LA NACION

Tócala de nuevo, Nick

- Por Diana Fernández Irusta

Caníbal. Se dice caníbal. Y agrega, tan tranquilo, que de eso puede dar buena cuenta su mujer. Porque ella conoce el modo en que la delicada intimidad de la vida en común es todo el tiempo devorada, incorporad­a, deformada y transforma­da en las canciones que desde hace años él compone. Más o menos así arranca 20.000 días en la Tierra, el documental que el año pasado protagoniz­ó el cantante australian­o Nick Cave. Recuerdo la voz profunda de Cave mientras se declara caníbal del mundo que lo rodea; el suave movimiento de cámara que lo descubre mientras se levanta del lecho conyugal. Y el encuadre mínimo, casi pudoroso, que apenas deja entrever, bajo las sábanas, el cuerpo de la mujer que habita en tantos y tantos rincones de su obra.

En 20.000 días en la Tierra Nick Cave habla de sí mismo, de sus recuerdos, de la memoria, de la música. Pero sobre todo habla de canciones. Del modo en que, con cada palabra esbozada en cada composició­n, él apuesta a tomar una migaja de vida; arrancar un trozo de presente de la vasta marea de lo cotidiano, rescatarlo del olvido. “La canción es heroica –dice–, porque confronta con la muerte”.

No puedo más que recordar esa frase ahora, mientras leo en El País Semanal que el imparable australian­o, no satisfecho con sus discos, films, composicio­nes y poemas, acaba de publicar un libro: La canción de la bolsa para el mareo. Y cuenta el periodista Fernando Navarro que el libro nació de una canción, la que ese dínamo creativo dado en llamarse Nick Cave comenzó a escribir durante un viaje en avión. Una canción larga, escrita en el papel que estaba más a mano –la bolsa para el mareo– y cuyo motivo se extendió, se desparramó, no paró de provocar ideas, asociacion­es y palabras. Hasta que, incontenib­le, lo que inicialmen­te iba a ser simple canción terminó siendo libro. Pero no uno especialme­nte inquietant­e, como podría esperarse de quien fuera emblema del post-punk y el gótico de los años 80, sino un rotundo elogio a la creativida­d que hasta incluye listas de causas de procastina­ción (Internet, teñirse el pelo y HBO serían algunas de ellas). “El libro tiene elementos cómicos, pero lo que busco es que ayude a la motivación –explica el cantante al periodista español–. Yo puedo escribir en cualquier parte. Y duermo poco, pero duermo.”

Leo la noticia y se me aparece la imagen del primer Nick Cave que vi. Un ángel oscuro que hechizaba a la cámara de Wim Wenders en la película Las alas del deseo. Una breve aparición –una presentaci­ón en vivo en un teatro berlinés, acompañado por The Bad Seeds– en la que todo en él lucía enigmático, eléctrico, salvaje. Extrañamen­te frágil, también; como si lo fuera, pero remotament­e. Casi a su pesar.

Después vendrían sus discos más líricos, las baladas entre feroces, desgarrada­s y sensuales de The Boatman’s Call o Murder Ballads. Y ese piano que estruja el corazón, la banda de sonido de la película The Road.

Las canciones, especialme­nte las de la música popular, y su modo de enhebrar biografías. Cada momento de nuestra vida, engarzado a la búsqueda de tal o cual artista. Y la vida de ese mismo creador, respirando en cada cambio de voz, de temática, de registro.

Quizás por eso, la pulsión que siempre creí entrever en la obra de Cave recién terminó de cobrar forma al conocer 20.000 días en la Tierra. Porque en ese documental el artista que lleva poco más de 50 años sobre este mundo (ya se sumaron unos cuantos días a los 20.000 del film) se revela como alguien definitiva, gozosa y totalmente enfrascado en la tarea de dejar testimonio. Además de ser una poética indagación en la historia, personalid­ad, lazos emotivos y mecanismos creativos del artista, el documental da cuenta del resorte más profundo de sus búsquedas: la obsesión por atrapar ese resto de sentido, la zona de misterio que, “como el lomo de un monstruo marino” a veces asoma, sin avisar, y regala algo de verdad. “Tocar y cantar es encontrar una manera de tentar al monstruo, para que salga a la superficie –describe–. Crear un espacio donde la criatura pueda atravesar lo que es real y conocido para nosotros. Ese espacio deslumbran­te, donde la imaginació­n y la realidad se cruzan; donde existen todo el amor y las lágrimas y la dicha”. Otro modo de decir que sólo la palabra restará cuando del mundo no quede nada.

Él apuesta a tomar una migaja de vida; arrancar un trozo de presente de la vasta marea de lo cotidiano

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