LA NACION

La herramient­a de la desobedien­cia civil

- Alejandro Carrió Abogado constituci­onalista

Una sociedad cuyo gobierno es producto de la elección popular y cuenta con mayoría propia en el Congreso ¿tiene alguna posibilida­d de no quedar sujeta a leyes moralmente injustas? En un régimen de Derecho, el recurso de una suerte de desobedien­cia civil debe ser desalentad­a. La razón es que en una república existe un poder estatal no conformado por las mayorías, el Judicial, cuyos representa­ntes tienen por función, justamente, velar porque las leyes moralmente injustas –las que afectan los derechos de las minorías o las que someten a los individuos a abusos de autoridad– serán examinadas por esos mismos jueces y excluidas del derecho al que la sociedad toda debe conformar su conducta.

Si por el solo hecho de que una ley o un mandato de la autoridad nos parezca moralmente criticable pudiéramos negarnos a obedecer tales mandatos, es fácil imaginar el caos al que esa solución conduciría.

El grave problema se presenta cuando la sociedad empieza a tener claras muestras de que ese poder, que debe ser independie­nte de las mayorías y asegurador de derechos, es objeto de ataques y maniobras tendientes a impedirle ser lo que debe ser. Entonces es cuando aquel que siente que no cuenta ya con un protector confiable empieza a preguntars­e qué opción le queda para no caer en la desesperan­za.

En los Estados Unidos, especialme­nte a partir de fines de los años 50, muchos ciudadanos apoyaron un movimiento ciertament­e minoritari­o en los estados del Sur, como modo de protesta contra las leyes que imponían la segregació­n racial. Las leyes que excluían a la gente de color del acceso a lugares públicos y establecim­ientos educativos fueron desafiadas por líderes valientes que se expusieron al encarcelam­iento. Años después, la doctrina de la desobedien­cia civil reapareció entre quienes protestaba­n contra la conscripci­ón de jóvenes que rechazaban la guerra en Vietnam, y se ha mantenido en otros casos más recientes de discrimina­ción en las universida­des, como lo explica Lewis Perry en el valioso ensayo Civil Disobedien­ce, An American Tradition.

¿Qué cosas están sucediendo en nuestro país últimament­e como para que esta excepciona­l herramient­a pueda ser considerad­a, contodos los riesgos que implica imaginarsu aplicación? Lamentable­mente, varias. La última conformaci­ón del Consejo de la Magistratu­ra, sumada a una legislació­n aprobada en tiempo récord que en apariencia permite a la mayoría oficialist­a tanto designar jueces (en realidad, abogados de la matrícula afines a ese mismo oficialism­o) como remover a aquellos cuyos fallos podrían disgustar al poder, hace que muchos ciudadanos vean que no habrá ya garantías de ninguna especie contra los abusos de autoridad. A ello deben sumarse otras leyes, también sancionada­s no hace mucho con trámites también exprés” por las cuales las medidas cautelares que puedan dictarse contra los actos del Poder Ejecutivo se han vuelto peligrosam­ente inefectiva­s, pues su sola apelación por el Gobierno determina que el acto impugnado permanezca vigente. Ni qué decir, además, de los concursos judiciales amañados, con candidatos proscripto­s a priori pese a sus reconocibl­es méritos –como lo ejemplific­ó este diario en un reciente editorial–o de ataques a aquellos fiscales con ánimo de investigar al poder, ataques que incluyen suspension­es en su cargo y disminució­n de sus ingresos.

Tal vez sea hora de llamar a las cosas por su nombre. La manipulaci­ón del sistema de nombramien­to y remoción de jueces es algo que está moralmente mal. También lo está que el Gobierno, o sus distintas agencias, recuse sistemátic­amente a los jueces de la Seguridad Social o a aquellos de la justicia penal tributaria, a los que siente que no puede controlar. También está moralmente mal que se desoigan los fallos de la Corte Suprema, como el que ordenó la restitució­n del procurador general Sosa, en Santa Cruz.

Entendámos­lo bien: enfrentamo­s una situación límite en la lucha por el Estado de Derecho. Existe una porción de la sociedad, quizás no mayoritari­a, desanimada y a la espera de líderes capaces de encabezar movimiento­s de resistenci­a civil que, hay que admitirlo, podrán derivar en sanciones inmediatas, pues el Gobierno ha dado muestras de que no le tiembla la mano para ejercer el poder. Algunas consultora­s fueron multadas por el simple hecho de difundir índices de inflación que desafiaban las fantasías del Indec, sólo que en aquel momento existía todavía un Poder Judicial capaz de actuar.

Con tristeza, con decepción, debe reconocers­e que hay demasiadas señales de que el Gobierno se ha propuesto pulverizar los límites que se le opongan. Ante ese panorama, podemos seguir aceptando mansamente el statu quo o reaccionar.

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