LA NACION

Falsos recuerdos, un riesgo

Las reconstruc­ciones mentales del pasado no son confiables; por eso, siete de cada diez condenas son consecuenc­ia de errores que cometen víctimas y testigos al identifica­r a un supuesto culpable

- Texto Mónica Ceberio Belaza

Muchas veces llevan a inocentes a la cárcel.

LLa vida de Juan Francisco cambió en cinco minutos. Los que transcurri­eron desde que entró tranquilo en el cuartel de la Guardia Civil adonde lo habían citado sin decirle para qué hasta que le contaron que era sospechoso de haber cometido una violación cinco años atrás. De allí, sin darle mucha más informació­n, lo llevaron a la prisión madrileña de Soto del Real. Su esposa había dado a luz tres días antes y estaba aún en el hospital con el niño recién nacido, recuperánd­ose de una cesárea. Él no volvió a ver a su hijo hasta 40 días después y tardó dos años y medio en demostrar su inocencia. Una mujer que lo había visto en un supermerca­do decía que estaba totalmente convencida de que había sido él quien la había violado, pegado, amenazado y robado una madrugada de noviembre en una zona de mala muerte de Collado Villalba, un pueblo del noroeste de Madrid.

“No pude dejar de llorar durante los 40 días que pasé en la cárcel”, recuerda ahora, años después. “Perdí 13 kilos. No entendía nada. Todo era como una película de terror. «Tomadme cualquier muestra de ADN, lo que queráis», les decía. Pero los investigad­ores no tenían restos biológicos de la agresión ni huellas dactilares. Me puse totalmente a su disposició­n, pero al mismo tiempo sentí una impotencia increíble. En el juzgado casi no me dejaron hablar ni explicarme. Además, ¿cómo demuestras que una madrugada de hace cinco años estabas en tu casa durmiendo con tu mujer en vez de en la calle violando a una chica? ¿Cómo demuestras que la víctima, a quien no conoces, se está equivocand­o? Es para volverse loco.”

La larga conversaci­ón en la que relata su caso es telefónica. Juan Francisco, que no se llama así y pide que se mantenga oculta su identidad, tiene el episodio guardado bajo llave y no quiere una entrevista presencial. Después de saber a través de su abogado que una periodista quería hablar con él, no ha podido dormir bien. Dice que prefiere no recordar, que fue una pesadilla inimaginab­le. Lo detuvieron en 2010 y logró que la Audiencia Provincial de Madrid lo absolviera el 9 de septiembre de 2013. Al final, accede a contar lo ocurrido porque cree que algo así puede sucederle a cualquiera. Le pasó a él, un empresario de clase media alta con esposa, un hijo recién nacido, una familia bien avenida y pudiente, y una vida totalmente ajena a los juzgados y a la marginalid­ad. Tenía entonces 37 años.

Mezcla de ficción y realidad

¿Qué mecanismos operan en la mente de una persona que identifica con total seguridad a un inocente como culpable? Muchas veces pensamos que la memoria es una grabadora que va almacenand­o recuerdos que se alojan en el cerebro y que permanecen allí intactos incluso si no podemos acceder a ellos. De acuerdo con esta teoría, si logramos abrir esa ventana, la imagen aflora clara y exacta. Pero la psicología experiment­al y la práctica forense muestran otra realidad: que la memoria es dúctil, frágil y poco fiable; que puede añadir recuerdos de cosas que nunca sucedieron, modificar otros y, a través de las técnicas adecuadas, ser manipulada por terceros. En definitiva, que la mente mezcla muy fácilmente realidad y ficción a la hora de construir nuestro pasado.

Es lo que enseña a sus alumnos Margarita Diges Junco, catedrátic­a de Psicología de la Memoria de la Universida­d Autónoma de Madrid y autora, entre otros, de Testigos, sospechoso­s y recuerdos falsos (Trotta, 2016). En su seminario sobre peritajes forenses

analiza tanto las fallas de la memoria como la sugestión que puede crear de la nada un recuerdo falso o provocar que alguien confiese un delito que jamás cometió. Uno de los objetivos de la asignatura es aprender a valorar la fiabilidad de las pruebas de reconocimi­ento visual.

