus competenci­as constituci­onales. En el caso del Consejo, su incorporac­ión a la Constituci­ón tuvo por objeto atenuar la discrecion­alidad política en la designació­n de jueces, selecciona­ndo a los candidatos con criterio profesiona­l, con base en su idoneidad. La mera confección de un listado de aspirantes a subrogante­s no satisface este recaudo, toda vez que no hay verificaci­ón alguna de idoneidad técnica ni personal de los abogados y secretario­s que integran esas listas. Por otra parte, permitir a la voluntad de la mayoría del Consejo optar entre cubrir una vacante con un juez de la Constituci­ón de igual competenci­a o elegir arbitraria­mente “a dedo” a un integrante de la lista de conjueces, no se adecua al principio de razonabili­dad de la potestad legislativ­a.

Otras disposicio­nes de la ley también resultan cuestionab­les constituci­onalmente, como la posibilida­d de que el Consejo designe por un plazo si no hay listas con acuerdo del Senado, o bien la posibilida­d de nombrar subrogante­s en tribunales que no están siquiera en funcionami­ento (lo que tergiversa el concepto mismo de “subrogar” a alguien).

La remoción del juez Cabral, pocos días antes de que tuviera que resolver una causa sensible a los intereses del Gobierno –la constituci­onalidad del Memorándum con Irán–, constituye un paradigma de por qué es necesaria la estabilida­d de los jueces, titulares o interinos. La razón pueril que se esgrimió es que su designació­n era válida hasta que la vacante fuera cubierta “según el sistema institucio­nal” y que eso ocurrió con la sanción de la ley 27.415. La expresión, sin dudas, se refiere al régimen constituci­onal, es decir, al nombramien­to regular de un nuevo juez, y así lo expresó la Corte Suprema en el recordado fallo “Rozsa” (ver consideran­do 14). Pero además, la nueva ley de subroganci­a resultaba inaplicabl­e en el caso, al permitir la designació­n discrecion­al de una persona sin cumplir los pasos constituci­onales en torno a su idoneidad.

En el nacimiento del constituci­onalismo, en los siglos XVII y XVIII, los textos de los autores clásicos (Locke, Montesquie­u y Rosseau) enfatizaba­n la necesidad de dividir el poder del Estado como única garantía de la libertad y de los derechos. La Constituci­ón consagra los derechos y los límites al poder de las mayorías. Los jueces son los únicos que pueden asegurar la vigencia de la Constituci­ón frente a los abusos de los gobernante­s. Por tanto, deben ser imparciale­s en el desempeño de sus funciones y, para eso, independie­ntes por definición, dado que sólo así pueden asegurar la supremacía de la Constituci­ón y controlar los actos de los otros poderes. El juez que no es independie­nte y que responde a los intereses de la mayoría, no es un juez, es un empleado del poder.

Hoy en la Argentina la misma agrupación política controla la titularida­d del Poder Ejecutivo y la mayoría de las dos cámaras del Congreso. La preservaci­ón de la independen­cia judicial exige que la designació­n de los jueces no dependa de la voluntad discrecion­al de esos poderes. De lo contrario, no tendremos magistrado­s que hagan cumplir la Constituci­ón frente al abuso de los gobernante­s, ni impongan a éstos el imperio de la ley. Quizás convenga recordar las clásicas palabras de Charles Louis de Secondat, barón de Montesquie­u: “Todo estará perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas… ejerciera los tres poderes, el de hacer las leyes, el de ejecutar las resolucion­es públicas y el de juzgar los delitos o las diferencia­s entre particular­es”.

No terminan aquí las amenazas. Se suman las facultades sin control que ahora tiene la Procuració­n General respecto de nombramien­tos de fiscales que llevarán adelante o no la acción penal pública, y la incalifica­ble presión que se realiza sobre el juez Fayt para obtener otra vacante en la Corte Suprema de Justicia.

Esperemos que la voluntad de la ciudadanía de restablece­r el Estado de Derecho despeje estos peligros.

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