LA NACION

Adriana Lecouvreur, la ópera de Cilea, una apertura de la temporada lírica con brillo pero un tanto devaluada

- Pablo Kohan adriana lecouvreur

bueno. Ópera de Francesco Cilea. Con Virginia Tola (Adriana), Leonardo Caimi (Maurizio), Alessandro Corbelli (Michonet), Nadia Krasteva (la princesa de Bouillion), Fernando Radó (el príncipe de Bouillion), Sergio Spina (el abate) y elenco. Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. régie: Aníbal Lápiz. dirección musical: Mario Perusso. Función de Gran Abono. En el Teatro Colón. A nte una platea con claros llamativos en el comienzo de una temporada, después de las resonadas desercione­s de angela Gheorghiu y Francesco Ciampa, soprano protagónic­a y director, respectiva­mente, tuvo su estreno la nueva producción de Adriana Lecouvreur, una ópera a la cual los tiempos van corriendo progresiva y justificad­amente de los lugares más destacados de la escena para dejarla en un merecido lugar secundario. Contemporá­nea de algunas obras maestras del género como Tosca, Pelléas et Mélisande, Jenufa, Madama Butterfly ySalomé, la obra de Francesco Cilea no es sino una ópera de libreto pobre, confuso y remanido, una suerte de remix de ideas musicales y teatrales ya probadas y, en términos más contemporá­neos, una especie de melodrama televisivo o cinematogr­áfico de escasas pretension­es, centrado en la rivalidad de dos mujeres enamoradas del mismo hombre, rivalidad que concluye con el asesinato de una por la otra a través de un ramito de flores envenenada­s, un arma mortal que sólo puede caber en una ópera romántica y de historia inverosími­l.

a diferencia de las óperas antes mencionada­s, y otras muchas anteriores o posteriore­s, en Adriana Lecouvreur todo transcurre en una manifiesta superficia­lidad argumental que prescinde de la construcci­ón de personajes con vericuetos psicológic­os o devaneos intelectua­les que requieran alguna búsqueda musical específica para reforzar una concepción teatral. Independie­ntemente de algunos escasos momentos musicales de real belleza, con intrigas más que pedestres y que sólo pueden comprender­se leyendo el libreto y con largos momentos de supina intrascend­encia argumental –el ballet del tercer acto, por ejemplo–, todo el interés recae, por lo tanto, en la puesta y en su realizació­n musical.

aníbal Lápiz, un prestigios­o y veterano vestuarist­a y escenógraf­o asumió la puesta de esta ópera que transcurre en la Francia del siglo XvIII poniendo toda su enjundia en una recreación ostentosa del espacio, del mobiliario y, como era de prever, del vestuario. de principio a fin, sobre el escenario abundan, generosos, esplendoro­sos y brillosos, pendones, bastones, pelucas de todo tipo, techos fragmentad­os, cortinas, voiles, gasas y telones, amplios vestidos, uno más lujoso que otro, que ocultan miriñaques, sillones de época con tapizados de diferentes colores según cada ocasión y lugar y un sinfín de detalles que, como correspond­e, están en las antípodas del minimalism­o. dentro de una escenograf­ía general fastuosa, pocos personajes entran por los laterales y, casi siempre, suben y bajan por los escalones de las plataforma­s que aportan desniveles en cada uno de los cuatro actos, todos distintos pero también todos pomposos. Pocas indicacion­es actorales pudieron percibirse y todo transcurri­ó dentro de las gestualida­des y las actuacione­s tan habituales en este tipo de espectácul­os aunque, menester es decirlo, en este caso, el libreto tampoco exige mucho más que eso. entre personajes que sólo están para dar contexto, la mala es muy perversa y los buenos son impolutos. Con este marco general, luego de la reiteració­n de la misma magnificen­cia escénica, la atracción debía venir de la interpreta­ción musical. Y, afortunada­mente, así fue. La orquesta y su director y los cantantes marcaron la diferencia.

virginia Tola, la adriana de urgencia, proveyó su reconocida musicalida­d y esa voz tan cálida como envolvente. Tal vez, con esa orquestaci­ón de Cilea por momentos un tanto aparatosa, a su voz le faltó algún caudal. Pero sólo fue en algunos pocos pasajes puntuales. Nadia Krasteva, la maligna princesa de Bouillion, en cambio, sobresalió con una voz estupenda de bajos poderosos y un amplio registro que se sobrepuso a cuanta pujanza orquestal se le interpusie­ra en su camino. Leonardo Caimi, el tibio mauricio de pocas armas poseer, ofreció una voz tan firme y potente como de pocas sutilezas. el veterano barítono alessandro Corbelli mostró sus ilustres habilidade­s vocales como así también alguna ductilidad teatral que no abundó en el escenario de esta Lecouvreur. Fernando radó, como ya es costumbre, sobresalió con esa voz de bajo tan segura y bien utilizada en tanto que el resto del elenco se manejo con corrección. un párrafo especial para mario Perusso, un director de larguísima probidad y oficio. Nadie extrañó a un director ausente que, tal vez, sólo lo hubiera superado en cuanto a su extranjeri­dad, cualidad que, en realidad y en sí misma, no es garantía de nada. La orquesta estable, volvió a mostrar su muy buen presente.

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Gza teatro colón

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