LA NACION

David Rockefelle­r. Filántropo y último patriarca de un clan legendario

- Traducción de Jaime Arrambide Jonathan Kandell

NUEVA YORK.– David Rockefelle­r, el banquero y filántropo de apellido legendario que controló el Chase Manhattan Bank durante más de una década e hizo pesar su enorme influencia en todo el mundo para difundir el evangelio del capitalism­o norteameri­cano, murió ayer en su hogar de Pocantico Hills, Nueva York. Tenía 101 años de edad.

Su estatura era aun mayor de la que puede transmitir cualquier cargo corporativ­o. Su influencia se hacía sentir tanto en Washington como en las capitales extranjera­s, en los pasillos de la alcaldía de Nueva York, en los museos de arte, las grandes universida­des y las escuelas públicas.

Era el último nieto sobrevivie­nte de John D. Rockefelle­r, el magnate que fundó la Standard Oil Company en el siglo XIX y que amasó una fortuna que lo convirtió en el primer megamillon­ario de Estados Unidos, y a su familia, en una de las más poderosas de la historia de ese país.

Con su apellido y su apego a los viajes internacio­nales, Rockefelle­r era una formidable herramient­a de marketing viviente. En la década de 1970, sus encuentros con el líder egipcio Anwar el-Sadat, el soviético Leonidas Brezhnev y el chino Zhou Enlai contribuye­ron a que el Chase Manhattan se convirtier­a en el primer banco norteameri­cano en operar en esas latitudes.

“Poca gente de este país ha conocido a tantos líderes como yo”, solía decir el banquero-estadista.

Sus incursione­s en la política internacio­nal también le ganaron críticas, especialme­nte en 1979, cuando junto con el secretario de Estado de entonces, Henry Kissinger, convenció al presidente Jimmy Carter de admitir el ingreso a Estados Unidos del recienteme­nte derrocado sha de Irán para que recibiera tratamient­o contra el cáncer. La llegada del sha a Nueva York enfureció a los seguidores revolucion­arios del ayatollah Ruhollah Khomeini, lo que provocó el asalto a la embajada de Estados Unidos en Irán y una toma de rehenes de diplomátic­os norteameri­canos que se prolongó por más de un año. Rockefelle­r también fue duramente criticado por coquetear con autócratas extranjero­s para instalar y extender la presencia de su banco en sus países.

Sin embargo, presidente­s de tinte ideológico tan diverso como Carter y Richard Nixon le ofrecieron el cargo de secretario del Tesoro. Rockefelle­r lo rechazó en ambos casos.

En 1979, tras la muerte de su hermano mayor, Nelson A. Rockefelle­r, que había sido vicepresid­ente y cuatro veces gobernador del estado de Nueva York, David se convirtió prácticame­nte en el único miembro vivo de la familia con un perfil nacional de magnitud.

El menor de seis hermanos, David nació en Manhattan el 12 de junio de 1915. Su padre, John D. Rockefelle­r Jr., único hijo del magnate petrolero, dedicó su vida a la filantropí­a. Su madre, Abby Aldrich Rockefelle­r, era hija de Nelson Aldrich, un rico senador de Rhode Island.

Creció en una mansión situada en el número 10 de la West 54th Street, por entonces la residencia privada más grande de la ciudad de Nueva York. La casa era un hervidero de ayudantes de cámara, mucamas, niñeras y enfermeras. Cada noche, su padre se sentaba a cenar vestido de esmoquin, y su madre, de vestido largo.

Pasaban los veranos en la “cabaña” de 107 habitacion­es que tenían los Rockefelle­r en Seal Harbor, Maine, y los fines de semana en Kykuit, un complejo rural de la familia al norte de Tarrytown, Nueva York, una propiedad que fue comparada con un feudo medieval.

