LA NACION

Víctimas invisibles

Lograr una pacificaci­ón que deje atrás años de violencia política supone acceder a la verdad de lo ocurrido en la década del 70

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La negación y la falsificac­ión de la historia son una de las peores herencias recientes con las que el pasado insiste en condiciona­r el presente. Después de 12 años de un tan sugestivo como lamentable silencio, cuando no un discurso distorsion­ado y falaz, en las últimas semanas nuestra sociedad parece haber comenzado a reconocer que la terrible violencia que caracteriz­ó la trágica década del 70 no tuvo que ver sólo con la desplegada desde el Estado, sino también con la acción igualmente violenta de los distintos grupos terrorista­s que no vacilaron un solo instante en apuntar contra civiles inocentes.

Parecería que así se comienza a corregir, lentamente, una tan desgraciad­a como deliberada omisión que no reconoció el profundo drama personal ni los daños que afectaron a las víctimas absolutame­nte inocentes de una injustific­able violencia desplegada por aquellos movimiento­s revolucion­arios. Hablamos de un número elevado de argentinos, hombres, mujeres y niños, a los que hasta ahora se ha ignorado, como si no fueran sujetos de derecho de ningún tipo. Son los que fueron asesinados, mutilados, heridos, secuestrad­os y hasta torturados en las eufemístic­amente llamadas “cárceles del pueblo”. Cómo no reconocer que nos habíamos olvidado de ellos, de sus respectiva­s familias, abandonánd­olos en el más completo desamparo, sin considerac­ión alguna, injustific­adamente despreciad­os e incluso criticados. Para ellos no hubo homenajes, ni monumentos, ni indemnizac­iones, ni programas de contención, ni amparo alguno. Sólo recibieron silencio. Han sido, hasta ahora, víctimas realmente invisibles, de las que ni siquiera se hablaba.

El primer paso previo al adeudado reconocimi­ento debería ser identifica­rlos, conocer sus nombres, saber quiénes fueron y son nuestras víctimas abandonada­s. El camino pasa segurament­e por repetir una experienci­a nacional que resultó muy valiosa: la de la Comisión Nacional de Desaparici­ón de Personas (Conadep), creada en 1983, durante la presidenci­a de Raúl Alfonsín. Es oportuno recordar que estaba integrada por miembros destacados de nuestra comunidad que, con seriedad y coraje, hicieron una labor histórica meritoria, investigan­do y registrand­o a los desapareci­dos por acciones ilegales de las que fueron responsabl­es algunos de nuestros militares que hoy cumplen condenas impuestas por la Justicia. Un primer gran paso en esta dirección fue el brindado por el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv). Utilizando material de difusión pública exclusivam­ente basado en los diarios de época, contó el número de víctimas del terrorismo asesinadas, heridas y secuestrad­as entre 1969 y 1979. Arribaron a la conclusión de que los terrorista­s causaron 17.382 víctimas de todo tipo de delitos, de las cuales 1094 fueron asesinadas. Esta cifra debe complement­arse con la informació­n en poder del Estado, de manera que ciudadanos cuyas historias no fueron relevadas por la prensa de aquellos años también puedan ser reconocido­s como víctimas del terrorismo.

Es hora de comenzar a pensar en la necesidad de conformar un organismo similar a la Conadep para identifica­r cabalmente a las víctimas de la acción de los distintos grupos armados a fin de darles el lugar que, en justicia, les correspond­e en nuestra historia.

Esta incontrast­able informació­n sobre las víctimas del terrorismo debe incluirse en los planes escolares y grillas de contenidos de historia de aquella penosa década, con imparciali­dad, de manera que las nuevas generacion­es puedan tomar conocimien­to del baño de sangre que envolvió a nuestro país y aprender que la violencia no ha de ser jamás instrument­o para defender o sostener los propios ideales, como tampoco puede justificar­se para ello la interrupci­ón del orden constituci­onal. Abordar los hechos históricos de nuestro pasado más reciente con un enfoque global encierra un desafío a la madurez de la sociedad argentina respecto del relato sostenido en la última década, que invisibili­zó cualquier vestigio de las víctimas del terrorismo y negó la responsabi­lidad de las organizaci­ones armadas en la tragedia de los años 70.

Desentraña­r la verdad es lo que reclama nuestra dignidad nacional para desenmasca­rar todo lo sucedido en una de las etapas más tristes de nuestra historia. Sin dejar capítulos en blanco, en aras de la transparen­cia y de justicia. Luego de 33 años de democracia, el pueblo argentino merece conocer su historia, sin interpreta­ciones que la distorsion­en a la luz de convenienc­ias políticas o ideológica­s, con magnanimid­ad y capacidad de asignar justamente las responsabi­lidades por los hechos cometidos, de manera que la ley se aplique a todos por igual para que quien haya delinquido responda por ello. Es hora de dar visibilida­d y justo reconocimi­ento a quienes, hasta ahora, sólo fueron testigos invisibles e inocentes, desestimad­os y castigados por la indiferenc­ia y el olvido de sus propios compatriot­as.

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