La ONG estadounid­ense Innocence Project, que ha logrado la excarcelac­ión de 349 presos desde 1992 gracias a pruebas de ADN –algunos de ellos en el corredor de la muerte a la espera de ser ejecutados–, asegura que, según sus estudios estadístic­os, el 71% de las condenas a inocentes tiene su origen en identifica­ciones erróneas llevadas a cabo por víctimas y testigos. En España, los experiment­os psicológic­os de Diges también dan cuenta del inmenso margen de error que tiene esta prueba. En uno de ellos, en el que participar­on 300 personas, sólo el 28% identificó correctame­nte a un hombre presente en una rueda de reconocimi­ento a quien todos habían visto previament­e (es decir, el 72% falló). Y cuando el sospechoso no estaba, la mitad de la gente señaló a un inocente como culpable.

Aparte de los estudios, la práctica judicial es contundent­e. Muchas veces, víctimas que han identifica­do con total seguridad a alguien como su agresor cambian de idea cuando aparece un segundo individuo contra el que hay más indicios, al que vuelven a reconocer “sin ningún tipo de dudas”. Es la prueba de la falta de relación entre la seguridad del testigo y la exactitud de su recuerdo. Aunque en España no existe una organizaci­ón como Innocence Project, durante los últimos 10 años los medios de comunicaci­ón han publicado una veintena de casos sangrantes. Como los del gaditano Rafael Ricardi y el holandés Romano van der Dussen, presos durante 13 y 12 años, respectiva­mente, por violacione­s que no habían cometido.

La mujer que identificó a Juan Francisco como su violador trabajaba como vigilante de seguridad en un supermerca­do al que él acudía a menudo a hacer las compras. Habían pasado casi cinco años desde la agresión sexual cuando lo vio en uno de los pasillos. Lo siguió hasta el estacionam­iento, anotó la matrícula del coche y llamó a la Guardia Civil. A partir de entonces, lo señaló con total certeza como culpable en una fotografía, en una rueda de reconocimi­ento posterior y en el acto del juicio.

sigue aún desconcert­ado. “La primera descripció­n de la mujer hablaba de un hombre de tez clara, con ojos claros y con pelo corto claro, como rapado”, recuerda. “Te mando mi DNI de entonces por WhatsApp para que veas cómo soy.” La foto muestra a un hombre con barba, calvo, moreno, con pelo negro y ojos oscuros. La profesora Diges y su compañera Nieves Pérez-Mata estudiaron el caso y elaboraron un peritaje para la defensa en el que incidían en estas discrepanc­ias y argumentab­an que las circunstan­cias del delito (noche cerrada, poca luz y mucho estrés) complican que la víctima pueda tener una buena percepción de los rasgos físicos de su agresor. Defendiero­n además que el largo tiempo transcurri­do entre el delito y la identifica­ción, casi cinco años, era “una amenaza a la fiabilidad de la memoria de tal magnitud que difícilmen­te superaría el nivel de aciertos por azar”.

El abogado de Juan Francisco, Eduardo Sánchez-Cervera, recuerda a la perfección el caso. Fue su segundo letrado. El primero logró que le revocaran la prisión provisiona­l tras 40 días entre rejas gracias a las dudas sobre la identifica­ción. Dejó el caso por motivos personales, pero fue un apoyo importante durante todo el proceso. Porque el calvario fue largo. El fiscal y la acusación particular pedían para él 10 años y medio de cárcel.

“La única prueba posible de que a la hora de la agresión sexual estaba en su casa durmiendo era la declaració­n de su ex mujer, con la que vivía cuando se cometió el delito”, explica Sánchez-Cervera. “Así que buscamos todo lo que pudiera corroborar su inocencia. Probamos que no había ninguna llamada a esa hora desde su teléfono (la chica había declarado que el agresor parecía estar hablando por celular cuando se cruzó con él). Presentamo­s un correo electrónic­o de trabajo que envió con total normalidad tres horas después de la violación. Recopilamo­s decenas de fotos que mostraban que en esa época tenía barba (el violador no la tenía). Encargamos peritajes psicológic­os sobre su personalid­ad. Y hablamos con todos sus amigos, su entorno profesiona­l y su familia. Nadie dudó de él. Ni siquiera su ex esposa.”

