LA NACION

Palabras que hieren, palabras que salvan

- Diana Fernández Irusta —LA NACIoN—

“Quien te quiere te hará llorar.” La madre repetía la frase como quien se hace cargo de una verdad revelada. Se sentía sabia al decirla y justificad­a al actuarla. Se encargó de que la hija supiera, desde temprana edad, cuán enorme era el amor que sentía por ella. Hasta que un día la hija decidió que, frente a ciertos destinos familiares, la mejor defensa no es el ataque, sino la huida. Se hizo adicta a los viajes.

A veces pasa. Ordenás la biblioteca, se cae un libro, leés una dedicatori­a, una fecha. Y el tiempo se vuelve menos lineal de lo habitual. La letra de Natalia, a quien conocí durante un verano de mochilas, hostales y praias brasileñas, asomó desde las primeras páginas de un libro de John Berger. En aquel momento, Natalia leía Cada vez que decimos adiós. “Este hombre me salvó”, me diría, con esa facilidad para la confesión que a veces dan los encuentros en el extranjero. Me habló de su madre, del tortuoso ejercicio de un afecto que la había vuelto una niña taciturna, desconfiad­a, con la piel prematuram­ente endurecida. Me reveló la llave del paraíso inestable que se había ido construyen­do: conseguir trabajos más o menos precarios, más o menos temporales; ahorrar, viajar. Regresar fugazmente, volver a irse. Coquetear con la idea de volverse declaradam­ente nómade.

Iba sola. La admonición materna le había atravesado el corazón. No importaba cuánto se riera de aquellas palabras: se notaba que la herida era profunda, antigua, oscurament­e tangible.

“Me salvó Berger. Me salvó la escuela. Me salvó una docente”, insistía, al recordar la bruma inmóvil en que se había convertido su adolescenc­ia. Me contó del día en que una profesora relató su experienci­a en una escuela de un barrio difícil. “Nos dijo que, a poco de empezar a dar clases allí, un chico le arrojó un banco por la cabeza –me narraba, a su vez, Natalia–. Primero sintió susto y rabia; después, trató de pensar en lo que había ocurrido. Concluyó que ese pibe, en realidad, le estaba pidiendo auxilio. Intentaba desesperad­amente llamar la atención.” A su modo, Natalia tomó el ejemplo. No le tiró un banco a nadie, pero en una clase de Literatura escribió algo –no me quiso dar detalles– que hizo que la docente se acercara a ella. Solitaria hija de solitarios, el erizo empecinado que era Natalia había tendido un mínimo puente hacia alguien. Más que hablar, la profesora escuchó, miró, sonrió. Le sugirió lecturas. Le habló de algo llamado taller de escritura, le comentó que en la escuela se estaba abriendo uno, a contraturn­o. La invitó a participar.

Así fue. Una vez por semana, cuando la luz del sol empezaba a ralear, Natalia salía de su casa y reemprendí­a el camino a la escuela, en busca de los talleres que funcionaba­n por fuera del horario escolar, en la delicia del edificio semivacío, igual pero distinto del que habitaba cada mañana. Una vez por semana, entre libros, juegos textuales y palabra liberada, recibía la bocanada de oxígeno que le permitía seguir andando. Por entre la maraña de una tristeza que casi se le había vuelto modo de ser, alguien le había lanzado una discreta soga. Ella la tomó con el fervor de los sobrevivie­ntes.

Poco tiempo después –justo antes de largarse a viajar–, alguien le habló de Porca tierra y John Berger. “Fue enamoramie­nto a primera lectura –sonrió–. Empecé con ese libro y no paré más.” Por aquello de la madre que “vierte sopa para nuestros días/vierte sueño para la noche/ vierte años para mis hijos”. Por la voz profundame­nte amorosa del autor británico, incluso en sus novelas y ensayos más atravesado­s por la furia o la denuncia. “Cada vez que leo uno de sus libros siento que querer es posible”, me decía la chica que alguna vez dejaría de viajar sola. Y me mostraba las frases que había subrayado en “Madre”, uno de los textos de Cada vez que decimos adiós: “El amor, mi madre solía decir, es lo único que cuenta en este mundo. El amor verdadero, solía agregar, para evitar cualquier malentendi­do”.

Solitaria hija de solitarios, el erizo empecinado que era Natalia había tendido un mínimo puente

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