LA NACION

La música es un lugar

- Pablo Gianera

El arquitecto Frank Gehry hizo un boceto rápido: un simple óvalo que encerraba toda una filosofía

N adie ignora a esta altura que Daniel Barenboim tiene un espíritu fáustico. No se demora en ningún punto fijo, en ninguna comodidad. Ese espíritu encuentra manifestac­iones públicas variadas: una visión original sobre el repertorio, la reinvenció­n del piano moderno mediante la adopción de una tecnología anterior (el cambio en la disposició­n de las cuerdas) y, ahora, la creación de una sala de conciertos.

Claro que Barenboim no se convirtió de pronto en arquitecto. En verdad, la Pierre Boulez-Saal que se inauguró hace poco menos de diez días en Berlín es una invención de su amigo Frank Gehry, que entre otras cosas diseñó también el Walt Disney Concert Hall de Los Angeles y el auditorio de la Fundación Louis Vuitton.

Todo empezó cuando, hace muchos años y en una conversaci­ón acaso casual, el Maestro argentino le contó al arquitecto su deseo de construir una sala de cámara. Ahí mismo Gehry hizo un boceto rápido: un simple óvalo que encerraba toda una filosofía. Era lógico: después de todo, no hay volumen que no empiece en un plano. Sin embargo, tiempo después Gehry olvidó ese boceto y empezó a planear un proyecto con un espacio distribuid­o en gradas delante de una platea. La nueva versión decepcionó al músico: Barenboim no quería ni un teatro a la italiana ni una caja de zapatos. Gehry volvió entonces al óvalo, y esa forma fue la definitiva

Pero en todo caso esa invención de Gehry se rigió por una filosofía de puro cuño barenboimi­ano.

En una entrevista a los dos, Barenboim y Gehry, que publicó esta semana The New York Times, el músico pasaba en limpio esa filosofía que terminó dándole forma a la sala. “Hay gente que prefiere las líneas rectas y hay gente que prefiere las líneas curvas. Me gusta la idea del diseño oval porque el sonido es efímero, y cuando uno produce un sonido con el arco de un instrument­o de cuerda o sopla un instrument­o, a menos que mantenga esa fuente de energía, ese sonido muere. Es la impresión básica que la música le deja al público, porque lo que se experiment­a es una especie de pequeña muerte. Si la sala es curva y la reverberac­ión es un poco más larga, entonces uno siente que puede superar esa pequeña muerte.”

Con eso estaría prácticame­nte todo dicho si no fuera porque, más allá de la sala, esta filosofía del silencio es una filosofía del sonido. Barenboim había dicho ya una vez que el silencio era como la fuerza de gravedad, que se impone inexorable­mente.

En su libro El sonido es vida. El poder de la música, el Maestro dedica todo un ensayo a la naturaleza del sonido y a su condición fatalmente transitori­a: “El último sonido no es el final de la música. Si la primera nota está relacionad­a con el silencio que la precede, la última nota tiene que estar relacionad­a con el silencio que la sigue”. Ésta sería una considerac­ión de orden más bien metafísico, con algo de alegoría: lo que empieza en nada y termina en nada.

En principio, el silencio puede ser más alto que el máximo volumen y más suave que el mínimo, y en segundo lugar la obsesión de Barenboim con la transparen­cia, tanto en el piano como en la orquesta, va más allá de la sala (la sala no sería más que la concreción de esa obsesión) y tiene un alcance casi metafísico.

La trasparenc­ia (es decir, la diferencia­ción nítida de planos, la posibilida­d de que ningún sonido sofoque al otro, el ilusionism­o de que todo se escuche) es una administra­ción paciente del silencio, una lucha para controlar los momentos en los que el sonido debe morir: que no muera ni antes ni después.

Mientras dura –y hay lugares, salas, en los que dura más que en otros–, la música es ese lugar que queda a salvo de su pequeña muerte: es una eternidad destinada a extinguirs­e en el tiempo, que es lo que la constituye.

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