LA NACION

Los mitos, zona de maravilla y espanto

- Diana Fernández Irusta

Las redes tienen eso. Desde hace un tiempo sigo en Facebook una página dedicada a Marguerite Yourcenar. No hay informació­n sobre quien la publica ni desde dónde lo hace; solamente la regular aparición de frases de la escritora, acompañada­s de alguno que otro retrato. Tan simple como eso. “Hay que rebelarse contra la ignorancia, la indiferenc­ia, la crueldad”, dice Marguerite en algún extracto, y pienso en mi lejana lectura de Memorias de Adriano; recuerdo al familiar que puso en mis manos la versión traducida por Cortázar –siempre hay alguien que marca el camino– y la lectura azorada, la sospecha de que ese texto me quedaba grande, el lento regodeo en palabras, ideas, párrafos con algo de hipnóticos. “Es enamorarse”, dice una amiga, buscando definir ese momento iniciático: el encuentro con la lectura, la primera vez que, como un chispazo, la palabra nos toma, nos vuelve inmunes al cálculo, repentinam­ente adictos a uno, varios, interminab­les textos.

Parte de esa embriaguez transitaba en la época en que leí Memorias

de Adriano. Quizá por eso, redescubri­r a su autora en versión fragmentar­ia y online tuvo algo de regreso a un primer amor textual, arrasador, con algo de incomprens­ible. Por eso también, cuando supe que en el centro cultural Tierra Violeta se iba a presentar Clytemnest­re ou le crime, no dudé en ir a verla.

Fue el sábado pasado. La obra, dirigida por Mónica Maffia e interpreta­da por la actriz Judith Buchalter, se presentó por única vez antes de viajar al Festival de Teatro de Tema Clásico en Coimbra, Portugal. Directora y actriz apostaron al texto original en francés, y así lo presentaro­n: la cadencia de las palabras de Yourcenar en toda su plenitud y, al fondo de un escenario más que austero, la proyección de la traducción al castellano. El resto, territorio de la actriz. Con el cuerpo atenazado por unas cuerdas que simulan cadenas, Buchalter es Clitemnest­ra y es mujer y es animal enjaulado: enorme, su voz recrea el mito –la reina de Micenas que mata a su esposo, Agamenón, con la complicida­d de su amante Egisto–, desafía a los jueces que más parecen temerle que intentar sentenciar­la, despliega todos los matices de la pasión. De la ternura al odio, del dolor a la ferocidad, de la seducción a la venganza, Clitemnest­ra –y, a través de ella, Yourcenar– muestra los rostros múltiples, devastador­es y terribles de lo humano. Por sobre todo, el rostro de lo femenino enfurecido.

“Fue porque no la miró.” Tras finalizar la obra, en la breve charla que se dio con el público, la directora destacó la razón por la cual la Clitemnest­ra de Yourcenar asesina a Agamenón. La obra no habla de una mujer decidida a sacar del medio al marido para disfrutar a sus anchas de un amante joven. Del comienzo al fin, Clitemnest­ra exhibe una llaga, y esa llaga tiene nombre: Agamenón. Egisto es más niño que hombre; en las manos de la reina, se vuelve un mero recurso para recordar la juventud del marido largamente ausente.

Pero los barcos de Agamenón al fin regresan de Troya y Clitemnest­ra se siente morir de deseo: ansía las manos del marido, incluso a riesgo –así se lo confía a los jueces– de morir estrangula­da, culpable de adulterio. Sola en el escenario, pura voz, aullidos y brazos que cargan cadenas, Buchalter hace que casi podamos ver la escena. Agamenón regresa al palacio, saluda a Egisto, enlaza la cintura de la jovencita que trae desde la otra punta del mundo, se sienta a comer. No mira a su mujer.

Ocurre hoy; ocurría en la antigua Grecia: la indiferenc­ia, y no el odio, es la verdadera contracara del amor. Clitemnest­ra lo sabe. Y hunde la daga en el cuerpo del hombre para quien ya no es nada, hasta descubrir que, aun muerto, él seguirá siéndolo todo.

La obra es abismal, bella, cruel. Deja un sabor como de maravilla y de espanto. La literatura lo hizo de nuevo.

Ocurre hoy; ocurría en la antigua Grecia: la indiferenc­ia, y no el odio, es la verdadera contracara del amor

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