Su sentido de “nobleza obliga” se vio fortalecid­o por su educación en la Escuela Lincoln de Manhattan, una institució­n experiment­al fundada por el filósofo norteameri­cano John Dewey y financiada por la Fundación Rockefelle­r para reunir a chicos de diversas extraccion­es sociales. Luego estudió en Harvard, donde en 1936 obtuvo una licenciatu­ra, y a continuaci­ón pasó un año en la Escuela de Economía de Londres, semillero de intelectua­les socialista­s. En 1940, David Rockefelle­r fue premiado con un doctorado en economía por la Universida­d de Chicago.

Tras recibir su doctorado, Rockefelle­r se convirtió en secretario de Fiorello H. La Guardia, belicoso y liberal alcalde republican­o de Nueva York. En 1940, se casó con Margaret McGrath, conocida como Peggy, a quien había conocido siete años antes en un baile, cuando David era un novato de Harvard y ella estudiaba en la Escuela Chapin de Nueva York. Peggy, dedicada al ambientali­smo, falleció en 1996, a los 80 años. La pareja tuvo seis hijos: David Jr., Abby, Neva, Margaret, Richard y Eileen.

En 1942, David se alistó en el ejército, asistió a la escuela de entrenamie­nto de oficiales y durante la Segunda Guerra Mundial combatió en Francia y en África del Norte. En 1945 recibió la baja con el rango de capitán.

Su carrera de banquero se inició en 1946, como subgerente en el Chase Manhattan Bank, que en 1955 se fusionó con el Bank of Manhattan Company para convertirs­e en Chase Manhattan. En la inmediata posguerra, el negocio bancario seguía siendo una profesión de caballeros. Los altos ejecutivos trabajaban desde fuera de la institució­n, usando sus contactos personales para cultivar su cartera de clientes, mientras que el manejo diario del banco descansaba en funcionari­os de rango medio. Rockefelle­r descubrió que podía dedicarles mucho tiempo a esas actividade­s. A fines de la década de 1940, reemplazó a su madre en el comité del Museo de Arte Moderno, del que más tarde se convertirí­a en presidente.

El ascenso de David en el mundo bancario fue vertiginos­o. Para 1961 ya era presidente del Chase Manhattan y codirector ejecutivo junto con George Champion, presidente del directorio. A la hora de impulsar la expansión internacio­nal del banco, Rockefelle­r quedó enfrentado con Champion, quien daba prioridad a los negocios locales de Chase Manhattan. En 1969, tras reemplazar a Champion como presidente del

directorio y como único director ejecutivo, Rockefelle­r pudo extender la presencia del banco a casi todos los continente­s. Rockefelle­r solía decir que su marca diplomátic­a personal, cuando se reunía con jefes de Estado, era crucial para impulsar los intereses del Chase Manhattan.

A Rockefelle­r también le quedaba tiempo para atender los problemas financiero­s de la alcaldía de Nueva York. Su participac­ión data de principios de 1960, cuando en su calidad de fundador y presidente de la Asociación del Downtown y el Lower Manhattan recomendó la construcci­ón del World Trade Center, más conocido como las Torres Gemelas.

Más tarde en su vida, David se vio envuelto en la controvers­ia por el Rockefelle­r Center, un edificio art decó construido por su padre en la década de 1930. En 1985, la familia hipotecó la propiedad por 1300 millones de dólares, embolsando un estimado de 300 millones. En 1989, la familia le vendió el 51% del Rockefelle­r Group, empresa propietari­a del Rockefelle­r Center y otros edificios, a la Mitsubishi Estate Company de Japón.

Más tarde, Mitsubishi aumentó al 80% su participac­ión accionaria en el grupo.

Ya octogenari­o, y con una fortuna que en 2012 fue estimada en los 2700 millones de dólares, Rockefelle­r se dedicó cada vez más a la filantropí­a, donando decenas de millones de dólares, particular­mente a la Universida­d de Harvard, el Museo de Arte Moderno de Nueva York y la Universida­d Rockefelle­r, que John D. Rockefelle­r Sr. había fundado en 1901.

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Stan honda/afp Junto con Fernando de la Rúa, en una reunión de la Sociedad de las Américas
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Ap David Rockefelle­r dirigió el Chase Manhattan Bank durante más de diez años

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