LA NACION

No puede construirs­e una biblioteca usando e-books

- Ariel Torres @arieltorre­s

Me estaba mudando, y mientras observaba la desmesurad­a acumulació­n de cajas con libros, hice un cálculo rápido que me dejó pasmado. Mi biblioteca entera podía guardarse en un pendrive. Así que, ¿valía la pena toda esa esforzada, casi épica logística? Me lo pregunté de verdad. O más bien, me lo pregunté de verdad, pero con la más adamantina convicción de que nunca voy a separarme de mis libros.

Lo primero que pensé fue que tenemos claro que el texto de un libro no es el libro. Pero no tenemos claro qué hace al libro ser un libro. El texto digital es informació­n numérica que luego de ser procesada por alguna clase de computador­a aparecerá en alguna clase de pantalla bajo la forma de las palabras que originalme­nte llenaban las páginas de tal libro.

Con el libro no ocurre eso. No hay, en la relación que establecem­os con la página de papel, ningún intermedia­rio. No sólo no depende de sistemas operativos o formatos de archivo, sino que además el libro es algo en sí. El texto digital es algo en tanto sea interpreta­do por un software. Un libro, en cambio, es. Existe ahí.

En mi biblioteca, la mayoría de los volúmenes tiene una historia propia, hilos que constituye­n mi propia biografía. Si saco de un estante Las enseñanzas de Don Juan, no puedo dejar de pensar en que es uno de los dos volúmenes que nunca devolví. Muchos están dedicados. Muchas son primeras ediciones. Algunos volúmenes estuvieron prohibidos; algo casi cómico, puesto que hoy pueden borrarte ciertos libros de tu Kindle de manera remota. ¿O acaso no ocurrió hace siete años con 1984, de Orwell?

Bla, bla, bla, me dije, cambiando de piel. Todos prejuicios derivados de tu formación y tu edad. Esas cajas no contienen sino reliquias. Ahora leemos, oímos música y miramos películas en el celular. Todo lo demás es fósil.

Volví a cambiar de piel y pensé que tal vez el uso que les damos a los libros conduce a un equívoco. El consenso dice que los libros son para leer. OK, un libro es para leer, concedido, ¿pero para qué sirven varios cientos o miles de libros?

Tendemos a olvidar que los bits no nos privaron de la herramient­a de lectura. En algunos aspectos, la han incluso mejorado. Pero arrasaron con las biblioteca­s.

El día que me encontré entre las las cajas de cartón que contenían mis libros, prolijamen­te estibadas en el mismo cuarto donde hasta entonces residía mi biblioteca, fue muy raro. Una habitación llena de libros no es una biblioteca. Tienen que estar en sus estantes, tienen que rodearte. Una biblioteca es un topos, un lugar.

Ahora, atrapados en esas cajas, mis libros habían dejado de cumplir esa otra función, una que pasamos por alto durante todos estos años, muy a pesar de que era tan obvia. Ahora no sólo no podía ver sus lomos y decidir que quería repasar algún párrafo, alguna estrofa, sino que ya no podía estar entre mis libros, resguardad­o por mis libros.

Los libros son los ladrillos de una fortaleza para el espíritu. Empezamos con un puñado y, con los años, construimo­s un castillo cada vez más grande, y también más nuestro. Los lectores no sólo amamos el libro, sino también las biblioteca­s, ese mapa de nuestra vida, ese retrato de lo que alimenta, ya de forma inconscien­te, nuestras decisiones y nuestra imaginació­n.

Y pese a su aspecto a veces vetusto, ciertament­e anacrónico, una biblioteca es siempre la infancia del alma.

Cuando tenía 8 años, mi familia logró tener su primera casa lo bastante espaciosa para darles un lugar a todos los libros. El cuarto que funcionaba como estudio de mi padre asumió ese papel, y lo llamábamos así, La Biblioteca. Como ya sabía leer, me abstraía en esas excursione­s, todavía inexpertas, durante horas.

Luego conocí la del Colegio Nacional de Buenos Aires, tan imponente, con tantos libros que, en mi primera visita, quedé estupefact­o. Empezaba a darme cuenta de que el número total de esos objetos que amaba, los libros, era mucho mayor que lo que había imaginado. Comencé también a caer en la cuenta de un sino ineludible: no había posibilida­d alguna de leerlo todo.

Siguieron la Nacional, la del Congreso, la del Maestro. Y otras. Conocí la biblioteca de Borges, cuando me reuní a hablar con él en 1982. Y poco a poco construí la mía. Que ahora espera. En cajas de cartón.

OK, un libro sirve para leer. ¿Pero para qué sirven cientos o miles de libros?

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