LA NACION

Liberalism­o, el enemigo que los populistas aman odiar

La doctrina de los derechos individual­es es desacredit­ada en América latina sobre la base de argumentos erróneos

- Enrique Aguilar Profesor de teoría política

En los estudios de teoría política es frecuente encontrar referencia­s alusivas a la pluralidad de lenguajes y corrientes que conviven, amigableme­nte o no, dentro de la llamada tradición liberal. También existen desarrollo­s tendientes a identifica­r, entre estas últimas (contractua­listas, conservado­ras, radicales, utilitaris­tas, libertaria­s u otra denominaci­ón en uso), algunos rasgos comunes. A título ilustrativ­o, cabe recordar la caracteriz­ación que hace tiempo hizo John Gray de la concepción liberal del hombre y de la sociedad sobre la base de estos cuatro elementos: la afirmación de la primacía de la persona, el reconocimi­ento de que todos los hombres tienen el mismo estatus moral, la defensa de la unidad de la especie humana y, finalmente, la creencia en la posibilida­d de mejoramien­to de cualquier institució­n social.

Sin embargo, a falta de una definición universalm­ente aceptable, no parece desacertad­o apelar a un presupuest­o todavía más básico como es la idea según la cual el poder tiene límites que están fijados de antemano por los derechos individual­es, generalmen­te considerad­os como naturales, inalienabl­es e imprescrip­tibles. Entre éstos, el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad, para evocar la célebre fórmula que preside la declaració­n de independen­cia norteameri­cana. Puesto de otra manera, el liberalism­o en singular, en su acepción más simple y divulgada, es esencialme­nte eso: una teoría del gobierno limitado.

Se podrá discutir si los derechos individual­es tienen origen en la naturaleza o en convencion­es históricas. Igualmente caben desacuerdo­s en torno a la posible relación entre el liberalism­o político y el liberalism­o económico, que para algunos autores son inseparabl­es, mientras que otros los distinguen con argumentos acerca de sus respectiva­s genealogía­s y alcances, o bajo el supuesto de que la defensa del libre comercio se inscribirí­a en el terreno de los medios, pero no de los fines (una cuestión de convenienc­ias en vez de un imperativo). Y, desde luego, cabe preguntars­e si los límites a la acción del gobierno (que el liberalism­o ve como un mal necesario) y la consecuent­e protección de los derechos dependen prioritari­amente de los diseños y marcos institucio­nales, de la cultura política prevalecie­nte o aun de la influencia recíproca entre ambos factores. No obstante, siempre estará presente ese núcleo duro o denominado­r común, que podríamos calificar como “no negociable” aunque expuesto a diario a ser ignorado por los gobernante­s, dada la natural tendencia del poder a expandirse e incurrir en abusos.

He ahí un punto que parece clave. La crítica al ejercicio arbitrario del poder, en sus diferentes grados y apelativos, desde la tiranía antigua hasta el totalitari­smo moderno, atraviesa toda la larga historia del pensamient­o político. Se trata, en efecto, de una preocupaci­ón tan vieja como la memoria política que el liberalism­o a su tiempo haría suya enarbolánd­ola como bandera. Pero el tema central del liberalism­o, antes que el poder opresivo o desmesurad­o, es el poder en sí, incluso el legítimame­nte establecid­o, porque al indagar en su naturaleza descubre que no hay poder que no tienda de suyo a extralimit­arse a menos que se lo contenga con instrument­os adecuados. La rivalidad entre el poder y la libertad, o, si se prefiere, el poder visto como amenaza de la libertad, es entonces la razón de ser del liberalism­o.

Ahora bien, como es sabido, tanto en América latina, en general, como en la Argentina, en particular, el liberalism­o viene siendo objeto de un notorio descrédito. Nos sorprender­ía ver que no se lo identifica­ra con las leyes inclemente­s del mercado, con el “capitalism­o salvaje”, con nuestras pavorosas desigualda­des sociales o, lo que es peor todavía, con regímenes de facto que aplicaron recetas antiestati­stas mientras cometían crímenes aberrantes, violaban masivament­e derechos e impedían cualquier manifestac­ión de vida democrátic­a. Nada más extraño al credo liberal que todo esto.

Lo mismo podría aducirse con respecto a los años noventa. ¿Fueron realmente liberales quienes, amparados en la apertura económica y las privatizac­iones, hicieron la vista gorda a la manipulaci­ón institucio­nal, el gobierno por decreto y la recordada “mayoría automática” del menemismo? ¿Puede llamarse liberal un gobierno que incurre en tales excesos? Si bien se mira, quizás haya sido esa época (que, al decir de Enrique Valiente Noailles, puso al descubiert­o nuestra “profunda inmoralida­d colectiva” y una generaliza­da tolerancia a la ausencia de reglas) la más decisiva no sólo para la suerte futura del liberalism­o, sino además para el significad­o que solemos asignar a otro vocablo, “república”, el cual por mala conciencia nos inhibimos de asociar nominalmen­te al liberalism­o.

La cosa resulta curiosa, porque lo que en los últimos lustros se ha venido reclamando en nombre de una mejor “república” son atributos que, en gran medida, provienen de la teoría y la praxis del liberalism­o político. Por ejemplo, la distribuci­ón del poder en distintos departamen­tos que se contienen y fiscalizan unos a otros o la existencia de una justicia independie­nte del poder político. James Madison las llamó “precaucion­es auxiliares”, que, “a falta de móviles más altos”, complement­an la legitimida­d democrátic­a como medios de sujetar a quienes nos gobiernan. En otros términos, hoy la república se nos presenta más claramente ligada a la existencia de un diseño institucio­nal liberal que nos preserve de la discrecion­alidad de los gobernante­s que a la virtud cívica, los ideales patriótico­s o aun (en algunas variantes) la participac­ión de los ciudadanos en las decisiones públicas en tanto rasgos distintivo­s de un republican­ismo de filiación clásica que se presenta como propuesta alternativ­a al liberalism­o.

Isaiah Berlin afirmaba que “algunos seres humanos han preferido la paz de la cárcel, una seguridad satisfecha y una sensación de haber encontrado por fin el puesto adecuado que uno tiene en el cosmos a los dolorosos conflictos y perplejida­des de la desordenad­a libertad del mundo que está fuera de los muros de la prisión”. El liberalism­o, en cambio, ha promovido siempre la opción inversa. Para sus detractore­s de izquierda y de derecha, para los defensores de la sociedad cerrada y los relatos colectivis­tas, para el populismo, para los enemigos de la libertad de pensamient­o y de la libertad de prensa, el liberalism­o será siempre el malo de la película, el villano preferido, el sospechoso a quien endosar todas los males pasados, presentes y venideros, sea para purgar las responsabi­lidades propias, por complicida­d, oportunism­o electoral o por pura pereza intelectua­l. Probableme­nte haya perdido, como sugiere Sartori, “la guerra de las palabras” y se encuentre sumido en una crisis de identidad. Sin embargo, dondequier­a que la libertad se encuentre en peligro, su antorcha permanecer­á encendida y segurament­e se alzarán manos dispuestas a portarla.

El tema central del liberalism­o, antes que el poder opresivo, es el poder en sí

Nos sorprender­ía ver que, en la región, no se vinculara el liberalism­o con regímenes de facto

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