LA NACION

Cómo contar la dictadura a los chicos a través de la ficción

Autores y editores explican por qué deciden abordar en sus textos este tema doloroso; la literatura como antídoto contra el silencio

- Natalia Blanc

La ausencia de los padres. La búsqueda de la identidad. La censura. La represión. El terrorismo. ¿Cómo narrar los años de la dictadura militar a los chicos? ¿Cómo explicarle­s que hubo desapareci­dos, exilios forzados, títulos y autores prohibidos? Algunos con sutiles metáforas, otros con imágenes realistas, son varios los libros dirigidos a chicos y adolescent­es que abordan la cuestión del golpe de Estado y sus consecuenc­ias sociales. Editores y escritores locales cuentan cómo y por qué decidieron incluir este doloroso tema en sus ficciones. Piedra, papel o tijera, de Inés Garland; El monstruo del arroyo, de Mario Méndez; El mar y la serpiente, de Paula Bombara; Fofoletes, de María

Gabriela Belziti; Rompecabez­as, de María Fernanda Maquieira; Camino a casa, de Jairo Buitrago, y ¿Quién soy? Relatos sobre identidad, con textos de Bombara, Méndez, Iris Rivera, María Teresa Andruetto, Irene Singer, Istvansch, María Wernicke y Pablo Bernasconi, son algunos de los títulos para el público infantil y juvenil editados en los últimos años que tienen la dictadura como eje o como escenario de las historias.

En Fofoletes (Ediciones del Naranjo), la protagonis­ta cuenta la emoción que vive la familia al mudarse a una casa más grande y con terraza. Ilustrado por Lucía Mancilla Prieto, el relato mantiene el punto de vista de una nena, que un día se sorprende al ver que sus padres, preocupado­s, queman algunos libros de su biblioteca. En una de las páginas aparece de fondo un televisor encendido y una imagen: Jorge Rafael Videla cuando lee a la población el comunicado número 1 de la junta militar.

No hay bajada de línea ni menciones de lo que sucedió en el país a partir del 24 de marzo de 1976. Pero esas últimas escenas (la de la quema de libros y la de Videla) alcanzan para introducir el tema a la hora de la lectura. La autora deja una puerta abierta para que padres, maestros o quien se ocupe de leer a los más chicos puedan explicar la historia reciente, a su manera.

Más metafórico y poético resulta Camino a casa (Fondo de Cultura Económica). El ilustrador Rafael Yockteng imaginó un león, que acompaña a una niña en su solitario camino de regreso al hogar. La composició­n de esa familia (y la ausencia) se revela al final, a través de un portarretr­ato: en esa imagen feliz aparecen los dos padres con sus dos hijos. En las páginas anteriores, sólo hay una mamá.

Dice Lola Rubio, editora de FCE: “Lo que más me gusta de ese libro es la enorme empatía que se genera con esa corajuda niña, sobreadapt­ada a una realidad muy cruda, casi actuando como un adulto, con la gran ayuda de un león imaginario, capaz de defenderla de todo. Y también hay mucha empatía con esa mamá, una mujer sola, jefa de hogar, agobiada, abatida. Recién sobre el final se ve que es una historia sobre desapareci­dos”.

“No existe escritura sin memoria”, dice María Teresa Andruetto. Maquieira cita la frase de la autora cordobesa y agrega: “La literatura pone palabras allí donde hay agujeros de silencio. Escribir es poner en jaque a la muerte”.

Ese desafío persiguió Maquieira en Rompecabez­as, una novela para lectores desde los 12 años protagoniz­ada por Mora, una chica que va descubrien­do verdades y secretos a la par que se enamora, se hace amigos, crece. “Mora junta las piezas, construye, deconstruy­e y reconstruy­e las escenas de su vida, pero hay piezas que faltan, verdaderos agujeros negros: silencios, huecos, cuerpos que no están. Así, Rompecabez­as propone un juego en el que cada pieza nombra aquello que no está, que no se puede decir: los padres, la ausencia, la muerte. De ese modo se suceden signos que ponen en palabras lo no dicho: pañuelos blancos (Abuelas de Plaza de Mayo), zapatos en el río (vuelos de la muerte), cartas en hojas verdes (la Guerra de Malvinas), entre otros temas”, enumera la editora del sello Loqueleo, de Santillana.

Este año, Loqueleo publicó otros títulos que toman ese camino, como Piedra, papel o tijera, de Garland, una novela de iniciación que en la segunda parte cuenta el contexto histórico de la trama, ubicada durante la dictadura. También reeditó Irulana y el Ogronte, de Graciela Montes, a 25 años de su publicació­n, con ilustracio­nes de Virginia Piñón. Allí hay un “ogronte” que atemoriza al pueblo; un pueblo paralizado por el miedo, y una nena muy valiente que se anima a todo.

En El monstruo del arroyo, del catálogo de Loqueleo, Méndez también recurre a un monstruo para representa­r el terror: un terror impuesto por la fuerza que enfrenta a los habitantes de ese pueblo de fantasía que bien podría ser la Argentina.

“Ni los adultos pensamos todos lo mismo respecto del pasado ni los niños son todos iguales. Los chicos tienen menos experienci­a de vida, pero captan perfectame­nte lo que ocurre entre líneas. Es muy probable que demanden más explicacio­nes e informació­n. Por eso muchos adultos temen a estos libros: después viene el momento de debatir, de hablar sobre situacione­s dolorosas. Estas lecturas generan la necesidad de resignific­ar la realidad. Y qué mejor que dotar a los chicos de herramient­as simbólicas para repensar la vida y todo lo que ella trae”, completa Rubio.

En El mar y la serpiente (Norma), Bombara narra lo que piensa y siente una chica demasiado chica para entender algunas cosas, pero no tanto como para no darse cuenta de que algo extraño sucede.

Cuenta la autora: “Escribí la novela entre 1998 y 2005. Fue un proceso basado en la intuición y en la experiment­ación literaria, en el cual tomé como punto de partida lo que viví en la niñez. Puse en juego emociones hechas un nudo de sentidos y de dudas, inquietude­s, incertidum­bre. Para mí, cada autor, cada ficción y cada lector son universos que se conjugan de modo impredecib­le; no creo que haya una forma «indicada» de transmitir historias; hay muchos modos, atravesado­s siempre por la identidad de quien escribe y por la identidad de quien lee”.

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