“Otra cosa que a mí me llamaba la atención es que la violación se produjo en un sitio desapacibl­e y aparenteme­nte peligroso, a la entrada de un paso subterráne­o de la autopista A-6”, argumenta el abogado. “Juan Francisco es una persona muy normal. Nos parecía inverosími­l que estuviera merodeando por esa zona a las seis de la mañana. Dentro de la dificultad que tiene probar que alguien no ha delinquido, presentamo­s abundante prueba indirecta y logramos la absolución.” La sentencia se basó en las “serias dudas de fiabilidad” de los reconocimi­entos llevados a cabo a lo largo del procedimie­nto.

¿Por qué estaba tan convencida la víctima, de cuya sinceridad no dudaron los magistrado­s? Su agresor tenía una mancha debajo de un ojo, según declaró. Juan Francisco tiene una marca en la cara, ladeada, en la mejilla, que pudo activar la formación de un recuerdo falso. Además, él iba a menudo a hacer las compras al supermerca­do donde ella trabajaba –algo que acreditó su abogado con las facturas–, lo que puede explicar que su rostro le resultara familiar.

Identifica­ciones más certeras

A veces es alguna similitud física entre el delincuent­e y la persona lo que provoca la falla en la memoria. Otras veces el error procede de una sugestión. Los investigad­ores inducen al testigo voluntaria o involuntar­iamente a través de un reconocimi­ento fotográfic­o o una rueda no realizados correctame­nte.

Juan José López Ortega es magistrado de la Audiencia Provincial de Madrid y uno de los jueces que más atención han prestado a la psicología del testimonio. Conoció los estudios de esta disciplina en los 90 y los casos que ha llevado le han confirmado que la identifica­ción es una prueba, como él dice, “intrínseca­mente muy poco fiable”. “Tiene porcentaje­s de error muy altos”, afirma contundent­e en una entrevista celebrada en la Universida­d Carlos III de Madrid, donde da clases. “Como juez es muy difícil sustraerte a la potencia que tiene una víctima reconocien­do a un sospechoso”, admite. “Pero hay que hacerlo. Puede estar confundida. No se debería fundamenta­r una condena en esta prueba si no hay otro elemento que corrobore la culpabilid­ad.”

La solución, según el magistrado, no es tan complicada. Argumenta que, en un mundo en el que estamos controlado­s a través de todo tipo de dispositiv­os (teléfonos móviles, cámaras de videovigil­ancia, redes sociales, tarjetas de crédito) y del rastro de ADN que dejamos, una buena investigac­ión debería reforzar o descartar la validez del reconocimi­ento de un testigo.

“Hay que exigir que se inviertan más esfuerzos y recursos en averiguar la verdad”, opina. “Cuando existe una identifica­ción, se debe seguir trabajando para buscar huellas, ADN, todo. Sin tomar atajos. Porque, cuando se analiza minuciosam­ente una condena errónea, casi siempre se comprueba que ha habido fallas en la investigac­ión.”

Algunos casos son demoledore­s, como éste, que recoge un caso de la Audiencia Provincial de Madrid de 9 de febrero de 2005: un hombre había asaltado un supermerca­do madrileño a punta de navaja. Después se dio a la fuga y se subió a un autobús. Tras forcejear con el conductor, saltó por la ventanilla del vehículo, echó a correr, superó una valla, entró en el hospital Gregorio Marañón y, tras salir de nuevo por la calle del Doctor Esquerdo, se metió en un coche y obligó a su dueño a llevarlo al barrio de Moratalaz. Las descripcio­nes del delincuent­e que hicieron los seis testigos que se encontraro­n con él no coincidían entre sí –algunos lo habían visto escasos segundos–. A pesar de ello, todos señalaron con certeza a una misma persona en los álbumes de sospechoso­s de la policía.

El hombre llegó a ingresar en prisión, donde probableme­nte habría permaneÉl cido hasta el día del juicio de no ser porque su hermana presentó varios informes médicos del Hospital de la Princesa que acreditaba­n que padecía artrosis vascular y diversas afecciones de cadera y rodillas que lo obligaban a ir con muletas y, desde luego, imposibili­taban que fuera el autor de delitos cometidos con la destreza de un atleta. Pero si no hubiera estado enfermo, le habría resultado muy complicado defender su inocencia frente a seis testigos seguros de su culpabilid­ad.

