Un resultado que lleva alivio, pero no elimina los fantasmas de la UE
F inalmente, el tan temido tsunami populista no se produjo en Holanda y el resto de la Europa democrática puede respirar aliviada. Pero, si bien la derrota sufrida por el xenófobo Geert Wilders confirma la presunción de que los electores conocen los riesgos del ultranacionalismo, sería un error pensar que el fantasma de la dislocación ha dejado de planear sobre la Unión Europea (UE).
“Poco importan los resultados de las elecciones de hoy: el genio no regresará a la lámpara y esta revolución patriótica terminará por realizarse”, declaró Wilders pocos minutos antes de conocerse los resultados. Y tal vez tenga razón.
Es verdad, el líder del Partido por la Libertad (PVV) no podrá gobernar Holanda en los próximos cinco años, pero seguirá sembrando sus funestas ideas en uno de los países más prósperos de Europa, que en 2016 tuvo un crecimiento de 2,3%, un desempleo de 5,4%, figura en el 11° puesto de los países con más alto nivel de vida del planeta y tiene un sistema jubilatorio envidiable.
Las encuestas demuestran que, pese a todo, los holandeses sufren el síndrome del paraíso perdido y viven sumergidos en un pozo de pesimismo negro, y desde hace 20 años se interrogan frenéticamente sobre su identidad y su futuro. Según el ensayista Joost Niemöller, la causa del “gran mal holandés” es la “inmigración masiva que cambió la composición de la población”.
Eso es exactamente lo que sucede en el resto de la UE, donde las cosechas del populismo son cada vez más prolíficas. En Austria, la extrema derecha del SPÖ perdió en diciembre las presidenciales, pero obtuvo 47% de los votos. En Gran Bretaña, 53% de los electores dijo no a la UE en el referéndum sobre el Brexit, en junio de 2016. En Francia, un año antes, el Frente Nacional (FN) de Marine Le Pen había alcanzado la cifra histórica del 33% en las elecciones regionales. En Italia, en Alemania, en los países nórdicos o en Grecia el acecho es el mismo.
Como en el caso holandés, la explicación es idéntica para el resto de los europeos que se aprestan a votar en los próximos meses por un partido populista: el miedo. Miedo a la pérdida de identidad, al desclasamiento, a dejar de ser lo que siempre fueron, sumergidos por una invasión extranjera y despojados por una supranación (Bruselas), que decide por ellos.
Ese miedo al otro, experimentado por todos los pueblos de la Tierra desde que el mundo es mundo y sabiamente explotado por oportunistas de toda laya, es capaz de apoderarse hasta de democracias sólidas, como Estados Unidos.
En ese fenómeno reside precisamente el peligro. Cerca de una docena de países europeos tendrán elecciones este año, con partidos populistas o nacionalistas dispuestos a realizar la misma hazaña que Donald Trump. En Francia, Marine Le Pen, que pretende, como Wilders, abandonar el euro y organizar un referéndum sobre la salida de la UE, seguramente llegará a la segunda vuelta en las presidenciales del 22 de abril y el 7 de mayo, aunque –a menos que obtenga la mayoría absoluta en la primera ronda– tiene escasas posibilidades de ganar.
En Alemania, la conservadora Angela Merkel espera obtener un cuarto mandato en las elecciones legislativas de septiembre. Pero la canciller es incluso atacada en su propio partido, la CDU (Unión demócrata-cristiana), por haber abierto las puertas del país a más de un millón de inmigrantes en 2015.
Pero no es el único motivo que acecha su campaña. Merkel enfrenta también la inesperada popularidad de Martin Schulz, ex presidente del Parlamento Europeo y candidato de los socialdemócratas del SPD. También avanza la derecha populista Alternativa para Alemania (AfD), que prosperó gracias a la crisis migratoria. El AfD entró con fuerza en los parlamentos regionales y, según los últimos sondeos, cuenta con 11% de intenciones de voto para las legislativas.
La entrada de esa formación al Bundestag sería un fenómeno sin precedente desde 1945. La formación nacionalista, recientemente creada –en 2013– centrará su campaña en el rechazo del islam y de la inmigración, el fin de euro y un referéndum sobre la permanencia de Alemania en la UE.
Ante todas esas incógnitas, los resultados de estas legislativas en Holanda permiten a los analistas más optimistas pensar que, a último momento, los electores europeos serán capaces de resistir a las sirenas del ultranacionalismo.
Otras naciones, sin embargo, se dejaron hipnotizar por ellas y las llevaron al poder. Como en Polonia, gobernada por los ultraconservadores del partido Derecho y Justicia (PiS). O en Hungría, dirigida por el populista Viktor Orban. Ambos gobiernos tienen el mismo discurso antiinmigración, antiislam e incluso antieuropeo.
¿Por qué no se han ido del bloque? Por la simple razón de que nunca podrían prescindir de los beneficios que reciben. Para darse el lujo de divorciarse de la UE, hay que ser una potencia, como Gran Bretaña. Y no todo el mundo tiene ese privilegio.