LA NACION

Memorias de un hombre solo

- Por Víctor Hugo Ghitta

En el sueño (o en el recuerdo) Pereira estaba enfurecido, agitaba el diario con el brazo en alto y hablaba solo recodado en la barra del barcito donde todas las mañanas nos encontrába­mos a tomar un café, compartir las noticias del día y hablar de cine. era el único momento en que se permitía abandonar su cabina de proyectori­sta. el azar y el gusto por el cine habían querido que trabáramos si no una amistad, una relación cómplice. no hablaba con remordimie­nto, pero había un fondo de amargura en lo que decía. Lo que le molestaba no era que un crítico hubiese juzgado mal una película, sino el rumbo de una época, la decadencia intelectua­l, la sensación de que las pequeñas emociones ya no importaban.

esa mañana quiso que lo acompañara al microcine donde trabajaba como proyectori­sta, un sótano en la calle ayacucho. en el camino me contó que durante los últimos cincuenta años cada mañana había proyectado una cinta (subrayaba el anacronism­o con deliciosa intención) y siempre se dejaba llevar por el ensueño de las imágenes. Había visto todas las películas que un hombre es capaz de ver, y había desarrolla­do una obsesión por el cine argentino pese a haber nacido hacía 65 años en italia. era una suerte de Funes cinéfilo: recordaba la ficha técnica de cada título y era capaz de recitar parrafadas enteras que en otro tiempo habían soltado Luis Sandrini o Tito Lusiardo en la penumbra de los cines de barrio donde Pereira había recibido, decía, su educación sentimenta­l. –Venga conmigo –invitó. atravesamo­s un pasillo mugriento de paredes húmedas en las que colgaban afiches de viejas películas nacionales y de los tres grandes autores que había amado toda la vida: Bergman, Fellini y Truffaut. Descendimo­s con dificultad una escalera de caracol y llegamos a un cuarto oscuro que olía a viejo. Pereira encendió una bombita de luz exangüe que apenas dejaba vislumbrar la habitación y la silueta de algunos objetos.

–Perdóneme –se disculpó sin convicción. Creí escuchar en su voz una nota de abatimient­o–. es que después de vivir toda una vida casi en penumbras no necesito más.

Lo que vi entonces fue una formidable colección de objetos de cine extraídos de las filmacione­s. zapatos, mantillas, sombreros, pelucas, bastones, teléfonos, vestidos, hojas con fragmentos de guiones y hasta pequeños trozos de decorados se sucedían como en un mercado de pulgas. Pereira atesoraba esos objetos como quien, en el afán de preservar la memoria, resguarda de las crueldades del tiempo las chucherías de un hijo que se ha ido. me extrañó que en ese cementerio no hubiera rollos de películas.

–Prefiero recordarla­s repitiendo los diálogos que guardo en mi memoria –me tranquiliz­ó–. además, sería inútil –agregó, como quien dice algo que está sobreenten­dido–. Ya ve que durante los últimos años me he ido quedando ciego.

Quise saber cómo había conseguido las piezas de su museo privado. en su mayoría se las habían regalado, aunque muchas las había recogido con sigilo en momentos de descuido en medio del ajetreo de los rodajes. Le hice notar que gran parte de las piezas habían pertenecid­o a mujeres. Citó con indisimula­da vanidad a Horacio Quiroga:

–Pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógr­afo enamorados de una estrella.

Cada objeto recordaba una película y cada película era la evocación de un momento de su vida. estaban allí su temprano y vacilante despertar al sexo, los temblores de la adolescenc­ia, los amores

Lo que vi entonces fue una formidable colección de objetos de cine extraídos de las filmacione­s

furtivos crepitando en la media luz de una sala, sus compañeros de estudios, sus muertos. De pronto, me convocó a un rincón de la vasta habitación en penumbras. Se inclinó sobre un arcón y, con un temblor en las manos, me ofreció su última conquista: la mantilla que usó norma aleandro en El hijo de la novia. Se hizo un silencio hondo y Pereira rompió a llorar. Le puse una mano en el hombro y me pregunté si él también estaría pensando en sus padres.

–Vamos, es suficiente –dijo, y comenzamos a ascender la escalera de caracol.

mientras desandábam­os el pasillo me confió su mejor secreto: lo que lo hundía en la desdicha era que nadie pudiera jamás descifrar cada uno de esos objetos y descubrir así la historia de una vida, la suya, una historia hecha de fantasmas que aletean en la pantalla y en cuyo fondo está, en carne viva, la historia de un hombre solo.

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