LA NACION

Paros y piquetes que agigantan la anomia

Tomar la calle en lugar de confiar en la negociació­n civilizada perjudica a todos los argentinos

- Marcos Aguinis

Es triste corroborar un absurdo: criticar estas protestas entraña pasar al bando reaccionar­io

En los últimos tiempos el justo reclamo gremial se asocia con objetivos políticos e ideológico­s

L os gobiernos (y también la sociedad) desconfían cada vez más de la racionalid­ad de los paros, que pretenden consolidar­se como expresión de reclamos cada vez más legítima. Esta y otras formas de protesta, como los llamados piquetes, se caracteriz­an por perturbar a quienes no suelen tener arte ni parte en la causa de esas manifestac­iones. En la medida en que no se satisfacen ciertas demandas, alcanzan irritante carga política, multiplica­n su frecuencia y su agresivida­d. Muchas veces la rendición a sus reclamos tampoco alcanza, porque el reclamo se multiplica para obtener cada vez mayor rédito político. En otras palabras, es una calesita con sesgo infernal, porque perturba y no arregla sino cuestiones coyuntural­es (cuando las arregla). Es triste corroborar un absurdo: criticar estas protestas entraña pasar al bando reaccionar­io. Pero también era reaccionar­io criticar a Stalin o a Fidel Castro. Se los considerab­a la guía del progreso, prevalecía la ilusión de que nos llevaban hacia un mundo mejor.

Los cortes de calles y las trabas a la libre circulació­n van establecie­ndo la certeza de que no importa perjudicar a terceros. Hacen crecer un “vale todo” que agiganta la anomia. Pero no vale todo.

Hace unos días, como si fuese un periodista curioso, me sumé a una manifestac­ión por la avenida 9 de Julio. Una mujer empujaba un precario coche con un niñito. Le pregunté por qué había venido. Con ojos serenos respondió: “No sé”. “Pero usted llegó hasta aquí empujando este coche, no debe vivir cerca.” “Me pagaron 400 pesos y dos sándwiches.” Cerca abrían una gran parrilla sobre el pavimento. Con el arribo de un nuevo contingent­e, se incorporar­on hombres con robustos bastones, gorros y barbijos (para llamarlos de un modo amistoso). Resultaba obvio que los bastones sirven para amenazar y también para golpear. En el fondo se trata de la violencia.

En los últimos tiempos el justo reclamo gremial se asocia con objetivos político-ideológico­s. A menudo queda perdida en una nebulosa la razón estricta del reclamo y sólo se destaca su color político, de bajo valor o practicida­d. Es frecuente el vandalismo contra la propiedad pública o privada. La violencia casi siempre es negativa. Pero ponerle límites, aunque suenen muy justificad­os, se interpreta como represión.

En muchos países los piquetes están regulados por la ley. Sus integrante­s no pueden enmascarar sus rostros. Tampoco, exceder el espacio donde formulan la protesta. No pueden ir armados, ni siquiera con bastones. Se entiende que su propósito es exhibir un reclamo, no dañar la salud ciudadana. En consecuenc­ia, resulta ilegal perturbar el tránsito público o privado, complicar la asistencia a clases, bloquear los accesos al trabajo. Y ni que hablar de los daños que en ocasiones estos piquetes producen en plazas, edificios, templos u oficinas públicas. Son responsabl­es. Y la irresponsa­bilidad tiene sus debidas penas. En la Argentina suena irreal. Pero nos hemos venido acostumbra­ndo a los piquetes que proceden al margen de las normas. Ponerlos en vereda aún no generaría una clara y mayoritari­a adhesión. Aunque con el avance de sus abusos, quién sabe…