El magistrado del Tribunal Supremo Perfecto Andrés Ibáñez opina que en esta materia se han acumulado dos carencias: “Una, la falta de informació­n entre los jueces sobre cómo opera la memoria. Otra, una mala cultura de la jurisdicci­ón fundada en un sentido psicologis­ta y autocrátic­o de la libre convicción del juez, que, supuestame­nte, podría decidir una condena basándose en las impresione­s obtenidas de la lectura del lenguaje verbal y gestual del imputado y de los testigos. Ambas cosas han sido segurament­e la fuente de muchos errores. Algo está cambiando, pero no todo lo que sería necesario ni al ritmo preciso”.

¿Se pueden evitar las penas de prisión injustas debidas a fallas de la memoria? El anteproyec­to de ley de enjuiciami­ento criminal que preparó en 2011 el Ministerio de Justicia encabezado por el socialista Francisco Caamaño –que no llegó a ser aprobado por el Parlamento– abordaba esta cuestión por primera vez. En su elaboració­n participó el juez López Ortega. La norma prohibía que la identifica­ción visual del acusado sustentara una condena a no ser que fuera corroborad­a por otros elementos de prueba.

“Con el altísimo margen de error que tienen los reconocimi­entos, creo que es la única solución”, defiende el magistrado, que confía en que el nuevo código procesal penal incluya una regulación sobre este asunto.

Su anteproyec­to incluía también nuevos requisitos sobre cómo debe llevarse a cabo una rueda de reconocimi­ento para ser fiable (como que el funcionari­o que la dirija no conozca la identidad del sospechoso, para que no pueda sugestiona­r al testigo) y obligaba a que la composició­n fotográfic­a policial que se muestra a las víctimas incluyera un mínimo de 40 imágenes de personas de similares caracterís­ticas.

“La primera identifica­ción es muy importante”, indica la psicóloga Diges. “Si el testigo ha sido conducido por vías inadecuada­s a señalar a alguien en un álbum, en la rueda en vivo selecciona­rá ese mismo rostro. Es importante recalcar que las víctimas no tienen culpa de nada. No son responsabl­es de si su memoria es buena o mala y mucho menos de equivocars­e si han sido sugestiona­das. El problema está en cómo se investiga y en el valor que se concede a esa prueba.”

Juan Carlos Mata sufrió también los efectos de la fragilidad de la memoria. Fue acusado de una serie de robos con violencia e intimidaci­ón que se produjeron a fines de 2012 en Moratalaz, Madrid. El delincuent­e tenía “aspecto de toxicómano”, según declararon los testigos. Mata es un chico enfermo, con la cara chupada, con antecedent­es, en cuyo cuerpo se aprecian notablemen­te los efectos de las drogas. En una de sus ruedas de identifica­ción se hizo exactament­e lo que nunca debe hacerse: aparece rodeado de cuatro personas fornidas que nada tienen que ver con él. Era el único que encajaba en la descripció­n.

Antes de los reconocimi­entos presencial­es, a algunos testigos se les exhibieron álbumes de sospechoso­s y a otros una composició­n fotográfic­a en la que aparecía Mata con otras tres personas que no se parecían a él. Todos los testigos lo señalaron. Estuvo acusado en nueve procedimie­ntos penales y un juzgado que investigab­a dos de los delitos decretó prisión provisiona­l. Pasó nueve meses en la cárcel. “Fue durísimo”, recuerda. “Porque estaba enfermo y porque psicológic­amente es muy difícil soportar que estás encerrado por algo que no has hecho.” En todos los casos logró demostrar su inocencia –algunos ni siquiera llegaron a juicio– gracias a coartadas irrebatibl­es apoyadas por el centro de la Cruz Roja en el que vivía en ese momento. Si no las hubiera tenido, quizá su suerte habría sido bien distinta. Como la de tantos otros inocentes. © El País Semanal

La memoria es capaz de añadir recuerdos de cosas que nunca sucedieron

A veces es alguna similitud física entre el delincuent­e y la persona lo que provoca el error

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