Rutte, un líder de dos caras que se reinventa cuando es necesario
Q uienes lo quieren describen a Mark Rutte como un sobreviviente de la política. Pragmático, astuto, flexible, con una capacidad de diálogo innata que le permite negociar a izquierda y a derecha. Sus adversarios lo pintan como un hombre entregado a su ambición y dueño de una cubierta de teflón que hace que los problemas le resbalen.
Las dos explicaciones coinciden en un punto: el líder liberal conservador holandés lleva siete años desplegando unas habilidades que le permitieron mantener a raya el populismo xenófobo en un país agitado por el descontento social y cada vez más fragmentado.
Su claro triunfo en las elecciones de ayer lo expone a un nuevo desafío. Corrió de atrás para superar al ultranacionalista Geert Wilders –la amenaza que alarmaba a Europa–, pero en el camino perdió un cuarto de los 41 diputados que tenía, se sintió obligado a derechizar su discurso más de lo que muchos de sus seguidores preferirían y ahora deberá negociar una nueva coalición con un crisol de partidos que en su mayoría se inclinan hacia la izquierda.
La incógnita es con cuál de las dos caras se presentará el primer ministro a discutir. Rutte es ligeramente euroescéptico en La Haya, mientras que en Bruselas suele seguir las políticas integradoras de Alemania. Se presenta como la némesis de Wilders y sin embargo sorprendió a los holandeses a principios de la campaña con una advertencia pública a los residentes musulmanes: “Compórtense normalmente o váyanse”.
A juzgar por los resultados, y según los datos cualitativos de las encuestas, sacó provecho de la crisis diplomática con Turquía que estalló el sábado pasado cuando su gobierno impidió el ingreso a Holanda de dos ministros de Recep Tayyip Erdogan que pretendían hacer proselitismo entre sus compatriotas radicados en Rotterdam. Se mostró como un estadista firme, enérgico a la hora de defender la soberanía nacional.
“Hay una diferencia entre tuitear desde tu sofá y dirigir el país”, le enrostró a Wilders en un debate televisado el lunes, en el que todos los analistas lo vieron ganador. Les prometió a los holandeses “frenar el populismo” sin desoír el temor latente de que la identidad nacional corre peligro.
Amable, de habitual buen sentido del humor, Rutte se define a sí mismo como un hombre práctico. “No tengo visiones”, suele decir. Nació hace 50 años en La Haya, dentro de una familia numerosa de religión protestante –aunque él es laico–. Mantiene una absoluta reserva sobre su vida privada: se sabe apenas que es soltero, toca el piano y vive con su madre.
Empezó su carrera en la empresa privada, donde llegó a ser directivo en la multinacional Unilever. Desde muy joven militó en el Partido Popular de la Libertad y Democracia (VVD), que lidera desde hace 10 años. En 2010 logró ser el primer miembro de esa formación en ganar unas elecciones y alcanzar la jefatura del gobierno holandés.
Encabezó primero una coalición de centroderecha, aliado a los democristianos y con apoyo externo de Wilders. Pero el gobierno cayó en 2012 cuando, en plena crisis del euro, el líder de ultraderecha se negó a aprobar unos recortes sociales de 12.000 millones de euros.
Llamó a nuevos comicios y salió reforzado, con el 26% de los votos. Wilders pagó el costo de haber pactado con el establishment y se desmoronó (hasta el 10%). El VVD cambió de aliado: pasó a gobernar con los socialdemócratas, siempre con Rutte al frente del gabinete.
En estos años construyó una excelente relación con los reyes Guillermo Alejandro y Máxima, a los que protege con ahínco si alguna polémica los involucra.
Sus políticas de austeridad, aunque muy impopulares, sacaron el país de la recesión. Holanda es un país sin déficit y casi con pleno en empleo. Logró agotar sus cuatro años de mandato –algo muy poco habitual aquí–, mientras paralelamente el descontento social y la creciente islamofobia transformaban el ecosistema político. Wilders pasó al frente y le comió votantes por derecha. La izquierda se balcanizó. Surgieron nuevos partidos.
Él se propuso detener a los ultras. A principios de año usó su Twitter por primera vez en seis años para descartar las ofertas de alianza que le hacía Wilders por los medios, cuando los sondeos lo mostraban en auge. “Cero por ciento, Geert. Cero”, escribió.
Tácticamente giró hacia la derecha: “Hay recién llegados que abusan de la libertad para imponernos sus valores culturales. Eso irrita y da la sensación de que Holanda está en sus manos”, afirmó el mes pasado. Un discurso que coqueteó con la xenofobia de su enemigo.
Ganar por tercera vez lo afianza como favorito a seguir al frente del gobierno. Conseguirlo le puede llevar meses de concesiones, disputas y tensión. Con la amenaza latente de que la izquierda se una para destronarlo. Nada que pueda asustar a un político con buenas cartas y acostumbrado a reinventarse cuando lo que está en juego es el poder.