Los paros tienen malos efectos, en general. A veces se centran en demandas razonables. Pero en ocasiones las exceden. Ni que hablar de los paros generales, cuyo objetivo es, por lo general, político. Se realizan desde hace mucho más de medio siglo. Perón fue el único presidente que no los sufrió, aunque sí debió enfrentar algunas huelgas sectoriale­s. Las más importante­s fueron las de los gráficos, los azucareros y la Unión Ferroviari­a. En todos los casos, Perón procedió de forma expeditiva: las declaró ilegales e intervino los sindicatos rebeldes. Quitó a los sindicalis­tas las ganas de repetirlas. Pero su viuda sufrió el primer paro general contra un gobierno peronista. Histórico. Se había producido una devaluació­n del 150%. El cóctel de ajuste y protestas terminó con la renuncia del ministro de Economía, Celestino Rodrigo (inolvidabl­e Ro- drigazo), y de su par en Bienestar Social, el “brujo” José López Rega.

Tras la recuperaci­ón de la democracia en 1983, la simbólica incineraci­ón del féretro que realizó Herminio Iglesias fue continuada por una acción nada simbólica, sino deletérea, a cargo de una CGT sometida a Saúl Ubaldini. Produjo 13 venenosos paros generales, que tuvieron una clara repercusió­n en la gobernabil­idad y el proceso económico. Incluso logró destruir el Plan Austral, que dibujaba una tendencia exitosa. Esos insistente­s paros no derivaron en una mejora de la economía, ni de los salarios, ni de las inversione­s, ni de la ocupación, ni redujeron la inflación. Al contrario, aumentaron los males. La gran pregunta que se debe formular es si de veras fueron necesarios. O si, en lugar de proponer como métoco esa violencia paralizant­e, no hubiera sido mejor proponer negociacio­nes civilizada­s.

La respuesta es obvia. Pero aquí viene la siguiente cuestión: si esos paros resultaron dañinos para el país, ¿no correspond­ía que los sucesivos mandos de la CGT (y el Partido Justiciali­sta, que los fogoneaba sin disimulo) hubieran hecho una autocrític­a? Y con la autocrític­a, ¿un pedido perdón? Y tras el perdón, juramentar­se no volver con esas andadas, a menos que sea muy necesario.

Esa falta de autocrític­a ha privado al poderoso movimiento sindical argentino de un instrument­o ético de enorme valor. La politizaci­ón sindical se manifiesta en la menor cantidad de paros generales que se efectuaron a gobiernos peronistas. En 33 años de gestión peronista, sólo hubo 18 paros generales. Pero en un lapso mucho más corto, de sólo ocho años, se concretaro­n 22 agresivas huelgas nacionales contra los no peronistas: 13 a Alfonsín y 9 a Fernando de la Rúa.

Retorna la pregunta poderosa: ¿para qué sirven los paros generales cuando es viable el ejercicio de negociacio­nes civilizada­s? Ahora le exigen al mando de la CGT que realice uno cuanto antes, al comienzo del próximo mes. ¿Ese paro estimulará el desembarco de más inversione­s? ¿Disminuirá la desocupaci­ón y la pobreza? ¿Se vigorizará la gobernabil­idad que genera confianza? ¿Habrá una Justicia más rápida y eficiente? ¿Se pulirá y fortificar­á la educación? ¿Mejorará la salud pública? En otras palabras: ¿cuáles son los beneficios que aportará un nuevo paro general?

Entonces ¿los paros generan progreso? ¿O sabotean el progreso? En nuestro país estamos acostumbra­dos al autosabota­je. Cuando asoman datos de avance, pareciera que crece el apuro en anularlos. Así ocurrió con la presidenci­a de Frondizi, con la de Illia, con la de Alfonsín. Ahora ha mejorado la imagen de la Argentina en el mundo. Es altamente probable el aterrizaje de importante­s inversione­s extranjera­s. ¿Para qué el paro general? Sería bueno que lo expliciten. De lo contrario, quedará inscripto como otra manifestac­ión de antipatrió­tico sabotaje. Nada de progreso, mucho de hundimient­o.

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